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Año 8 #88 Febrero 2022

Paredes delgadas

Definido por Roberto Bolaño como un "melancólico que escribe como si viviera en el fondo de alguno de los muchos volcanes de su país", El Salvador, Horacio Castellanos Moya es una de las voces más provocadoras y originales de la literatura centroamericana de posguerra. Su obra es una exploración crítica de la temática y retórica de la violencia. La gratuidad del crimen, los abusos de la derecha y de la izquierda, el deterioro de las utopías revolucionarias y el desencanto de los que lucharon por ellas, son algunos de los motivos que aparecen en sus historias, en las que hace gala de un estilo depurado, nervioso y contundente. Un eficaz uso del monólogo y del lenguaje coloquial son dos de los rasgos más característicos de su escritura.

 

Hace unos días aún estaba convencido de que toda la culpa era de Sonia, por su necedad, por su obsesión, por sus ganas de salirse siempre con las suyas, pero ahora, en el silencio de esta casa de campo, donde he venido a recuperarme luego del colapso, he descubierto que las cosas son más complejas, que la imbecilidad del ser humano rebasa cualquier previsión, y que a la cabeza de los imbéciles me encuentro yo, hundido y apaleado.

Pese a mis reflexiones autocríticas, sin embargo, no puedo evitar repetirme que el colapso no hubiera sucedido si Sonia no hubiera estado tan obsesionada con ese motel, con el hecho de que pudiéramos oír a través de sus delgadas paredes los gemidos, las expresiones y los gritos de las parejas que fornicaban en las habitaciones contiguas a la nuestra. Desde la primera ocasión en que fuimos a ese motel —es decir, desde la primera vez que nos metimos a la cama—, yo intuí que detrás de esa promiscuidad de sonidos se escondía un peligro, que alguien podría reconocer nuestras voces, tal como se lo advertí. Pero ella me replicó que nadie reconocería a nadie, que sólo estaba dispuesta a ir a la cama conmigo en ese motel, pues oír a las parejas colindantes la excitaba al máximo y era lo que convertiría nuestro affair en algo especial, que sería ahí o en ningún otro lado. Yo me dejé llevar porque el motel estaba lo suficientemente lejos del periódico como para no correr el riesgo de encuentros inesperados, y lo suficientemente cerca como para escapamos a media tarde o al final de la jornada.

Tampoco puedo evitar repetirme que si ese fatídico día yo hubiera seguido mi sentido común, en vez del capricho de Sonia, nada hubiera cambiado en mi vida. Desde que nos vimos en el pasillo de la redacción, antes de la junta de editores del mediodía, y ella me propuso que nos encontráramos en el motel a media tarde, yo le advertí que ése no era un buen día, que el motel estaría a reventar y no encontraríamos habitación, que lo dejáramos para otra ocasión, yo andaría a las carreras con el cierre de mi sección y, además, en la noche debía cenar con Victoria, mi mujer, quien se tomaba muy a pecho que celebráramos con una cena íntima el llamado Día del Amor. Sonia sólo me lanzó un mohín de desprecio y dijo que lo habláramos después de la junta.

Soy editor de la sección cultural del periódico; Sonia de la sección de negocios. Yo he cumplido cuatro años de trabajar en ese medio, aunque ahora haya pedido baja por enfermedad; ella llegó hace unos seis meses. Guapa, inteligente, con la apariencia de una ejecutiva empresarial, pero de carácter hosco, arrogante, pronto se convirtió en presa codiciada entre los editores. Yo no le di importancia, en especial porque era evidente su desprecio hacia los temas culturales y, en las juntas, cuando yo exponía mi propuesta de contenidos para la sección, ella asumía la típica expresión de indulgencia hacia lo que apenas importa. Pero el destino es el destino, o la estupidez inevitable; el caso es que tres meses más tarde visitamos por primera vez el motel de paredes delgadas y comenzó ese affair clandestino del que nadie en el periódico debía enterarse. Yo no tenía la menor intención de arriesgar mis cinco años de matrimonio con Victoria; Sonia tampoco tenía el mínimo interés en que se la asociara públicamente conmigo —siempre se refirió a un novio llamado Alberto, quien nunca apareció por el periódico, y casi a diario era solicitada para comidas y cenas por los jefes de relaciones públicas de bancos y corporativos empresariales.

