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Año 8 #88 Febrero 2022

El delgado encanto de la mujer china

El secreto de una gran ciudad, pongamos Barcelona, es que son muchas ciudades, yuxtapuestas, alentando lado a lado, pero con pocos puntos de contacto. Se puede ser uno en cualquiera de los mundos paralelos y, con cruzar la calle, ya se puede ser otro, distinto y libre de la identidad anterior.

Solo que hay gente que nació inconfundible y, entonces, los habitantes de cada uno de esos mundos lo reconocen con el mismo nombre, alias o apelativo, al tiempo que ignoran que, a otras horas, con otra gente, es igual, pero distinto.

Eso es lo que sucedió con Delgado. Tenía una habilidad no premeditada, animal, para cambiar de cuerda y que cada una de las ciudades, a menudo irreconciliables, lo asumiera como propio.

La historia de Delgado dio para menos de una semana de notas policiales, cada vez más cortas, hasta perderse en la velocidad de los días de ese verano húmedo y sofocante. Pero no fui el único que pensó que las «barcelonas» de los prostíbulos, los turistas japoneses, los camareros sudamericanos y los yonqui de todas partes, para nombrar solo unas pocas, podían ser un campo de caza en el que bestias y cazadores se mataran sin que hubiera manera de impedirlo.

Por cierto, hay tres oficios que facilitan el salto de una de las ciudades a otra cualquiera: policía, músico o periodista. Mi coartada es que soy periodista.

Fue un lunes cuando supe por primera vez de Delgado, o «El Delgado».

Era temprano, o muy tarde, relatividad propia de las realidades yuxtapuestas, y llegaba solo, porque Paty, mi novia de a ratos, me había perdido por el camino, tal vez tentada por una propuesta mejor. Ella también tiene la coartada de que es periodista.

Tuve que esperar un rato. En el Clavié, el after hours que, como todos, simula estar cerrado, tardaron en responder a mis golpes en la puerta.

Dentro el tiempo se detenía. El frescor del aire acondicionado, las luces suaves y el sonido del piano que acompañaba a los asistentes hacían que el mundo quedara lejos. Los clientes eran o se parecían a los de siempre. La mezcla propia de un after, uniformada por el alcohol a la mano, charlando sin prisa o berreando clásicos populares, cualquier cosa antes que volver a casa.

Y bien, ese lunes vi por primera vez a Delgado. Era imposible no verlo, casi tan grande como el piano donde apoyaba un codo y con una camisa amarilla. Sonreía y cabeceaba al ritmo de la música.

Cavalcanti, que recala allí cada noche con la religiosidad de un penitente, cantaba un tango meloso, acompañado por dos amigas circunstanciales, maduras para todo.

Cavalcanti me vio entrar y, en medio del temblequear de mandíbula que le procuraba un vibratto de oveja, guiñó un ojo y cabeceó una cita para las mesas que están un par de escalones más abajo que el piano y los cantantes.

Me había tomado afición desde que supo que era periodista y estaba juntando material, personajes de la noche de Barcelona, para un futuro libro. En rigor, no tenía trabajo fijo y lo disimulaba con utopías.

El antiguo cantor de tangos aterrizó en la mesa invitando a whisky. Con un gesto arrimó a Delgado y dejó que se sumaran sus dos amigas. Me miraron, nos miramos, y nos descartamos rápido.

El hombre me dio una mano grande como un remo, sin triturarme los dedos, y se sentó en uno de los sillones carmesí, murmurando un saludo que no llegué a entender.

Cavalcanti estaba, como de costumbre, duro de cocaína. Ese era su principal encanto con las mujeres: siempre disponía de mucha cocaína, y era generoso. Pero las amigas habían decidido cambiar de palo y aprovecharon la mesa para armar un cigarrillo con hachís.

Cavalcanti me sonrió con un costado de la boca, como Gardel, y dijo:

—Hay que perdonarlas. Todavía se permiten cosas de jóvenes, de jipis.

Tuve tiempo de asentir y hacerle una visita al whisky, antes de que Cavalcanti dijera, en su lengua mestiza de argentino y español:

—Este hombre, así como lo ves, tiene un pasado que no te puedes perder, muchacho.

Observé un instante a Delgado y no pude imaginarme nada que no fueran circos de lucha libre. Por supuesto, di por bueno que Delgado era su apellido.

Después, cuando apareció en los diarios, uno de los puntos oscuros fue cómo se llamaba. Para lo que importa ahora, es suficiente saber que todos lo llamaban Delgado, y cuando se referían a él en ausencia: «El Delgado».

Como suele suceder, el apodo no hacía referencia a su presencia física. Era una mole alta y ancha, con tanto músculo como grasa. Una mole de movimientos lentos en la que destacaban su sonrisa fija, no importaba lo que sucediera, y una alfombra de pelo pajizo y erecto que le coronaba la cabeza. Entre la sonrisa y el pelo, dos ojos diminutos, como alfileres azules, que siempre parecían de otra persona; de alguien que espiaba desde el interior de su cuerpo, esperando el momento justo para hacer quién sabe qué.

Delgado tenía eso. A primera vista daba para la risa. Un gigante torpe, un tipo que podía estarse ahí, sin beber y sin fumar, toda una noche, riendo de las historias que contaban otros, aunque esos otros tuvieran la certeza de que no había entendido nada.

