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Año 9 #98 Diciembre 2022

Una bolsa negra de residuos

Harto. Estaba harto de esperarlo.

Pendejo de mierda.

Y tilingo. Además, tilingo.

Al Quemado le gustaba la palabra tilingo, le sonaba a campanitas. La usaba su abuelo cuando hablaba del 17 de Octubre. El viejo había nacido en la Navidad del 40. Todavía faltaban seis veranos para la muerte de su madre, y para que él bajara solo —travesía que nunca contaba— a una villa de la zona norte de Buenos Aires. Así que cuando se armó, cuando la negrada rescató al coronel Perón, apenas tenía cinco años y todavía vivía en un rancho en el Chaco. No había visto nada el viejo, pero lo contaba como si hubiera caminado desde la Ensenada proletaria hasta el hospital Militar.

Estaban los descamisados y los tilingos, sintetizaba. El viejo, que se había aporteñado como el que más, también usaba otra palabra: cajetillas. A tilingos y cajetillas el Quemado se los imaginaba como tipos con mucha teca. Y bueno, el pendejo ese era tilingo y cajetilla. Y un engrupido, además. Y un careta.

El pendejo nunca hablaba de dinero, y solo los que siempre tuvieron morlacos de sobra no hablan de la teca. El Quemado no tenía dudas de que el pendejo estaba forrado; por sus manos, por las palabras que usaba, porque nunca lo había visto desesperado sin un vento. Ahora que lo pensaba bien: nunca lo había visto desesperado por nada. Ni por merca, ni por minas, por nada.

El pendejo había entrado hacía un mes. El Walter le había dicho que iba a trabajar con él, que le enseñara. El primer día quedaron que lo pasaba a buscar por Crámer y Juramento. Cuando pasó, el pendejo estaba con una negra de la puta madre, colombiana o cubana, no sabía; la mina tenía unas tetas y un culo que le volaron la cabeza. Eso le gustó del pendejo, que fuese minero, como él.

En realidad, no tenía mucho para quejarse. El pibe acataba todo lo que le decía, y hablaba poco, solo lo imprescindible. Cuando iban por la recaudación, esperaba calladito y concentrado. No como el Chispa. Todavía recordaba la vez que fueron a ver a un punto de la villa del Bajo Flores, el Chispa quedó de campana, pero le dio por levantarse una pendeja que estaba tomando cerveza con las amigas, llegaron los rastis y el nabo ni enterado.

El problema era que el pendejo llegaba cuando quería, y eso al Quemado lo tenía mal. Porque había jerarquías, y el que llega último es siempre el de arriba.

Y ahora, que hay que dejarle toda la teca del mes al Navaja, lo tengo que esperar. Yo lo tengo que esperar. A él. A él que recién entró y es raso. Se ve que en las familias de guita los pendejos hacen lo que quieren, a ver si yo le iba a hacer eso al viejo, me partía la cara de un cachetazo.

El Quemado tenía veinticinco años, tres de los cuales se hospedó en una penitenciaría. Entre los diecinueve y los veintidós. En tantos robos había participado, lo terminaron engayolando por uno en el que no tuvo nada que ver. No se defendió, no podía sin mandar en cana a los de La Cava. Y si lo hacía estaba muerto, así que no dijo nada.

Había empezado a consumir a los diez y, como indicaba el apodo que le puso uno de sus primeros jefes, un sargento de la bonaerense apellidado Carrizo, sus neuronas solían tener algunos contratiempos, unos baches que se le hacían notorios en el habla.

Tengo que ponerlo en caja. Otra frase del abuelo. ¿Qué tendrán que ver las cajas? Tomó el celular y escribió: «espera me valbin y qesada 11 ycuarto». Enviar.

El abuelo del Quemado seguramente no era su abuelo. Ni el viejo chaqueño ni su supuesto nieto jugarían una moneda al parentesco. Nadie vio nunca ni al supuesto hijo del viejo. Así que cuando murió —mientras él cumplía su segundo año en la cárcel— no le quedó nadie. Solo como perro malo.

Fue a la oficina de Walter para decirle que iba a dejarle el paquete al quía. Walter estaba hablando por teléfono.

—No nena, te digo que no. No es como vos decís…

El Quemado le hizo un gesto con la mano que quería decir que se iba. Walter se dio cuenta de su presencia, levantó las cejas preguntando qué quería.

—Voy para lo del quía —le dijo el Quemado.

—Negrita, si no querés busco a otra, vos te lo perdés.