Ese mediodía, luego de salir de la junta de editores, me siguió hacia mi escritorio, aprovechó el hecho de que no había ningún reportero en los alrededores, y me dijo de mal modo que para ella era muy importante que esa tarde fuéramos al motel, que en caso de que me negara a ir ella entendería que yo ya estaba cansado de nuestros encuentros y lo mejor, entonces, sería ponerles punto final. Debo aclarar que nuestra relación era sólo física, que los dos estábamos claros en que no había ningún involucramiento emocional, que lo que practicábamos era un ejercicio de placer sexual que nos permitía relajamos, una o dos veces a la semana, en medio del ajetreo y el stress del periódico. Por eso me sorprendió su insistencia, como si de pronto la situación hubiese cambiado y ella reclamara los derechos de la amante, y le pregunté, burlón, si lo que se proponía era celebrar el Día del Amor, o de la Amistad, como también le llaman los comerciantes a la festividad de San Valentín. Dio media vuelta, sin responder, y se largó a su sección.

Me gustaría echarle la culpa a mi cuerpo, al animal que ya se estaba acostumbrando a satisfacerse en ese motel de paredes delgadas, o a cierta indolencia que a veces me lleva a someterme a los caprichos de los otros sin oponer la resistencia que debiera, pero como dije al principio, a esta altura repartir culpas de poco sirve y el hecho es que unos minutos más tarde tomé el auricular, marqué la extensión de Sonia y le dije que a las tres y media nos encontraríamos en el motel, a fin de que dispusiéramos al menos de una hora para retozar y enseguida volver cada quien por su ruta, como siempre, a la junta de editores de las cinco de la tarde.

—Allá nos vemos —dijo con sequedad, como si le hubiera molestado que yo la hubiese hecho esperar tanto.

Bajé, pues, un poco antes de las dos a la cantina, ubicada en el edificio contiguo al periódico, donde varios editores y reporteros especiales comíamos diariamente, compartíamos chismes y conspiraciones, una cantina que Sonia consideraba sórdida y a la que sólo accedió a entrar en una ocasión, para confirmar que esa atmósfera de «empleadillos» de la Lotería y del Senado, cuyas oficinas estaban en las cercanías del periódico, le repugnaba. Cuando no era invitada a restaurantes de categoría, ella llevaba sus propios alimentos, ensaladas y sándwiches, y comía en su escritorio.

La cantina retumbaba: las mesas repletas, el humo, los gritos, las carcajadas, el restallido de las fichas de dominó, los brindis por el Día del Amor. Conseguí una silla para sentarme a la mesa con Lencho Garfias, el reportero estrella del Congreso, Tomás Castillo, el editor de nacionales, y la «bruja» Martínez, el subeditor de fotografía. Pedí mi vodka tónic y el menú del día, con sopa de lentejas y albóndigas en chile chipotle. Corrían fuertes rumores sobre la guerra subterránea que el subdirector del periódico le había declarado al director, a fin de obligarlo a renunciar y quedarse con su puesto. Editores y reporteros compartíamos chismes, hacíamos apuestas, y los más ingenuos expresaban su alineamiento con uno de los bandos.

A la hora del postre, Garfias, el más viejo y zamarro de nosotros, preguntó, relamiéndose los labios, si ya sabíamos quién se estaba cogiendo a Sonia. Lo volteamos a ver con curiosidad, expectantes, ansiosos por el chisme.

—Dicen que el boss se la llevó anoche en su coche —susurró, con una sonrisa pícara, libidinosa.