Inofensivo.

Inofensivo hasta que, en medio de cualquier silencio, pronunciaba la única frase que se salvaba, apenas, de su castellano masticado, lleno de ecos raros, que algunos creían bosnios y moldavos y daneses y de la gitanería búlgara, cuando no argot mezclado de marinero sin barco.

Estiraba un poco más la sonrisa, miraba el techo con los alfileres azules y decía:

—Ah… el delgado encanto de la mujer china.

Por esa frase lo llamaban Delgado. Porque entonces, cuando bajaba los ojos y a través de los párpados carnosos nos espiaba el loco que guardaba agazapado, el silencio se ponía espeso, hasta que alguien perdía los nervios y hablaba atropelladamente o proponía cantar.

Así sucedió en ese primer encuentro. Por unos minutos el porro de hachís y las carcajadas sin ganas circularon por el grupo como si hubiera prisa, como si alguien jadeara detrás de los que huyen.

En la hora siguiente Cavalcanti quiso convencerme de que ese hombre era veterano de la guerra de Vietnam, una de las dos amigas intentó un acercamiento a Delgado, y la otra se bajó cuatro whiskies sin acusar el efecto. Muy propio del Clavié. Las mujeres que cierran su noche allí son unas señoras. Pueden estar borrachas hasta la agonía, pero no se les nota. Son tan señoras que si tienen que vomitar lo hacen en privado.

—Este hombre, así como lo ves, es un héroe de guerra, muchacho.

Cavalcanti le decía a todo el mundo «muchacho», el argentinísimo «pibe» o «mi viejo», porque hacía tiempo que no recordaba el nombre de nadie, y de esa manera evitaba pisar en falso.

—Cavalcanti, eso es imposible. Cuando terminó la guerra de Vietnam este hombre no había nacido, o estaba en pañales.

—¿Estás loco, pibe? ¡Si fue ayer nomás! Yo ya había dejado la orquesta y estaba asociado con unos colombianos. Miami, Las Vegas, Cali, Medellín… ¡Nos dábamos cada biaba!

—¿Transaban drogas?

—¡No, pibe, no! ¿Qué te pensaste? ¡Música! Importábamos estrellas tropicalísimas, les abríamos camino. Cada hembra que me acuerdo y me quiero morir. La papa no era parte del negocio, era puro placer. Venga, date un toque…

Dijo, y me pasó sin mucho disimulo una papelina.

—Cavalcanti —le recordé, antes de marchar en busca de los baños—, pasaron más de treinta años desde Vietnam, si todavía te quedara cabeza te darías cuenta.

Cuando regresé, maldiciendo a los que cortan con cal de la pared, porque quema la nariz, el viejo cantor se miraba tres dedos de la mano como si fueran ajenos, la amiga borracha continuaba elegantemente catatónica y la otra no paraba de susurrar vaya a saber qué en la oreja de Delgado, que solo sonreía.

Cavalcanti, cuando le quise devolver la papelina, me mostró los tres dedos y su generosidad:

—Te la puedes quedar —dijo—, tengo más. Me estoy haciendo viejo, muchacho. Tres décadas. ¿Te das cuenta? Si es para morirse…

—Esta noche no, Cavalcanti, no estoy para velorios.

La risa de Cavalcanti era tan disparatada como su noción del paso del tiempo. Puramente operística.

Se secó una lágrima y, con el efecto de los últimos whiskies a la vista, desapareció en dirección al baño.

Era tarde. Lo sabía porque a cierta hora empiezo a ver todo a través del ojo de buey de un submarino, debajo del mar. A esa hora del cansancio y el sueño acumulado sé, y por eso nunca hago la prueba, que si estiro una mano para tocar a alguien mis dedos chocarán contra el cristal.

Cavalcanti volvió renovado y con una pátina de polvo blanco en los agujeros de la nariz.

—Tenías razón —dijo, enfático—. Fue en la guerra del Golfo.

—¿Qué?

—Que Delgado fue condecorado en la guerra del Golfo.

—Me niego, no tiene sentido: «el Delgado» no es americano, ¿qué coño se le perdió en el Golfo?

No me contestó, pero se bebió el whisky de un trago y levantó varios dedos pidiendo otra vuelta para todos. Después dijo:

—Nene… ¡eh, grandote! ¡A vos te hablo, sorderas! Muéstrale los brazos a este uruguayo de mierda, que no me cree.

El Delgado tardó un momento en entender lo que le pedía, pero al fin se arremangó la camisa y estiró los brazos apoyando las manos sobre la mesa.

Estaban salpicados de cicatrices, demasiado irregulares para ser de viruela.

—Agujas, astillas de madera y vaya a saber cuánta mierda más —precisó Cavalcanti—. Lo torturaron los turcos.

Durante un minuto largo Delgado se estuvo en la misma posición, clavándome los ojitos azules como si esperara algo, tal vez una felicitación, o una palabra de aliento, hasta que se bajó las mangas y volvió a parapetarse tras su sonrisa.

