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Año 8 #89 Marzo 2022

Sombras rusas

Mariposas

Capítulo de Sombras rusas, Blatt & Ríos, Buenos Aires, 2017.

 

Hay de todos colores: con alas turquesa de bordes dorados y verde esmeralda con círculos fucsia que tienden al violeta; hay una azul cobalto con destellos plateados y óculos de un rojo que, hacia el ápice, tiende al magenta. Hay una de plumas anaranjadas y nervaduras azul intenso y a su lado otra completamente amarilla, en un tono que de tan luminoso emite brillos verde claros. A un mismo tiempo, todas las mariposas dan una vuelta al ritmo del rock ruso acaramelado que sale escupido de los altoparlantes. Una se me acerca y veo el reverso de sus alas. En la superficie aterciopelada hay una mancha que parece la gota de un líquido denso, de tal misteriosa perfección que la nervadura que la cruza se desvía ligeramente al atravesarla. Las mariposas vienen y van, revoloteando con sus alas en una danza simétrica, hipnótica. Son bailarinas rusas de piernas largas y flacas como patas de lepidópteros.

Las alas están revestidas de plumas que nacen en un corset de escamas adherido al tórax con nervaduras negras y ribetes dorados. Los bustos de las bailarinas se mantienen peligrosamente dentro de las canastillas rígidas del corpiño y bailan a un ritmo diferente que el de sus cuerpos, saltando de un lado al otro, como si se negaran a formar parte de la coreografía. Los ojos, ampliados por el maquillaje, son enormes, como ojos de mosca. En las caras inmóviles, inexpresivas, con sonrisas mecánicas que consisten en la mera exposición de dientes blancos, sólo las pestañas postizas se mueven siguiendo el ritmo de la música.

Es nuestra primera noche en Moscú y aquí estamos, rodeados de mariposas gigantes en un cabaret de moda que, según Lars, es el súmmum elevado al cubo de la movida en la Nueva Rusia. Un cartel de luces que se prenden y se apagan nos recibió a la entrada, centelleando rojos en el cielo de Moscú: AVANTGARD. Y yo que pensaba que la vanguardia rusa era otra cosa: pósters revolucionarios, poesía de Maiakovski, moda funcional para trabajadores de cuerpos fuertes, deportivos y sin adornos que dan su vida para el bien de la Patria Obrera, que viven en edificios racionalistas de cocinas comunitarias y que procrean niños sanos para seguir construyendo la comunidad socialista del futuro.

Ina, una periodista de Alemania Oriental –no le gusta que le pregunten de qué Alemania viene–, señala con la cabeza a la mesa vecina. Cuatro rusos vestidos con trajes caros miran borrachos a las bailarinas, con el aburrimiento del que ya ha visto mucho y del que tiene la billetera llena.

—Son trajes de Armani –me aclara Ina–. Dejan las etiquetas en el puño para que se vean.

Con un movimiento mecánico parecido al de las mariposas, los cuatro, a un mismo tiempo, dejan sus copas sobre la mesa y sacan dólares y algunos manojos de rublos de sus billeteras. Cuatro mariposas se acercan rápido a la mesa revoloteando sus alas, abrazando con ellas a cada uno de los tipos, que les meten los billetes entre las nervaduras del corset. Ina le da un codazo a Dorota, la otra nueva corresponsal de la agencia que llegó unos días antes que nosotros.

—Son bisnismeni –aclara Dorota–, “hombres de negocios” o nuevos ricos. Les dicen también novi richi. Todos mafiosos.

Ina y Dorota se ríen a carcajadas y toman champagne. No sé muy bien de qué se ríen, porque a mí todo me parece decadente. En la mesa de los mafiosos hay cuatro botellas de champagne francés vacías. Un mozo vestido de smoking como un pingüino les trae la quinta botella. Pregunto a Lars por qué no se lleva las botellas vacías.

—Hay que demostrar –me explica–. Cada botella cuesta cien dólares.

Lars pide otro champagne al mozo. Hace menos de media hora que estamos aquí y ya gastamos doscientos dólares. Al parecer, soy la única indignada por la decadencia de Rusia. Lars y Jan están enfrascados en una charla sobre los pro y los contra de alquilar una vivienda oficial o buscar un piso en el mercado libre, mientras Ina y Dorota admiran, critican y destruyen por igual a las mujeres-mariposa.

—La azul es la más linda, si no fuera porque tiene tetas demasiado grandes –dice Ina y revolea su busto chiquito, en punta y libre de corpiño bajo la blusa de gasa blanca.