Tomás y yo lanzamos sendos silbidos de asombro.

—Iban a la cena de aniversario del Club de Hombres de Negocios —aclaró la «bruja», haciéndonos perder todo interés—. Nosotros enviamos a la Tere a cubrir el evento, pero la nota se publicará mañana.

—Y después de la cena, ¿qué pasó?… —dijo Garfias, alzando las cejas y frotándose las manos con regocijo, como si él estuviera en la humedad del secreto.

No era la primera vez que yo oía rumores sobre probables amantes de Sonia ni me hubiera extrañado que Edmundo, el director, estuviera tratando de chuparle los huesos, a fin de cuentas no en balde tenía su fama de solterón empedernido, a menudo envuelto en líos de faldas con editoras y reporteras.

Pero faltaba un cuarto para las tres y el tiempo apremiaba. Bebí mi expreso de un sorbo, pagué la cuenta y subí de nuevo al periódico, a cepillarme los dientes y a dejar mis papeles preparados para la junta de las cinco. Enseguida bajé a la calle, enfilé hacia la boca del metro, recorrí las tres estaciones que me separaban del motel y, como llegué con unos pocos minutos de adelanto, me metí al Sears a esperar que dieran las tres y media. Luego, con puntualidad cronométrica, estuve frente a la recepción del motel, pagué la habitación, tomé la llave y esperé unos segundos a que Sonia apareciera, para que me siguiera escaleras arriba. Ése era el rito de ingreso que ella había impuesto y yo lo seguía al pie de la letra: ella llegaba en coche, se estacionaba en los alrededores, permanecía atenta y, cuando me veía entrar al motel, iba detrás de mí. De igual manera, nunca salíamos juntos, sino que yo debía esperar en la habitación cinco minutos después de que ella partiera. Desde la primera ocasión le dije que esa forma de comportamos era más propia de personajes de una novela de espionaje que de dos editores que pasaban desapercibidos entre los veinte millones de habitantes de la ciudad; luego le comenté, no sin mordacidad, que tanto esfuerzo de secretividad se contradecía con el hecho de que lo realizáramos para encerrarnos en una habitación a través de cuyas paredes se filtraban ruidos y voces. Pero Sonia nada más dijo que no le gustaba dejar ningún detalle suelto, que ésa era la forma en que teníamos que proceder.

Ahora me pregunto si no fue ese carácter dominante, tiránico, lo que más me atrajo de Sonia, y no sus atributos físicos o sus habilidades en la cama. Porque al igual que estableció una estricta rutina para nuestro ingreso y salida del motel, no hubo manera de descarrilarla en su estricta rutina amatoria, lo que la convertía en el polo opuesto de Victoria, una mujer independiente y de carácter fuerte en la vida cotidiana, pero completamente sumisa y maleable en el acto sexual.

Entramos a una habitación de la segunda planta, similar a las otras que ya conocíamos, de espacio reducido, en su mayor parte ocupado por la cama matrimonial y las dos mesitas de noche; un televisor yacía empotrado en la pared casi a la altura del techo y por la puerta abierta del baño se notaba que recién lo habían fregado.

—Démonos prisa —dijo Sonia, en voz muy baja, antes de meterse al baño, como siempre hacía, para unos minutos más tarde salir completamente desnuda—. Edmundo quiere reunirse conmigo un rato antes de la junta.

Iba a comentarle el chisme de Garfias, pero recordé las paredes delgadas y ella ya había cerrado la puerta del baño; además, semejante rumor podría alterar su estado de ánimo y acabar de antemano con nuestra jornada erótica.

Apagué mi teléfono celular, colgué mi chaqueta en la percha de la puerta. Escuché voces en la habitación contigua, una puerta que se abría; deduje que la pareja iba de salida. Procedí a desvestirme.