No dije nada, porque descubrí a Cavalcanti haciendo gestos de pescado que boquea, y pensé que al fin le había dado la pataleta ganada con tanta vocación por la cocaína. Pero estaba equivocado, porque Delgado respondió ensanchando la sonrisa y masticando el aire como un tiburón de Disney. Tenía todos los dientes postizos, y la dentadura de arriba daba saltos sobre la de abajo con ruido de castañuelas, descubriendo unas encías azules brillantes de baba.

—Le bajaron todos los dientes a patadas. ¿Qué te parece?

No pude decirle lo que me parecía porque, de golpe, todos los tragos y el tabaco de la noche me desquiciaron el estómago y una náusea fría me dijo que tenía que partir, si no quería revolcarme como un perro envenenado.

Tambaleando salí del Clavié. Fuera brillaba el sol, prometiendo sancocharnos a todos.

Algunos días más tarde, Paty, mi esporádica amante cuando no tenía nada mejor que hacer, me pidió que la acompañara. Le habían hecho llegar una información fea, y el lugar donde debía comprobarla también era feo. Paty es capaz de meterse en un hormiguero, así que me preparé para lo peor.

La cita era un «piso patera» en Poblenou, un barrio de asentamiento industrial hasta que las fábricas se mudaron dejando atrás cascarones vacíos. Luego, con la llegada de inmigrantes ilegales de medio mundo, los escombros se reciclaron en viviendas de a ocho o diez personas por habitación. Un buen negocio para unos pocos.

En los «pisos patera» la gente no se mezcla, y nos había tocado uno de negros.

Había un olor que Chester Himes hubiera deseado para sus novelas sobre Harlem. Una mezcla caliente y pantanosa de comidas pasadas, ropa sin lavar y vida en forma primaria. Las ventanas, que daban a un patio interior, estaban tapiadas con cartones.

Es un chiste de mal gusto decir que es difícil ver a un negro en la oscuridad, pero ese era el problema. El hombre que cuando llegamos hizo un gesto que provocó un desfile africano y vació el piso, hablaba en voz baja y no hacía ademanes. Costaba saber cuándo mentía.

—Señora —dijo—, han querido asesinar a una de nuestras hermanas. La violaron, la torturaron y la estrangularon. Quisieron matarla, pero sobrevivió. Es un crimen racista, y usted tiene que ayudarnos.

—¿Puedo hablar con la chica? —pidió Paty.

El hombre se tomó un tiempo para pensarlo, y yo encendí un cigarrillo para verle la cara a la luz de la llama. Tenía algo más de treinta años, y nos miraba con ojos fríos, despreciativos. El sudor le hacía brillar la piel.

—Tal vez usted lo consiga. Porque no habla con nadie.

Se levantó y abrió una puerta. Alcancé a ver una sombra pequeña sobre uno de los varios colchones tirados en el suelo, antes de que mi amiga cerrara.

—¿Dónde la atacaron? —pregunté, por decir algo.

—Cerca de Paral·lel, en la plaza de las tres chimeneas.

—Es un lugar muy transitado…

Se removió inquieto, como si hablar conmigo fuera una pérdida de tiempo, pero volví a la carga. La relación con mi amiga se había enfriado en los últimos tiempos y necesitaba sumar puntos.

—No sé por qué se me ocurre que usted sabe quién la atacó.

—Tal vez…

—¿Hicieron la denuncia?

Silencio para una pregunta idiota. Un inmigrante ilegal nunca recurre a la policía.

—¿Por qué no nos da alguna pista? Me comprometo a dejarlo afuera de cualquier investigación que se produzca.

—Hay uno que duerme en la parte de atrás de la compañía de electricidad, junto a la plaza de las tres chimeneas. ¿Conoce el sitio?

—Son unos cuantos los que usan ese lugar como dormitorio…

—Basura blanca —dictaminó con rotundidad, y tenía razón; entre los sin techo que deambulaban por allí no había negros—. Fue uno de ellos. El que parece alemán. Uno muy grande, que duerme en un saco camuflado.

—¿Algún nombre?

—Pregunte por el Delgado. No le voy a decir más.

Cumplió, y yo también cerré el pico. Encendí otro cigarrillo, porque en ese concierto de oscuridades la brasa roja era algo de que agarrarme, y me hundí en el olor a cocodrilos y rencor.

Fue entonces cuando Paty salió de la habitación y, tras un intercambio brevísimo y áspero de promesas y teléfonos, salimos a la calle.

Caminaba como si quisiera batir algún récord de velocidad.

—El negro dice que la atacaron cerca de las tres chimeneas, ahí por Paral·lel. ¿Ese barrio todavía es Montjuïc, verdad? —pregunté.

—¡Mierda, mierda, mierda!

—¿Qué pasa? ¿Qué averiguaste?

—¡Que ese tío miente como un cabrón!

—¿Por qué va a mentir?

—¡Porque se cuida el culo! ¡Porque es un explotador de putas!

—Ah… la chica es prostituta.

—Ay… qué cursis sois los argentinos, tenéis que decir «prostituta».

—Primero, soy uruguayo, y segundo, no la tomes conmigo, que le tiré de la lengua y algo pude sacarle.

Me miró como para fusilarme, y luego largó la información con su mejor tono para subnormales.

La habían atacado dos hombres, porque se había metido en el territorio de las rusas, el exterior del estadio del Fútbol Club Barcelona, y la habían subido a un coche. No les costó nada porque la chiquita, que no pesaba más de cincuenta kilos, no podía hacerles resistencia.