El Quemado se dio vuelta para irse, pero dudó si su jefe había entendido, y giró para observarlo una vez más. Walter vio los ojos vidriosos del Quemado y volvió a preguntarse qué mierda quería ese pesado.

—Pero Eli, ya sé que sos…

El Quemado se quedó suspendido, mirándolo, y Walter, que solamente deseaba que se fuera, hizo un ademán indefinido con una mano. Después su mente fue reclamada muy lejos de allí, en otra galaxia donde se encontraba la negrita Eli, menuda ella, pero todo pólvora.

—… te digo que sí, amor.

—De camino paso por el pibe —se despidió el Quemado.

Walter no podía pensar en nada que no fuera Eli; en otras circunstancias se hubiera dado cuenta de que el Quemado había dicho «voy para lo del quía», pero en ese momento por fin la Eli aceptaba su propuesta. Mientras el Quemado cerraba la puerta, Walter abrió el cajón y se cercioró de que la merca estaba donde debía estar.

—La vamos a pasar de puta madre, Eli, te prometo que va a ser de lujo. Además, el tipo es un empresario, tiene lo que quieras. Siempre lo mejor, imaginate.

El Quemado se subió al auto y enfiló para donde debía recoger al pendejo. En Crámer dobló por Olazábal, y después de una cuadra tomó a la derecha por Balbín. A treinta metros del cruce de avenida Congreso el semáforo se puso en amarillo, no iba rápido pero ya no podía frenar a tiempo, así que aceleró. Recién cuando estaba por la mitad de la bocacalle el semáforo encendió su luz roja. Pasaba mal, pero no tan mal. Su mente recordó las indicaciones que siempre le decía el Walter: «Manejá despacio cumpliendo todas las normas: a nosotros no nos pueden parar por una boludez».

Desgraciadamente el taxista se adelantó. Manejaba un Corsa viejo que tenía el baúl hundido y al que la correa del ventilador le chirriaba. Los testigos aseguraron que cruzó un segundo antes de lo debido. Así fue. La negligencia del taxista sumada a la del Quemado fue fatal. La trompa del taxi golpeó el guardabarros trasero izquierdo del Renault Logan negro. El Quemado no logró controlar el vehículo, que dio un trompo y, después de golpear contra un quiosco de diarios, volcó quedando posado sobre su techo. El golpe en el esternón fue tan violento que el volante quedó incrustado en su cuerpo, el desgarro transversal de su arteria aorta produjo una hemorragia masiva.

Mientras tanto, el pibe esperaba en la esquina de Balbín y Quesada, a cien metros del accidente; escuchó el estrépito pero no malició nada y siguió leyendo la historieta. A los segundos vio gente que corría hacia la izquierda y escuchó que alguien decía que había sido tremendo.

—Se mató —dijo angustiada una señora.

—Que alguien llame a una ambulancia —exigió un hombre.

El pibe quiso ir a ver, pero pensó que si venía el Quemado y él no estaba se le iba a armar. Con las ganas que tiene de cagarme. Pero la curiosidad era fuerte y segundos después se puso en puntas de pie y pudo ver que, a unos ochenta metros, había un auto negro dado vuelta. Negro como el del Quemado. Claro que autos negros había muchos.

Pensó que el tránsito estaba cerrado y el Quemado no iba a poder pasar, así que lo más lógico era ir a la esquina de Congreso. Dudó todavía un instante más. Después se puso en movimiento, caminó por Balbín hacia Congreso. A mitad de camino reconoció el auto del Quemado.

El pulso se le aceleró.

Algunas personas querían sacar el cuerpo del hombre desmayado, otras querían dar vuelta el auto, pero primó la sensatez: había que esperar a que llegara la ambulancia. A dos pasos del auto el pibe se agachó: el Quemado parecía estar inconsciente o muerto. Fue cuando recordó que traía la recaudación.

Un hombre de unos cuarenta años que dijo ser médico abrió una de las puertas traseras. Tenía un maletín. Le pidió al pibe que lo sostuviera y le dio unas breves indicaciones, le dijo que él iba a tratar de entrar por la ventanilla delantera. Fue cuando el pendejo descubrió la mochila. Antes de que el sujeto que decía ser médico rompiese lo que quedaba del vidrio astillado y entrara medio cuerpo por la ventanilla del acompañante, el pibe balbuceó que se sentía mal y se alejó cruzando en diagonal. Nadie reparó que llevaba una mochila.