El ritual era siempre el mismo: ella salía del baño con garbo, espléndida, su piel lechosa, los senos pequeños y erguidos, el vientre terso, impecable, y permanecía de pie mientras yo empezaba a besarla, a lamerla, descendiendo poco a poco por su cuerpo delgado, hasta que, de rodillas, me aplicaba a comerle el coño. Eso era lo que a ella le encantaba, me dijo desde la primera vez: contemplarme desde su altura mientras de rodillas le comía el coño. Luego se tendía boca abajo en la cama, para que yo le lamiera las entrepiernas, sus nalguitas, ensalivando los vellos castaños de su rabadilla, mordisqueándole la espalda y la nuca, hasta terminar jugueteando con mi lengua en su ano. En ese instante, encarrilada hacia el orgasmo, yo debía tenderme en la cama para que ella comenzara a cabalgarme, a restregarse en mi pelvis con movimientos lentos y de giro profundo, mientras de su boca salía el gorgoteo de quien chupa con fruición su propia saliva, nada de gemidos ni de exclamaciones ni de gritos, sólo el sonido de quien chupa su propia saliva con la mayor de las fruiciones, cabalgándome con movimientos que cada vez reducían el giro y aumentaban en velocidad, hasta que, con sus manos aferradas a mis pectorales y un intenso gorgoteo de saliva en su boca, alcanzaba el orgasmo. Enseguida se dejaba caer sobre mí, me susurraba al oído que se había venido muy rico y preguntaba si yo me había venido también. Yo le decía que aún no. Entonces, una vez sosegada, se desensartaba, se ponía en cuatro patas, para que yo la penetrara desde atrás, porque desde el principio me dejó en claro que yacer tendida boca arriba con un hombre encima no era su posición preferida.

—Qué raro que no escuchemos a nadie en las habitaciones contiguas —susurró mientras alzaba su culito y se acomodaba de bruces.

—Como es el Día del Amor, todos disfrutan aún de la sobremesa, pero en un rato no cabrá un alma —dije, aferrándome a sus caderas y comenzando mis embates.

Me gustaba atacarla con un combinado de movimientos, primero profundos y violentos, y luego suaves y delicados, apenas restregando mi glande en sus labios vaginales. Me encantaba contemplar los vellos castaños de su rabadilla y también el ojo de su culo, que, suculento, parpadeaba al ritmo de mis embates. Y me hubiera gustado metérsela enseguida por ese agujero, pero ya sabía yo que ella se negaba a que le diera por el culo en las tardes, luego de la comida, bajo el argumento irrebatible de que su esfínter no se dilataba si había alimentos en su estómago; sólo en las noches, y antes de que ella cenara, tuve la oportunidad de sodomizarla, bajo la estricta advertencia, sin embargo, de que por nada del mundo fuera a venirme dentro de ella, que nada le repugnaba tanto como que el culo le quedara chorreando leche.

—¿Quieres venirte en mi boca? —preguntó, con un susurro, mientras yo comenzaba a sudar y ella, satisfecha y agotada, lo que más deseaba era dormitar un rato.

Me salí, pues, de su coño y me tendí en la cama. Sonia mamaba en los límites de lo correcto, nada del otro mundo, pues, pero por una de esas razones que se esconden en los pliegues de la mente, bastaba con verla cuando se metía mi verga en la boca para que yo me excitara al límite, una excitación que una vez que ella comenzaba a succionar muy pronto me conducía a la eyaculación, tal como sucedió entonces, un orgasmo intenso, de una calidad distinta a los que yo acostumbraba, muy silencioso, dada mi conciencia de las delgadas paredes, y que me dejaba tremendamente agotado, quizá porque procedía más del placer de mi mente que de lo puramente corporal, pienso ahora.

Con la boca llena de semen, Sonia se abalanzaba rauda en busca de un vaso sobre la mesita de noche, en caso de que estuviera ahí, o de plano saltaba de la cama hacia el baño para escupir mi leche en el lavamanos, tal como sucedió en esa ocasión. Por nada del mundo se tragaría mi semen, respondió con expresión de repugnancia, cuando una vez me atreví a inquirir sobre su comportamiento.