—¿Sabes cuántos años tiene? ¡Catorce! Ese cabrón macarra, o sus socios, la trajeron de Guinea con papeles falsos y la pusieron a putear.

—¿Y por qué me dijo que fue en la plaza de las tres chimeneas?

—¡A mí qué coño me importa lo que dijo! ¿Por qué no vuelves y le preguntas por qué miente? ¡Cabrón! La violaron, la estrangularon, la dejaron por muerta… ¡y tú te preguntas por qué te miente un puto macarra! ¡Gilipollas!

—Pero…

—¡Es una niña! ¿Entiendes? ¡Es una niña!

Quise argumentar, pero Paty hizo una seña, abrió la puerta del taxi y me dejó mirando cómo se iba. No sé cómo lo hace, yo jamás tengo tanta suerte con los taxis.

Algunos días más tarde hubo una llamada anónima. Entre los escombros de un edificio de Poblenou había un muerto. Una muerta.

Era una mujer china, muy joven. Antes de estrangularla la habían torturado. La vagina y el ano desgarrados apuntaban a un crimen sexual, pero la policía temía algo peor y se había cerrado en bloque. No querían pensar en venganzas mafiosas.

El fantasma de la inmigración del Este alimentaba esa paranoia. Rusos, chechenos, serbios o bosnios, llegaban con la marca de la guerra, y sus métodos eran especialmente violentos.

No le hacían asco a nada y los chinos eran competidores en todos los rubros, menos en la explotación de mendigos, monopolizada por los rumanos; tal vez porque en Europa nadie se tomaría en serio a un pordiosero chino.

Pero yo había sumado dos más dos y me daba la pesada figura del Delgado.

La muerta había sido encontrada a poca distancia de donde el macarra negro me lo había señalado como sospechoso. Además, que fuera oriental me lo trajo a la memoria en el Clavié, diciendo con su cara de loco aquella críptica frase sobre el delgado encanto de la mujer china.

En el soplo del negro había algo. Una nota periodística que se podía vender bien, o una información negociable.

Avanzada la mañana me acerqué a la plaza de las tres chimeneas, allí donde el barrio que se extiende al pie de Montjuïc se confunde con el Paral·lel de los teatros porno y una antigua memoria de pecado.

Ni los aviadores fascistas que apuntaban sus bombas contra las tres chimeneas en la guerra civil, podrían reconocer ya ese sitio. Cada día se llena con patinadores de skate de toda Europa. Si a veces falta alguno, nadie podría darse cuenta.

Como compensación de tanto chirrido de ruedas, de tanto despliegue de velocidad en una sopa calurosa, también copan la plaza los paquistaníes, con sus palas y sus pelotas de críquet.

Pero a mí me interesaban los homeless, los que duermen cada noche pegados al edificio de la eléctrica.

Solo quedaban dos. Una mujer muy borracha que reía sin dientes y un hombre casi enano, tan sucio como ella, que intentaba comprar sus favores con tres latas de cerveza.

Del supuesto «alemán» ni rastro. Podía haber sido el ocupante nocturno de cualquiera de los cartones tendidos entre las columnas como camas precarias. Para preguntar solo me quedaban esos dos.

Me acerqué, y el hombre adelantó un pecho de pollo tuberculoso, por si quería disputarle los piojos de su Julieta. Depusieron la desconfianza cuando les tendí algo de dinero. Ella arrebató los billetes con una mirada de ferocidad hacia su galán y se los metió en las bragas.

De todas las mentiras que dijeron tratando de dar con la que aflojara unos euros más, pude sacar poco. La descripción del supuesto alemán coincidía bastante con Delgado, pero hacía tiempo que lo habían perdido de vista.

No tenía prisa por llegar a ningún sitio, y el espectáculo de los morenos paquistaníes jugando un juego tan británico era una buena excusa para sentarme a la sombra.

Llevaba un rato aburriéndome con los batazos de los antiguos colonizados, cuando se me acercó un moro flaco con varias latas de cerveza en una bolsa transpirada. Le compré una, y enseguida me ofreció hachís y cocaína.

Dije que no, porque nunca compro en la calle, pero no se fue, se quedó allí sonriendo solo con la boca.

—¿Qué pasa? —dije.

—Si me dice, tal vez tengo de lo que busca.

Estaba por mandarlo a la mierda, pero entonces pensé que el flaco me había visto hablar con la pareja, y tal vez mantenía cierto control sobre su zona.

—El Delgado. ¿Qué se sabe del Delgado?

—¿Una cerveza?

Entendí y le pasé unos billetes por valor de cinco latas, para que el tipo no me diera nada. Solo un gesto de la cabeza en dirección incierta y el comentario:

—Dicen que se fue para arriba.

Me volvió la espalda y se alejó, cómodo en su ronda en busca de clientes.

En ese momento estuve convencido de que me tomaba el pelo. Que me decía que Delgado se había ido al cielo, con los angelitos. Tardé un tiempo en darme cuenta de que estaba equivocado.

Durante un par de semanas trabajé haciendo prensa para un festival de música étnica, y me olvidé de Delgado. Ni siquiera me acordé de él cuando en los diarios salió el crimen de la rusita.