—Mirá las patas de la anaranjada. ¡Tan flaca y con celulitis! –dice Dorota.

Trato de no distraerme con la conversación de las alemanas. Lo que realmente me interesa es lo que cuenta Lars. Él es de la idea de que nos quedemos con su piso oficial de tres habitaciones cerca de la estación Bielorrúskaia, donde estamos parando estos días. Cuando nació la beba, su mujer –que odia Rusia y a las rusas en particular– se quedó en Alemania. A Lars el departamento le quedó grande y decidió mudarse a otro piso, de dos habitaciones, sobre el Kutúsovski Prospékt, donde vivía el anterior jefe, en el mismo bloque de viviendas y oficinas donde está ubicada la redacción. Ahora lo están remodelando para él, que lleva aquí una vida de soltero y de flamante director de la agencia.

Lars tiene treinta y tres años y aunque no tiene título universitario hizo una carrera estrepitosa: aprendió ruso en la calle y en las camas de Moscú y San Petersburgo, fue testigo del intento de golpe a Gorbachov en agosto de 1991, estuvo sobre el tanque en el que Yeltsin dio el histórico discurso contra los golpistas. Desde ese momento se convirtió en uno de sus más fieles admiradores. Cuando Jan me contó que Lars era hijo de un camionero de ascendencia polaca y que su caso era más bien raro en la agencia, me cayó inmediatamente simpático. Lo que no me cae tan simpático es que trate de convencernos de mudarnos a su piso, ubicado en un bloque de edificios controlados por el Estado y donde viven únicamente extranjeros, con teléfonos pinchados y guardia armada en la puerta.

Jan le explica a Lars que soy arquitecta, que nos gustan los pisos antiguos y que nuestro plan es remodelar uno, en lo posible céntrico. No queremos vivir como presos de lujo, controlados por soldados armados con Kaláshnikovs y vigilados hasta en los sueños.

—Queremos vivir entre rusos –dice Jan.

Lars mira primero a Jan, después a mí y otra vez a Jan, como si nos hubiéramos vuelto locos.

—No saben a lo que se exponen –dice.

La música se hace cada vez más intensa, las mariposas se acercan a las mesas bailando. Dorota e Ina están un poco borrachas y se ríen todo el tiempo. Ellas también creen que deberíamos mudarnos al departamento de la Bielorrúskaia.

—Pero si insisten con la idea de vivir entre rusos –dice Dorota– yo estaría encantadísima de quedarme con el piso de Lars.

Antes de viajar a Moscú, Jan me había hablado de Dorota. Estudió eslavística en Hamburgo, tiene fama de yuppie, trepadora e histérica. Cuando Jan le contó a su padre que él no era el único corresponsal nuevo en Moscú sino que también habían nombrado a una colega mujer, el padre le preguntó, en un tono que Jan no le conocía de antes:

—¿Y esa Dorota?, ¿es peligrosa?

Jan, desorientado, me preguntó más tarde:

—¿Qué habrá querido decir mi padre con ‘peligrosa’?

Ahora Dorota está tan borracha que lo único que me parece peligroso es que se caiga al piso o encima mío. Ella insiste en que el departamento de Lars es fantástico, tan cerca de la torre de televisión, tan práctico para ir a las conferencias de prensa que se hacen ahí. No tenemos nada en contra de que ella ocupe el piso de Lars. Dorota salta en la silla y grita contenta.

—De todas maneras –digo– todavía tenemos que decidirnos. No está claro si nos vamos a mudar a Moscú.

Todos, incluso Jan, se quedan callados y con la vista fija en la mesa.

Para cortar el hielo, Lars propone otra botella de champagne –van trescientos dólares– y sin esperar respuesta llama al mozo. Pienso en las pobres abuelitas rusas con sus abrigos de guata azul que con este frío y a esta hora de la noche están paradas en la entrada del cabaret, vendiendo cigarrillos. ¿Cuántos meses vivirían ellas con trescientos dólares?

Las mariposas con los corsés llenos de billetes desaparecen por una puerta lateral. Se escucha una voz femenina acaramelada cantar rock ruso a todo volumen. Llega la tercera botella de champagne. En la mesa de los mafiosos hay cinco botellas vacías y una nueva de vodka. El mozo cambia las copas por vasitos que los tipos beben a la rusa, de un solo trago.