Mientras ella sacaba el estuche dental de su bolso de mano y procedía a cepillarse los dientes, oí con claridad que una pareja entraba a la habitación contigua, del lado de la cama en que yo yacía tendido. Quise distinguir sus voces, pero tuve la impresión de que al nomás cerrar la puerta comenzaron a besarse.

Vi mi reloj de pulsera: faltaban tres minutos para las cuatro de la tarde.

—Ya comienzan a venir —le dije a Sonia, en un susurro, señalando con mi pulgar la habitación contigua.

—Lástima que no vinieron antes —murmuró ella, acomodándose en la cama—. Tenemos veinte minutos para una siesta. Ya programé mi celular para que nos despierte.

Pronto entré en la duermevela. Aun así pude distinguir un chupeteo intenso, feroz, propio de una consumada experta en las artes de la felación, y la voz de un tipo que decía: «Qué delicia, mamita… No sabía que la chupabas tan rico». Sonia yacía acostada boca abajo; puso su mano en mi pecho y, a medida que el chupeteo de la mujer y las exclamaciones de placer del tipo aumentaban, la fue bajando hacia mis genitales.

—Se va a atragantar —murmuré.

Sonia había comenzado a jalar mi verga alicaída, con un ritmo lento, acompasado.

En efecto, unos segundos más tarde la mujer se atragantó y tosió.

Sonia me presionó el glande, como reconocimiento a mi predicción.

Pero en ese instante abrí los ojos y casi salto de la cama: yo conocía esa forma de chupetear y sobre todo esa tos, me dije, a punto del espanto.

Sonia se incorporó.

—Me están dando ganitas de nuevo —murmuró.

Yo estaba con mis sentidos alertas, atento al máximo a lo que sucedía en la habitación contigua.

Pero hubo un silencio, prolongado, como si hubieran vuelto a besarse o terminaran de desvestirse.

No puede ser, pensé. Todo es una coincidencia, una alucinación, la paranoia de mi mente agotada.

Enseguida la cama vecina comenzó a traquetear. Con mis pensamientos hechos un remolino, traté de distinguir los gemidos de la mujer, anhelando que se tratara de un timbre desconocido. Pero Sonia ya se había acomodado para cabalgar sobre mi rostro: de rodillas, con sus muslos apretando mis orejas, aferrada con ambas manos a mi cabello, restregaba rítmicamente su coño en mi boca, haciendo cada vez con más intensidad el gorgoteo de quien chupa con fruición su propia saliva. Yo no pude más que usar mi lengua y mi boca tal como siempre lo hacía en esta segunda arremetida, dejando que me restregara el bollo en el rostro, su clítoris en mi rugosa nariz, conteniendo las ganas de estornudar cuando un pelillo se metía en mi fosa nasal, metiendo lo más posible mi lengua para relamer sus paredes vaginales, hasta que me aplicaba a succionar su clítoris y ella lograba su orgasmo.

En esta ocasión, empero, yo actuaba de manera mecánica, sin ninguna concentración, tratando infructuosamente de oír con precisión los gemidos de la mujer en la habitación vecina, en realidad con el alma en un hilo, temiendo lo peor.

Sólo cuando Sonia se tumbó a mi lado, satisfecha, pude oír con claridad el profundo gemido de la mujer en pleno orgasmo y me levanté impelido por el horror. Ésa era Victoria, mi mujer, sin ninguna duda. Sonia me vio, con asombro, mientras yo pegaba mi oreja a la pared para mejor distinguir las voces vecinas.

—¡No te detengas, papi! ¡Métemela más, más, más!… —exclamaba Victoria, entre gemidos.

Yo permanecía paralizado, junto a la pared, en una especie de ataque de pánico, cuando ella soltó el agudo grito del clímax.