No era joven, pero sí muy pequeña, con cuerpo de niña; y la habían encontrado en la playa de la Barceloneta. Bien a la vista. Como un mensaje para alguien. Violada y estrangulada. No hubo manera de identificarla, pero por el tipo físico parecía de la periferia de la extinguida Unión Soviética, allí donde tienen tanto de eslavos como de mongoles: pelo rubio, pómulos altos y los ojos grises con un sesgo oriental.

No se me ocurrió pensar en Delgado hasta que una madrugada la inercia me llevó hasta el Clavié.

Junto al piano, un par de ellos se desgañitaban cantando «¡estranyer indenai…!», y Paty, a quien no esperaba encontrar, liquidaba su cuarto gin-tonic con los ojos empañados de lágrimas.

—Los hombres sois unos hijos de puta —dijo, haciéndome una seña cariñosa para que me sentara a su lado.

Estaba de humor tormentoso. Por la tarde había entrevistado al padre y los hermanos de una chica desaparecida días antes. Argelinos musulmanes, de costumbres estrictas, que penaban sin noticias de la muchacha y que se cargaban de una rabia temible hora tras hora.

—Tienes que haber visto las fotos, los carteles, están pegados en las farolas —continuó.

—Se habrá ido con alguno —sugerí.

—O en este mismo momento la están violando veinte machos de mierda —afirmó, escandiendo cada sílaba para que me entrara en la cabeza—. ¿Sabes que sucederá si encuentran al culpable?

—¿Lo van a cortar en pedacitos?

—Cariño… —declaró Paty con ojos turbios de alcohol, lágrimas y desprecio—, odiará a su madre por haberlo parido.

Pedía para mí un ron con cola, que a esas horas recarga las baterías, cuando sentí que me abrazaban y la voz de Cavalcanti:

—A vos te quería ver. Te invito con lo que quieras y hablamos de negocios.

—Viejo, estoy con mi novia. ¿Por qué no lo dejamos para otro día?

El que fuera cantor de tangos arrugó la nariz y con su sonrisa de épocas gloriosas, hizo una reverencia a la Paty:

—Muy señora mía, embeleso de Cupido y otros dioses con buen gusto, ¿me permite que le robe a su galán apenas unos minutos?

Paty sonrió de oreja a oreja, porque, curiosamente, sintonizaba de maravillas con Cavalcanti, y dijo:

—Caballero de la noble figura, si se lo lleva y lo pierde en alguna batalla, esta dama le estaría eternamente agradecida.

Con lo que no me quedó otro remedio que seguirlo hasta un rincón y tomarme su whisky mientras oía como sin oír:

—¡Qué mujer, pibe, qué mujer! ¿Sabes qué te digo? No te la mereces.

—Cavalcanti, no me provoques. ¿Qué negocio raro vas a proponerme?

—¿Te acuerdas de Delgado?

—¿Cuál, el héroe de Vietnam torturado en la guerra del Golfo?

Por un momento el payaso nocturnal y tanguero desapareció, y me sentí observado por una mirada que atesoraba tal vez algunos muertos.

—Pibe, no vas a aprender nunca. En la noche hay que creer todo lo que se cuenta. El que indaga es policía o algo peor. No te guíes por las apariencias. Yo paso por boludo, porque los vivos están para perder. Pero no me hagas decir que el boludo eres tú y que todavía no te enteraste.

—Si tengo que aguantar lecciones de filosofía, al menos págame otro whisky.

—Es justo —convino, y con uno de sus gestos convocó un par de copas dobles antes de decir:

—No sé si en estos días te encontraste con el Delgado.

—¿Por qué tenía que hacerlo?

—Tener… tener, no tenías nada. Pero, como tu chica me contó que estuvieron en un «aguantadero» africano, en una de esas te lo encontraste. Delgado es como Dios, se te aparece en cualquier sitio, le da igual que sean yonquis o carmelitas descalzas.

—Ya me di cuenta. Un negro me dijo que dormía bajo las tres chimeneas y un moro que se había ido al cielo… ¿Por qué te preocupa Delgado?

—Si me acompañas te cuento —respondió, y arrancó con su trote de perro hacia los baños.

Hizo tres rayas sobre el lavabo, y cuando se metió dos fue más explícito.

—Los rusos se la tienen jurada, y yo me tengo que llevar bien con los rusos, ¿captas la idea?

Me encogí de hombros mientras me inclinaba sobre el lavabo.

—Parece que trabajaba de «pesado» en un putiferio. A veces los clientes… ya se sabe, se pasan un poco y hay que calmarlos.

—Me imaginé que repartía trompadas en algún sitio.

—Algo así. El problema es que se enamoró de la estrellita de los rusos. Una piba que fue campeona olímpica en paralelas. Ya sabes, de esas que hacen volteretas como si se cagaran en la ley de gravedad.

—¿Y?

—Nada. Que la chica ya era mayor, pero seguía siendo menudita como si todavía fuera a la escuela. O sea. ¡Qué te voy a explicar! Algunos se dejaban una fortuna por meterse en la cama con una escolar.

—Ya, y la bestia se rindió antes sus delgados encantos…

—Más, dicen que el imbécil se la robó a los rusos, y los tipos están que arden.