Tomo un sorbo de mi copa y siento náuseas, como si el vodka de la otra mesa se hubiera mezclado con mi champagne. Lars y Jan hablan de temas prácticos, de tiempos de trabajo y vacaciones, de viajes de servicio y de si será necesario o no hacer un viaje a Chechenia o a Afganistán. Ina y Dorota hablan de revistas femeninas de moda alemanas, Brigitte, Klaudia o Vogue, que en Moscú se consiguen solamente en no sé qué hotel cinco estrellas.

No puedo dejar de pensar en las abuelitas, en el frío que deben estar pasando con sus abrigos de guata. Yo también tengo un abrigo de guata azul. No fue nada barato. Lo compré en Hamburgo, en una casa de diseño danés minimalista. Cuando me lo probé, pensé que sería el abrigo ideal para mi primer viaje a Rusia, para mimetizarme con la gente. A toda costa quería evitar llamar la atención, que no me confundieran con la típica extranjera del mundo rico y capitalista. Pero me equivoqué, el capitalismo parece haber llegado mucho antes que yo a Rusia para instalarse de una manera despreocupada y salvaje. En los lugares adonde fui con mi abrigo de diseño escandinavo los de seguridad me miraron raro: ¿una extranjera que no usa abrigos de piel? También aquí me miraron torcido en la entrada, pero nos dejaron pasar después de que Lars sacara un billete de su bolsillo. Mi abrigo danés minimalista y caro está ahora en el guardarropas y yo pienso en él. Me gustaría tenerlo puesto, meter las manos en los bolsillos, sentirme abrigada. E irme de aquí.

Mi mano en el bolsillo del pantalón acaricia la chapa con el numerito que me dieron en la entrada. Tengo el impulso de levantarme de la mesa, buscar mi abrigo y escaparme, salir al frío de la calle, darle a las abuelitas los rublos que cambiamos en la agencia y desaparecer, de este lugar que es una postal degradada y estúpida de Rusia. Rusia, me imagino, debe ser otra cosa. Rusia está en otro lado, pero no aquí.

Le digo a Jan en español que voy a salir a respirar aire fresco. Me mira asustado. Él sabe que cuando algo no me gusta me voy, no importa si se trata de una fiesta con colegas, mi propio casamiento o de una cena con la reina de Inglaterra.

—Aguantá una hora más –me pide en español–. Es nuestra primera noche en Moscú. No quiero que mis futuros colegas se ofendan.

—¿Futuros colegas? ¿Ya te decidiste?

—Por supuesto que no. Vamos a decidir juntos. Pero por favor, quedate un ratito más.

Me quedo un ratito más. Se escucha un estruendo y las mariposas multicolores vuelven al salón haciendo equilibrio sobre los zapatos de tacos de aguja de quince centímetros, a un paso decididamente militar. Se sacaron las alas y ahora sobre los corsés tienen unas camperas soviéticas con estrellas rojas. Abren y cierran las camperas como si tuvieran mucho calor, aleteando, quizás por la costumbre de llevar alas. Con un acorde propio del Ejército Rojo, como si anunciaran la llegada de tanques, las mariposas sin alas se sacan las camperas todas al mismo tiempo y las tiran por el aire. Tienen mucha menos ropa que antes, menos plumas, si eso es posible.

Los bisnismeni de la otra mesa se despiertan de su letargo alcohólico. Ina y Dorota también se despiertan. Abren mucho los ojos y miran la danza de las mariposas semidesnudas, los focos de luces azuladas, blancas y rojas en los mismos colores de la bandera de la Federación Rusa. Las luces se prenden y se apagan y se ve un hombro por aquí, un muslo por allá, una espalda por acullá. Parece que va a producirse un striptease colectivo –al menos algo colectivo– porque las mariposas se sacan los pedacitos de ropa que les quedan en los cuerpos y ahora parecen libélulas despatarradas.

Se escuchan graznidos masculinos. Un cliente gordito de otra mesa se saca el saco. El ruido y la música a todo trapo ya son insoportables. Lars y Jan, desentendidos de lo que pasa en el escenario, hablan al oído, a los gritos, de cuestiones técnicas. Escucho partes de la conversación sobre sueldos y declaraciones de ingresos. Dorota se sirve el último sorbo de champagne y su cuerpo se tambalea sobre la silla hacia mi lado.

Me levanto de la mesa. Lars me mira y me sonríe. Con señas me dice que los baños están a la izquierda de la entrada. Jan mira asustado.