• • •

—¿Sabés quién le puso Quemado? —preguntó el quía sin ninguna entonación especial.

—...

—El gordo Carrizo.

Fue hacia la biblioteca y tomó el Chivas.

—¿Sabés por qué?

Walter lo sabía, pero no quería interrumpir y no abrió la boca. Le era imposible contestar, amagar una justificación o una excusa, esgrimir alguna evasiva o una razón, simplemente no podía hablar ni ocultar el temblor que le recorría el cuerpo. Le dolía hasta el aire que entraba a sus pulmones, así que mucho menos estaba en condiciones de articular una palabra.

—Porque tiene el bocho quemado por la merca.

Dos hielos se estrellaron sobre la base del vaso.

—Y vos lo mandaste a él.

Walter mantuvo la mirada clavada en el piso.

El quía se llamaba Guido «El Navaja» Garmendia, tenía cuarenta años, medía un metro setenta y cinco, pesaba ochenta kilos, y siempre llevaba bajo la axila izquierda a Bety, su pequeña Ruger. La Ruger LCP es una pistola pequeña, semiautomática y ultraligera; pesa algo más de un cuarto de kilo y usa proyectiles calibre 9 milímetros corto. Tiene el aspecto de una pistola de juguete. Trece centímetros de largo, nueve de alto, apenas dos de ancho. Una joya. La Ruger tiene sus amantes y sus detractores. Los primeros adoran su delgadez; con un saco, incluso si es uno liviano de verano, no hace ningún bulto, pasa absolutamente desapercibida. Sus detractores la acusan de poseer una empuñadura incómoda. Pero el quía amaba a su Bety.

Un grueso chorro de Chivas cayó en el vaso. Uno, dos, tres, cuatro centímetros.

—¡Y vos lo mandaste solo!

Hizo una pausa para dar un sorbo.

—¡Solo!

Walter, permanecía con la mirada en el parqué, oía el sonido del segundero del reloj colgado en la pared y tragaba saliva.

—Él, solo él con la recaudación.

El quía se sentó en el sillón giratorio, tomó otro largo sorbo, esperó con los ojos cerrados que el Chivas bajara por su esófago, abrió los ojos mientras se mordía suavemente el labio inferior y se clavó el resto. Después acercó su cuerpo hacia el escritorio y, con la suavidad de un consejo paternal, dijo pausadamente:

—Ahora es el momento en que tenés que decir algo en tu defensa.

Walter hizo un extraordinario esfuerzo por hablar, pero no pudo.

—Si no, vas a ser boleta.

Pero qué podía decir.

Estoy acabado, mierda. Es el fin.

—Te escucho.

Walter no pudo esconder el temblor de sus manos y el quía Garmendia se dio cuenta de inmediato.

—Te dijo que venía para aquí y a vos te pareció bien.

—No...

Walter aspiró hondo, apenas si se lo podía escuchar.

—No, él no me dijo nada.

Levantó la vista hacia el quía.

—Estaba raro.

—¿Raro?

—Yo creo que lo estuvo tramando. Afanarse la recaudación, ahora me doy cuenta.

—Supongamos que al Quemado le trabajaran las pocas neuronas que le quedaban vivas lo suficiente para planear el robo. Supongamos, aunque es mucho suponer. Bien, afana y justo choca. Raro, ¿no? Hace el afano de su vida y choca.

—…

—Y el dinero desaparece.

—...

—A mí me parece que no puede ser.

Silencio. El quía hace que piensa:

—¿A vos te va?

Un largo silencio, después el quía hinchó sus pulmones y dijo:

—Yo creo que vos provocaste el choque y te afanaste la guita.

Walter sabe que está perdido.

—Si no, ¿cómo lo vas a mandar solo?

—Pero fue él que se fue, yo no lo...

—No me tratés de boludo —gritó.

Y después con una sonrisa falsa:

—Odio que me trate de estúpido un estúpido como vos.

Guido Garmendia sacó de la sobaquera a la Bety. Walter lo observó con ojos desorbitados, el corazón le latía desesperado y la respiración se le había hecho irregular. El quía depositó la Ruger calibre 9 milímetros corto sobre la tapa lustrosa de su escritorio.

—Hablá ya, que no tengo tiempo.

Entonces Walter se quebró. Confesó que estaba hablando con la mejor de las putas de El Paraíso, la estaba convenciendo para ir a la quinta de un empresario, un tipo con mucha guita, falopero y putañero como el que más.