No sé si fue por la cocaína o por el instinto, pero de pronto supe:

—Cavalcanti, me estás haciendo un cuento chino. Por tu descripción esa es la rusita que apareció muerta en la playa, violada y estrangulada.

Me miró con ojos duros:

—¿Y qué si es esa? Los rusos buscan a Delgado, y yo se lo voy a dar.

—¿El grandote se la cargó?

—El grandote tiene una obsesión con las mujeres flaquitas y con ojos orientales.

—No es suficiente.

—¿Desde cuándo eres juez?

—¿Yo qué gano?

—Ahora nos entendemos —dijo, y mencionó una suma que para mis bolsillos sedientos era exorbitante.

—Te voy a ser sincero, Cavalcanti: lo voy a buscar, pero no quiero saber nada con los rusos.

—Eso es ser razonable.

—Lo voy a buscar, pero, cuando sepa dónde está, ¿qué hago?

Seguramente sabía cómo iba a terminar esa conversación, porque metió la mano y sacó una tarjeta con un número de teléfono.

—Me vas a encontrar a cualquier hora del día. Me dices dónde está y te olvidas. Esta conversación no existió nunca.

—¿Por eso solo me van a pagar?

—Lo juro por mi santa madrecita. Más te digo, para que veas que no te hago el cuento, el dinero lo pongo yo. Tengo algunos negocios con los rusos y no quiero joder la relación. Hay que ser generoso en las inversiones para que las moneditas se multipliquen.

—Cavalcanti… —dije, sinceramente—, nunca me resultaste tan sospechoso como ahora.

—Muchacho —me contestó, con piedad—, cualquiera que llega a viejo es sospechoso. Creía que ya lo sabías.

Tuvimos que interrumpir la conversación porque Paty se nos sumó un instante y, antes de perderse rumbo a la calle, puso ante mi mano una servilleta con un número de teléfono garrapateado y una foto que seguramente había arrancado de la pared:

—Los argelinos que buscan a su niña perdida ofrecen una recompensa. Yo no traicionaría a nadie, pero vosotros sois de otra madera. Apuntan a un gigante con cara de gilipollas que me parece que es amigo vuestro. Si sabéis dónde está… yo no quiero enterarme.

La muchacha de la foto también tenía los ojos rasgados.

Recogí el número, solo para ver como Cavalcanti me guiñaba un ojo y movía la cabeza en una negación, al tiempo que se señalaba el pecho con el pulgar:

—Primero yo —dijo.

Fue en ese momento en que recordé al flaco vendedor de cerveza fría, hachís y cocaína bajo las tres chimeneas. Por eso a la mañana siguiente retornaba a la plaza donde ruedan los skaters de media Europa, y el flaco no tardó en aparecer.

Repetí la pregunta y doblé el soborno, para recibir la misma respuesta y un gesto que apuntaba a Montjuïc. Entonces entendí que no se refería al cielo cuando dijo: «Se fue para arriba», y me quedé mirando la falda de la montaña que crecía verde un poco por detrás de los edificios.

El Monte de los Judíos tiene, en la cima, un fuerte militar donde se sacan fotos los turistas, y laderas cerradas en árboles y arbustos. Laderas que desde siempre son refugio improvisado de drogadictos e inmigrantes más pobres que las ratas. De tanto en tanto la policía hace una redada y los corre, pero los refugios vuelven a aparecer, como hongos después de la lluvia.

Dejé atrás la civilización y trepé jugado a mi suerte. Nunca había estado allí, y mi otro yo me decía que entraba donde anida la rabia.

Estaba transpirado y con las rodillas hechas polvo, cuando tropecé con un albergue montado con plástico de bolsas, telas rescatadas de la basura y ramas burdamente entrelazadas.

No sé cuántos había bajo ese techo, pero el olor a suciedad vieja, a cuerpos sin bañar, ahogaba toda respiración.

Apenas hablaban español y, superada la primera sorpresa, me ofrecieron por poco dinero los favores de una niña que, con suerte, tenía doce años. Ante mi negativa le bajaron los pantalones al niño de ocho, pero al ver mi gesto de asco se conformaron con pedirme cigarrillos.

Perdido por perdido seguí subiendo. ¿Cómo iba a encontrar a Delgado, si era imposible saber si los refugios eran pocos o muchos? Arboles y accidentes del terreno me los ocultaban, y tropezaba con ellos sin tiempo para precauciones. Pronto me di cuenta de que si no abandonaba me darían una puñalada.

No lo hubiera logrado nunca a no ser por el hombre calmo.

Lo llamé de esa manera porque, desde el momento en que se materializó en el verde de las malezas, me dio la impresión de que estaba más allá del bien y del mal.

—¿Puedo ayudarlo? —dijo—. Este lugar puede ser muy desagradable para las visitas inesperadas.

Lo observé y me dejó hacer. No sonreía, pero sus ojos autorizaban la inspección y empujaban a confiar. Eso fue lo que hice.

—Estoy buscando a un hombre que se ha metido en un lío gordo. Si lo encuentro a tiempo tal vez sirva de algo.

El hombre calmo tenía labios finos, de monje, y un leve acento extranjero que no lograba precisar.

—¿Sabe cómo se llama?

—Le dicen Delgado, o el Delgado.