—No te preocupes –le digo–. Nos vemos en un rato.

Me mira desconfiado y después sigue hablando al oído de Lars, concentrado en averiguar todo sobre nuestro improbable destino en Rusia.

Tengo las manos en los bolsillos de mi fiel abrigo de guata azul. Siento el aire helado de la calle en las mejillas. Las abuelitas a los costados de la entrada ni siquiera me miran. Sigo de largo y llego a una avenida de edificios dormidos, apenas se ven algunas luces.

Son las dos de la noche y tengo todo Moscú para mí. Las náuseas que sentía en el cabaret se esfumaron con el frío. Camino a paso rápido, segura, con la vista en el suelo, sin prestar atención a las sombras que pasan a pocos metros de distancia. Así, sin conocer la ciudad, camino durante más de una hora por calles y avenidas estalinistas vacías, tratando de recordar el camino de vuelta a la casa de Lars. Por suerte me oriento bastante bien: veo el edificio blanco como una torta de casamiento de la estación Bielorrúskaia, iluminado como un arbolito de navidad.

Cruzo la avenida en dirección a la calle donde vive Lars, pensando que me gusta esta ciudad de contrastes. Y cuando estoy en medio de la calle desierta, digo “Moscú” en voz alta. Escucho el eco que viene a mí desde el fondo de la oscuridad: “Moscú”. Sí, suena fuerte. La decisión está tomada.

 

* * *

 

Lars organizó una fiesta para que conociéramos a sus amigos rusos y para presentarnos a algunos periodistas extranjeros, corresponsales de prensa y televisión, fotógrafos y camarógrafos. Los rusos llegaron temprano, puntuales. Todos, casi sin excepción, estaban en pareja. Picaron algo, tomaron té y tomaron una copa de vino. Después de una hora se disculparon por no poder quedarse más tiempo. Habían dejado en casa a los chicos, solos o con las bábushki, las abuelitas. Al día siguiente tenían que levantarse temprano para ir a trabajar.

Más tarde llegaron los otros invitados: alemanes, finlandeses, italianos, noruegos, ingleses y una norteamericana que vino borracha y casi se cae por el balcón. Salvo una pareja de corresponsales alemanes, los extranjeros eran todos solteros y sin hijos.

Charlé con Sonia, una periodista del Primer Canal de la televisión alemana que recién había estado en Chechenia con su equipo. Después se me acercó una periodista alemana que había estado hablando con Jan. De la nada empezó a contarme que Rusia es el mejor país en el mundo para tener niños.

—En Moscú puedes conseguir una ñaña por muy poco dinero –me dijo.

Me habló tanto tiempo de niños que empecé a sospechar de Jan. ¿Qué le habría estado contado a la alemana?

Fui al balcón para armarme un cigarrillo. Había estalactitas de hielo que colgaban desde el balcón de arriba. Sentí frío y volví a entrar para buscar un pullover. Y cuando abrí la puerta de la habitación donde estaban los abrigos de los invitados, tirados sobre nuestra cama doble, me pareció que algo se movía. Era una pareja de rusos que se había quedado a la fiesta y festejaba a su manera bajo la montaña de abrigos.

No sé en qué idioma me disculpé. Cerré la puerta con cuidado. En la cocina, las tablas del piso también se movían al ritmo de la pareja. Lars me explicó:

—No los juzgues mal, Lili. Dasha y Oleg son amigos míos. Están casados desde hace más de diez años, viven en un piso de un ambiente en las afueras de Moscú, con sus dos hijos. ¡Es tan difícil para los rusos tener un poquito de privacidad!

 

  • Liliana Villanueva
    Villanueva, Liliana

    Liliana Villanueva nació en Buenos Aires. Vivió nueve años en Alemania y cuatro en Moscú. Es doctora en arquitectura por la Universidad de Darmstadt, fue corresponsal de prensa en Rusia y tiene una columna sobre escritura en Radio Uruguay. Obtuvo el Premio Míkel Esseri de crónicas de viajes (País Vasco, 2011). Por su crónica “La idea del frío” recibió el Premio Osvaldo Soriano de Relato (Facultad de Periodismo y Ciencias Sociales de La Plata, 2013). En 2016 obtuvo el mismo premio por su crónica “El hielo vive”. Su libro Las Clases de Hebe Uhart (Blatt & Ríos, 2015) recibió el Premio del Lector de la Fundación del Libro de Buenos Aires en 2015. Actualmente vive entre Buenos Aires y Berlín.