—Un tipo con un nombre extraño —aclaró—: Dagoberto, se llama. Todo bien, pero me empecé a calentar y le pedí que nos viéramos esa tarde. Y la mina que no sé, que esto, que aquello. Peor, no hay cosa que me caliente más que una mina que se me niega, que le dé vueltas. Entonces, en ese momento se apareció el Quemado. Yo le dije a Eli que si no quería estaba bien, pero que para lo del empresario ese me buscaba a otra, que se iba a perder el negocio. Justo en ese momento el Quemado me dijo que el pibe nuevo todavía no había llegado, que lo iba a pasar a buscar por Balbín y Quesada. Pero de eso me doy cuenta ahora, porque en ese momento...

—En ese momento lo único que querías era que la mina te la chupara.

El quía Navaja Garmendia sonrió. Se puso de pie y caminó hacia él. Parecía que entendía. Le dijo «así somos los hombres» y algo sobre los pendejos de las minas y una yunta de bueyes que no entendió, aunque hizo un gesto de aceptación.

Walter sintió la calidez de la esperanza. Quizá saliese bien, quizá el Navaja lo perdonara. Y también dibujó una sonrisa como pidiendo perdón.

—Es una debilidad —dijo el quía—, así somos.

Cuando Garmendia estuvo a no más de treinta centímetros, él parado y su subordinado sentado en la silla, se bajó el cierre.

—Así somos: débiles.

Sacó su miembro, lo sobó, arriba y abajo hasta que ganó en tamaño y dureza.

—Vas a tener que chupármela.

A Walter se le cortó la respiración.

—Vas a tener que chupármela delante de la negrita esa.

Walter miró por un instante el miembro enhiesto del quía, su mente dudó, vivir con una mácula o aparecer en un zanjón.

—Y lo vas a tener que hacer también delante de tu jermu y de tus hijas si querés seguir viviendo.

El zanjón, mejor el zanjón.

Walter necesitaba que terminara. Muerto, diez veces muerto, pero que terminara.

—Al menos que...

El quía hizo la tortura de un largo silencio, tres infinitos segundos de nada.

—Al menos que me digas todo.

Walter aceptó, movió la cabeza de arriba abajo.

El quía guardó con estudiada parsimonia su pene dentro del calzoncillo y se subió el cierre del pantalón. Eso sí, quería enterarse de todo, dónde vivía el Quemado y toda su rutina; cómo se llamaba el pibe, dónde vivía, con quién cogía, todo.

Cuando Walter terminó, ya con el alma dentro del cuerpo, el quía le dijo que él se iba a encargar, que se fuera, que ya no iba a trabajar con él, pero que desapareciera.

Walter se puso de pie.

Me echa, pero vivo.

Se dio vuelta y dio un paso hacia la puerta, entonces dudó. Nadie sale. Lo separaban nueve pasos de la puerta. De esto nadie sale, no con vida. Sintió un escalofrío. Si pudiera huir... Tragó saliva. Pero tengo que apurarme. Apurarme. Sin Elsa ni las chicas, no hay tiempo, cruzo a Montevideo. Salgo de aquí y voy al Buquebús, después las llamo.

Pero ya no había tiempo para huidas. A solo dos pasos de la puerta, un proyectil calibre 9 milímetros corto le entró por la nuca y le destrozó el cerebro. Guido «Navaja» Garmendia llamó a uno de sus hombres para que limpiase la oficina. Mientras el muchacho envolvía el cuerpo de Walter en un grueso polietileno negro, el quía se dio cuenta de que tenía manchada la camisa.

—Mierda, voy a tener que cambiarme.

Una hora después, cuando entró nuevamente, su oficina estaba completamente limpia, como si nadie hubiera sido asesinado de un balazo. Entonces tomó el teléfono y marcó el número.

• • •

Guido Garmendia, alias Navaja, y el fiscal Alberto Luis Llanos Balbuena se vieron una tarde de lluvia torrencial en un departamento de Puerto Madero que el fiscal solía usar para citas de negocios. Habían pasado dos días del fatal choque del Quemado. El quía ya conocía el departamento, pero cada vez que entraba lo sorprendía su luminosidad, las paredes laqueadas y los escasos muebles. El Navaja puso al tanto al doctor de la pérdida de la recaudación.

—El pibe apareció recién hace unas horas, aseguró que el Quemado no pasó a buscarlo.

—¿Por qué creés que fue él? —quiso saber el fiscal.

—Porque dijo que el Quemado lo iba a pasar a buscar por Crámer y Monroe. No podía decir que en realidad habían quedado a metros del accidente, porque tendría que haber visto el auto del Quemado patas para arriba y avisarle a Walter.