—¿Qué te pasa? —preguntó Sonia, con preocupación, incorporándose en la cama.

Pero yo no podía volver en mí. Era jueves, Victoria debía estar en la universidad, dando su cátedra de las cuatro de la tarde.

Hubo un breve silencio.

—Despacito… —pidió enseguida Victoria. Y fue como si yo pudiera ver a través de la pared el extravío de placer en su mirada, sus piernas alzadas y su ano dilatándose a medida que era penetrado. Sufrí un vahído, como si de pronto hubieran quitado el suelo de debajo de mis pies.

Por suerte Sonia ya estaba a mi lado, alarmada.

—¿Qué pasa?… ¿Quién es?… ¿Te sientes bien?… —preguntaba, zarandeándome.

Logré reaccionar.

—Tengo que irme —balbuceé.

Tomé mi ropa, deprisa. No había terminado de vestirme, conmocionado, cuando oí el grito entre quejidos:

—¡Reviéntame, papi!…

Logré ponerme la chaqueta, abrir la puerta intempestivamente y salir a la carrera, bajo la mirada atónita de Sonia. Pasé de largo la puerta de la habitación fatídica, como si el solo hecho de verla pudiera quemarme los ojos, y bajé las escaleras a los brincos, con una turbulencia interna que nublaba mi mente y mis emociones. En la calle, caminé deprisa, sin voltear a ver hacia atrás, poseído por un torbellino de imágenes, por una especie de vértigo. Me detuve frente a la boca del metro, sudoroso; sentía fuertes palpitaciones en el pecho, en las sienes. Saqué mi teléfono celular y marqué el número de Victoria: su celular estaba apagado, por supuesto, como todos los jueves a esa hora, cuando daba su cátedra de literatura portuguesa contemporánea. En un instante fui asaltado por la idea de regresar, de agazaparme frente al motel para verlos salir y descubrir a su amante. En vez de ello, bajé las escaleras como un perseguido.

Aún hoy, luego de dos semanas de reposo, no consigo comprender de dónde saqué fuerzas para regresar al periódico, para participar en la junta de editores esquivando las miradas furtivas de Sonia, para terminar de editar la sección a mi hora de cierre y responder la llamada de Victoria, a las ocho de la noche, tal como habíamos acordado, cuando ella confirmaría si yo había cerrado a tiempo y podría llegar puntualmente al restaurante La Gloria, en la colonia Condesa, donde ella había reservado una mesa para que celebráramos nuestra cena del Día del Amor. Aún hoy no consigo comprender cómo pude sostener la conversación sobre su clase de literatura portuguesa de esa tarde, mientras degustaba un atún a la plancha y una botella de vino chileno, sin que en ningún momento reventara y le reclamara a los gritos lo infinitamente puta y traidora que era. El colapso vino después, cuando ya habíamos entrado a nuestro apartamento: de súbito algo explotó dentro de mí y el mundo se me vino abajo. Pero ésa es otra historia, la historia de mi matrimonio, y aún no estoy preparado para contarla.

Pittsburgh, septiembre de 2006

 

  • Horacio Castellanos Moya
    Castellanos Moya, Horacio

    Horacio Castellanos Moya (Tegucigalpa, Honduras, 1957) fue trasladado a San Salvador en los primeros años de su infancia. Vivió en la capital salvadoreña hasta 1979, período en el que tuvo que abandonar también sus estudios de literatura, desarrollados en la Universidad de El Salvador. Tras su salida del país se dio a conocer su antología poética La margarita emocionante, donde compiló trabajos de seis poetas, entre ellos Mario Noel Rodríguez, Miguel Huezo Mixco y él mismo.

    Residió durante medio año en Toronto, Canadá, en la York University cursó estudios históricos y de áreas comunes. Volvió a su ciudad natal, en cuya Universidad Nacional trabajó desde marzo a julio de 1980. Establecido en San José (Costa Rica) desde agosto de 1980 a septiembre de 1981, se desempeñó como corrector de pruebas en la Editorial Universitaria Centroamericana (EDUCA).