El hombre cabeceó un asentimiento:

—Sé quién es. Aquí conozco a todo el mundo… y me ocupo de que los problemas de uno no hundan al resto; pero aún no me ha dicho nada que justifique que lo ayude.

—Hay una «morita», argelina, que se fugó de la casa y puede que la hayan visto con él. Musulmanes argelinos, ya me entiende.

—Sí, lo entiendo… Se ha metido en un lío de lo peor, el paisano.

—¿Usted es…?

—Pongamos que de algún sitio de los Balcanes, que cambia de nombre a cada rato. Sígame —dijo, y comenzó a subir la ladera.

Avanzaba rápidamente, con la economía de movimientos de los tigres, o a los soldados.

Intenté un par de preguntas, pero su silencio y el jadeo de mis pulmones me acallaron enseguida.

El refugio de Delgado era una tienda de campaña, verde, de los rezagos del ejército.

El hombre calmo la abrió como si para él no fuera necesario anunciarse y entramos agachando la cabeza.

La chica, la morita, estaba preparando té en un hornillo de alcohol y nos miró muerta de miedo.

Delgado no hizo ningún gesto, y siguió sentado sobre un saco de dormir camuflado. Se me hizo evidente que confiaba en el hombre calmo, y que en la tienda solo podía caber sentado o acostado.

Entonces el hombre calmo se puso en cuclillas y comenzó a hablar en una lengua que me resultaba ininteligible, con la cadencia adormecedora de los domadores de fieras.

Habló un rato largo, y pude ver como la cara de Delgado se inundaba de pena. Hasta que los diminutos ojos azules se le llenaron de lágrimas, cuando hizo un esfuerzo por explicarse, señalando a la chica con un gesto cansado. Fueron dos o tres frases breves, entrecortadas, pero suficientes para que el hombre calmo inclinara la cabeza como si necesitara reflexionar.

Luego volvió a hablar, pero ya con un tono distinto. De orden. De orden que no se puede desobedecer, que cerró volviéndose a la chica:

—Toma tus cosas y vete. En tu casa te están esperando.

—No me quieren… —dijo ella, a punto de echarse a llorar.

Hizo un gesto de refugiarse en Delgado, pero el grandote la apartó y le susurró algo que debió de ser definitivo, porque ella bajó la cabeza y, sin recoger nada, se fue sin volver la vista atrás.

—Ya está —dijo el hombre calmo—. Lo acompaño en la vuelta, para que no se pierda.

Casi al final del camino me torcí un pie y él me permitió un descanso, que aproveché para saber:

—¿Me puede explicar qué coño hacía la morita con Delgado?

—Está embarazada, y tiene miedo de la familia.

—Claro, a Delgado le gustan delgaditas achinadas…

—Se equivoca. Delgado, como usted lo llama, está incapacitado para tener relaciones sexuales.

—¿Qué me cuenta?

—La verdad —dijo. Y como si algunas cosas fueran lo más natural de la Tierra, desgranó la historia del grandote que asustaba cuando decía, sin venir a cuento: «Ah, el delgado encanto de la mujer china».

Había sido soldado, hoy no tengo claro si serbio, croata o alguna otra cosa, cuando en aquella parte del mundo se volvieron todos contra todos. Era combatiente en una de las tantas partidas que hacían una guerra sin mandos, donde el enemigo era hasta ayer el mejor vecino.

En una incursión habían masacrado varias familias musulmanas y, como era costumbre no discutible, habían violado hasta la muerte a una joven, casi una niña. Dar y tomar era la única regla de ese juego de masacre.

Y los que dieron, tomaron, porque pocos días más tarde caían en una emboscada con un único sobreviviente, el Delgado. Entonces, una mujer, tal vez hermana o madre de la chica muerta; una mujer con sus mismos ojos rasgados y el cuerpo de junco, se vengó en Delgado.

Fueron dos días hasta que lo dejaron por muerto. Antes de eso las agujas y las afiladas astillas de leña hicieron un puercoespín con su cuerpo. Las tenazas y las patadas arrasaron con sus dientes. Y con una pinza, o un cascanueces, la mujer le trituró los genitales.

Nunca más, el que aún no se llamaba Delgado, volvería a ser un hombre completo.

—Ya ve… sobrevivió para cargar su cruz por este mundo —dijo el hombre calmo, y me dio la espalda para perderse entre los matorrales—. Desde aquí puede seguir sin compañía.

Le creí la mitad de lo que me había dicho, porque no terminaba de convencerme y porque no me iba a estropear un buen negocio. Por eso hice las dos llamadas. A Cavalcanti y a los argelinos. Con mi información no les iba a costar trabajo encontrar la tienda.

Después tuve miedo, y me lancé en una carrera cuesta abajo, de la que salí a las calles, a la otra ciudad, con un par de desgarrones en la ropa y arañazos en las manos.

Fue como llegar a un país desconocido. Tuve un ataque de extrañeza cuando me crucé con tres rubias inglesas, o alemanas, que paseaban sus carnes jóvenes con pasos elásticos. Y terminé de confirmar que había traspasado la frontera al ver el primer grupo de chinos o japoneses cruzando un semáforo con trote de pájaro y ávidos ojos de turista.