El fiscal esperó, sabía que debía haber algo más, si no el Navaja, después de apretar al pibe y recuperar el dinero, lo hubiera tirado en alguna zanja del tercer cordón del conurbano, y él nunca se hubiera enterado.

—El problema, doctor, es la familia del pibe.

El fiscal hizo un gesto de interrogación.

—Zabala Agosti.

El fiscal pensó, luego le dijo que lo dejara por su cuenta.

—Sí, doctor.

—Y que el pibe no sospeche que sabés —aclaró.

• • •

Eran las tres de la tarde cuando al fiscal le llegó el informe preliminar: Juan Mario Zabala Agosti, de diecinueve años, no tenía antecedentes policiales. Además, como había sospechado, era nieto de José María Agosti Ruiz, un exministro de la Corte Suprema.

El supremo había muerto hacía veinte años, después de forjar con laboriosidad de hormiga e ingenio de zorro una apetecible aunque no deslumbrante fortuna.

Familia bien.

Bien que se cagaron la guita que les dejó.

Esa misma noche le ampliaron el informe en persona:

—Los cinco herederos tuvieron agrios entredichos —le dijo el informante—. Una de ellos es María Eugenia Felicitas Agosti Brown, la madre de este Juan Mario. A los estrados judiciales había llegado un testamento en regla, no podía esperarse otra cosa de un supremo. El inconveniente no fueron las acciones de sus dos bufetes, sino lo que el finado no podía testar. Miles de hectáreas de las mejores tierras de Santa Fe, un aserradero en Corrientes, una fábrica de autopartes y una consultora financiera. Algunos, incluso, dijeron que había cierto capital no declarado en el extranjero.

—Diversificado, el supremo.

—Era un hombre inteligente. El problema fue que todo eso no lo tenía a su nombre, sino de varios testaferros.

—Dejó instrucciones —recordó el fiscal.

—Sí, pero fueron consideradas inaceptables por algunos herederos. La disputa entre ellos y las maniobras de uno de los testaferros se llevó por lo menos la mitad de la herencia.

Esa noche el fiscal Balbuena también supo que Juan Mario había completado sus accidentados estudios secundarios en el St. Matthew’s College y que, hasta ese momento, no había iniciado ningún estudio universitario.

El fiscal se demoró un par de días en decidir cómo iba a proceder. No quiso apurarse, el pibe pertenecía a una familia que, si bien ya no estaba, supo integrar en el riñón del poder judicial. Seguramente conservara influencias.

Cuando finalmente resolvió qué hacer, llamó al Navaja.

—No se puede sentar un precedente —le dijo.

Guido Garmendia, alias Navaja, escuchó al doctor en silencio, estaba sentado en un sillón blanco de almohadones esponjosos en el balcón terraza del departamento de Puerto Madero.

—No podemos permitir que en la calle se piense que nos pueden afanar y salir con vida.

—Sí señor —dijo el quía y movió la cabeza de arriba hacia bajo en gesto de convencido asentimiento.

—No es por la guita sino por la reputación, Navaja, la reputación.

—Yo me encargo, doctor, déjelo por mi cuenta.

—No, se va a encargar Cebita.

El fiscal se puso de pie y el quía Garmendia hizo lo mismo. El visitante enfiló hacia la puerta, pero antes de llegar a destino escuchó a sus espaldas:

—Quedate tranquilo, le voy a decir a Cebita que no se aproveche de vos.

Garmendia se quedó mirando al fiscal sin hacer ningún gesto.

—Además de los honorarios de Cebita está la recaudación, claro —agregó.

La recaudación de un mes entero más el veinte por ciento que siempre cobraba el Cebita. No tenía ese dinero, ni la mitad, ni la décima parte. El fiscal Llanos Balbuena le debió adivinar el pensamiento porque dijo:

—La pongo yo y lo vamos sacando en cuotas de lo tuyo.

Se acercó mientras encendía un cigarrillo.

—Doce cuotas.

El Navaja hizo un gesto de aprobación.

—No es por la guita, pero hay principios. Principios, Garmendia, principios que mantienen unida la organización. Y está la disciplina, cada quien debe ser responsable de lo que hace.

Y le abrió la puerta.

• • •

Cebita era el comisario inspector Romualdo Alberto Benítez, cuarenta años, un metro setenta y seis, piel aceitunada, cabellos negros, cuerpo atlético. Veinte años en la fuerza y diez en la Superintendencia de Drogas Peligrosas.