    El 18 de septiembre de 1981 llegó a la ciudad de México, donde permaneció por una década y trabajó como redactor en la Agencia Salvadoreña de Prensa (SALPRESS), corresponsal de la revista brasileña Cuadernos del tercer mundo, analista político de la empresa privada ANAFAC y editor de la Agencia Latinoamericana de Servicios Especiales de Información.

    Entre septiembre de 1986 y enero de 1987 se trasladó de la ciudad de México al pueblo de Tlayacapa (Cuernavaca), donde escribió su primera novela, La diáspora, dedicada a contar las experiencias de los intelectuales salvadoreños exiliados a causa del conflicto armado (1979-1992). Esta obra ganó el Premio Nacional de Novela 1988, patrocinado por la Universidad Centroamericana "José Simeón Cañas". Al finalizar el período bélico salvadoreño regresó a San Salvador a participar en la fundación del primer medio impreso de la posguerra: el semanario Primera plana.

    Como periodista se ha desempeñado como corresponsal, editor y director de diversos periódicos y revistas en las capitales mexicana y salvadoreña. Sus escritos han sido difundidos por numerosas publicaciones periódicas de Hispanoamérica, entre las que se encuentran el diario La opinión (Los Ángeles, California), las revistas Tendencias y Cultura (San Salvador, El Salvador), el periódico semanal Journal do Pais y Cuadernos del tercer mundo (Río de Janeiro), los diarios El día y Excélsior (México), las revistas Proceso, Casa del tiempo, Plural, Límite sur, Estrategia y La brújula en el bolsillo (México).

    Residente por algunos meses en España, después de esa estancia dio a conocer sus obras, entre ellas La diabla en el espejo en 2000, finalista del premio internacional "Rómulo Gallegos", en su edición del año 2001.

    Con El asco Castellanos Moya logró una repercusión internacional. Es una novela que realiza un homenaje a los personajes de Thomas Bernhard que incluso logró impresionar al traductor al español del escritor austríaco. Se publicó en 1997 y ya lleva siete ediciones en El Salvador, en donde se convirtió en el libro de culto de los últimos años, pasando de mano en mano.

    EN 1999 se trasladó a España y desde 2001 residió en la Ciudad de México. Entre 2004 y 2006 vivió en Fráncfort por la invitación del programa "Cities of Asylum" de dicha ciudad, durante el 2009 fue investigador invitado en la Universidad de Tokio. Actualmente trabaja en la Universidad de Iowa y es un columnista regular para la revista Sampsonia Way Magazine.


    Bibliografía:
    Novela:

    • La diáspora (1988)
    • Baile con serpientes (1996)
    • El Asco. Thomas Bernhard en San Salvador (1997)
    • La diabla en el espejo (2000)
    • El arma en el hombre (2001)
    • Donde no estén ustedes (2003)
    • Insensatez (2004)
    • Desmoronamiento (2006)
    • Tirana memoria (2008)
    • La sirvienta y el luchador (2011)
    • El sueño del retorno (2013)

     

    Cuento:

    • ¿Qué signo es usted, niña Berta? (1988)
    • Perfil de prófugo (1989)
    • El gran masturbador (1993)
    • Con la congoja de la pasada tormenta (1995)
    • El pozo en el pecho (1997)
    • Indolencia (2004)
    • Con la congoja de la pasada tormenta. Casi todos los cuentos (2009)

     

    Poesía:

    • Poemas (1978)
    • La margarita emocionante (1979)

    Ensayo:

    • Recuento de incertidumbres: cultura y transición en El Salvador (1993)
    • La metamorfosis del sabueso: ensayos personales y otros textos (2011)



    Premios:

    Premio Nacional de Novela 1988, patrocinado por la Universidad Centroamericana "José Simeón Cañas"