Los rusos llegaron primero. Salió en todos los diarios. En un bolsillo del gigante acribillado se encontró una foto de la gimnasta rusa, y la policía pudo dar por cerrado el caso. El tipo era un demente y se llevó al silencio también la violación y muerte de la mujer china.

Cavalcanti cumplió su promesa y pagó hasta el último céntimo, pero ya no volví por el Clavié, me atormentaba un posible encuentro con el fantasma de Delgado. Tampoco pude saber que sucedió al fin con la morita embarazada. Solo que cuando me encontré con Paty me escupió a la cara, y nunca más me dirigió una palabra.

 

  • Raúl Argemí
    Argemí, Raúl

    Raúl Argemí (1946) escritor argentino, actualmente radicado en su país de origen luego de doce años en España. Su obra ha ganado diversos premios, el Hammett entre ellos, y se ha traducido al francés, italiano, holandés y alemán.

    Nacido en La Plata, provincia de Buenos Aires, Raúl Argemí se dedicó tempranamente a las artes escénicas como autor y director teatral. A comienzos de los años 70 participó de la lucha armada en Argentina.

    Pasó los años de la dictadura genocida encarcelado y, tras el regreso de los gobiernos democráticos recuperó la libertad. En ese momento comienza a hacer periodismo, actividad que nunca abandonó. Fue jefe de Cultura y director de Claves y colaborador en la Edición Cono Sur de Le monde diplomatique. En 1986 se traslada a la Patagonia, donde trabaja en la prensa regional. La fuerte impronta del paisaje de esta región lo atrapó: la mayoría de sus novelas tienen a la Patagonia como escenario.

    En 2000 se traslada a España, país en el que su carrera de escritor da un salto y publica asiduamente novelas, muchas de ellas resultado de largos años de elaboración en La Patagonia. De la mano de sus libros, comienzan a llegar premios y traducciones para países de Europa.

     

    Obra:

    • El gordo, el francés y el ratón Pérez (Novela), Buenos Aires, 1996. Catálogos. Traducida al francés: Le gros, le français et la souris. 2005. Rivages/Noir. Editada en digital por Sigueleyendo, en edición revisada por el autor. 2013. Los muertos siempre pierden los zapatos.(Novela) Sevilla, 2002. Algaida.
    • Negra y Criminal. Barcelona, 2003. Zoela. Novela escrita entre 12 autores: Andreu Martín, Alicia Giménez Bartlett, Francisco González Ledesma, Jaume Ribera, entre otros.
    • Penúltimo nombre de guerra. (Novela), Sevilla, 2004. Algaida. Premio Dashiell Hammett 2005, XIII Premio Internacional de Novela Luis Berenguer, Premio 2005 Brigada 21 a la mejor novela original en castellano, Premio Novelpol 2005, Premio Hammett 2005.
    • Patagonia Chu Chu. (Novela), Sevilla, 2005. Algaida. VII Premio de Narrativa Francisco García Pavón.
    • Siempre la misma música. (Novela) Sevilla, 2006. Algaida.
    • “Otra visión crítica de Argentina” (Ensayo), publicado en el volumen Entre la violencia y la reparación/ Estudios interdisciplinarios sobre procesos de democratización en Iberoamérica, editado por Edition Tranvía- Verlag Walter Frey. Berlín, Alemania. 2008
    • Retrato de familia con muerta. (Novela) Barcelona, 2008. Roca. Premio L'H Confidencial 2008
    • La última caravana. (Novela) Barcelona, 2008. Edebé.
    • Matar en Barcelona, antología de relatos policiales sobre casos reales ocurridos en diferentes épocas. Publicada Alpha Decay, España, 2009. Participa con el relato “El librero del ángel negro”.
    • La verdadera historia de Gretel y su hermano versión negra del relato Hansel y Gretel, publicado en la colección digital BICHOS de Sigueleyendo 2011.
    • Barcelona noir, antología de relatos policiales con varios autores, publicada en inglés por AkashicBooks, EE.UU. 2011. Participa con el relato “El delgado encanto de la mujer china” (The slender charm of chinese women).
    • Pepé Levalián: El ladrón de paraguas. (Novela) Primer libro de la serie para niños entre los 8 y los 12 años, por Anaya, España, 2011.
    • Pepé Levalián: bandidos y dragones. (Novela) Segundo libro de la serie para niños entre los 8 y los 12 años, por Anaya, España, 2011.
    • El ángel de Ringo Bonavena (Novela) EDEBé, 2012.
    • En la frontera. Colección de relatos propios publicado en formato digital por Sigueleyendo, en 2013.
    • Asesinatos profilácticos, antología editada por Ediciones Irreverentes, en la que participa con el relato “Los asesinos (Remaque Hemingway)”, 2012.
    • Lava negra, antología de autores de Hispanoamérica, editada por Verbum en 2013, en la que participa con “Un pobre gato”, 2013.
    • El sexo, la muerte y Caperucita Roja, trilogía negro erótica publicada por Audiomol en audiolibro.
    • A tumba abierta (Novela), Navona (España) 2015.
    • El Jhonny. (Relato) Antología “Los bárbaros noir”. EEUU, Argentina. 2019.
    • Dos ciegos para Bairoletto. (Relato) Antología “Borges negro y criminal”. Edit. "Revolver", Argentina. 2019.