Enterado de la diligencia que le encargaba el fiscal Llanos Balbuena, llamó a uno de sus hombres de confianza, el sargento Mario Rossi, alias Gancho.

Rossi era un hombretón de casi dos metros de altura y anchas espaldas, cabeza rapada y un pequeño tatuaje en la nuca de sus tiempos de civil.

El Gancho Rossi observó la foto del pibe, no le pareció gran cosa; después leyó: Juan Mario Zabala Agosti, O’Higgins 2742.

—Hacelo seguir por el Tuco —le dijo el comisario Benítez.

—Cómo, ¿ya salió?

—Hace un mes, y anda necesitando laburar.

Fernando Tuco Musante era un experimentado salidero. Treinta y cinco años de edad y veintidós como amante de lo ajeno, acababa de estar una temporada guardado a la sombra húmeda del penal de Villa Devoto. No superaba el metro sesenta y cinco, lucía una cuidada cabellera que le pasaba la cintura, un par de collares, anillos en ambas manos y una pulsera en su muñeca izquierda. Con el Gancho Rossi hacían una pareja singular.

Tuco Musante se apostaría en la esquina del edificio donde vivía el pibe, lo seguiría a donde fuera y haría contacto, aparentemente para ofrecerle relojes made in Taiwán a buen precio. Pero en el último momento falló el proveedor de los falsos Patek Philipp y Girard Perregaux. A cambio, había cinco docenas de repasadores de incierto origen.

—Un bajón vender esta porquería. Nunca me imaginé que terminaría de botón y vendiendo repasadores.

Tuco y Gancho rieron.

Al mediodía siguiente, cuando el pibe salió de su departamento, Musante se puso en marcha. Minutos después el pibe entró en un bar, pidió un submarino, tres medialunas y encendió su notebook. Mientras Juan Mario Zabala Agosti, de diecinueve años y sin antecedentes policiales, buscaba el último video de una banda de rock neozelandesa, Fernando Tuco Musante entró en el bar con los repasadores colgados de uno de sus antebrazos. Se acercó a la primera mesa y le ofreció su mercadería a una señorita que estaba tomando un licuado de banana. Mientras hacía esto, el mozo comenzó a caminar hacia él. Tuco sabía que lo iba a echar, así que rápidamente se dirigió hacia la mesa donde estaba su objetivo.

—Oiga, aquí no se puede vender.

El Tuco hizo que no lo escuchaba.

Frente al pibe se agachó y, al tiempo que sentía la mano del gastronómico sobre su hombro izquierdo, acercó su cara a la de Juan Mario:

—Te conviene hacer lo que te decimos —le susurró, y le dejó un pequeño papel en la mesa.

—¡Oiga, le digo que no se puede vender!

El mozo lo dio vuelta y le gritó si era sordo o qué.

Musante, que era veinte centímetros más bajo que el mozo, pensó en saltar y romperle la nariz de un cabezazo. También especuló darle un rodillazo en los testículos. Pero, como no podía llamar la atención, contuvo su furia, pidió disculpas y se retiró.

El pibe abrió el papel. «Devolvé la guita o sos boleta» —leyó, y más abajo—: «hoy a las nueve de la noche llevala a Libertador y Congreso».

Mierda.

Mejor entrego la guita.

Cerró los ojos.

Pero eso era reconocer que los había afanado. Y, aunque llevaba poco tiempo con ellos, sabía perfectamente el costo de una mejicaneada.

Estuvo seguro de que lo matarían, que estaría muerto.

Al menos que tuviera un plan.

La vida por un plan.

Esa noche a las nueve, los hombres del comisario Romualdo Alberto Benítez, alias Cebita, esperaron en vano. En ese mismo momento un Bora negro llegaba a Dolores rumbo a la costa

Pero hubo algo que el pibe no calculó, algo simple, que su inexperiencia pasó por alto: su celular. En su disculpa puede decirse que no sabía que dentro de la banda había policías, y por ende que la organización tenía recursos que él no sospechaba. En las próximas horas su teléfono delataría silenciosamente su ubicación.

Al mediodía recibió un whatsapp:

«¿Cómo amaneció la costa?»

Y segundos después: «Volvé y presentate con lo nuestro».

Y luego:

«Decinos vos dónde y cuándo. Todo bien».

Puso el dinero en una bolsa de residuos, esas grandes y negras de consorcio. Pagó el hotel y salió. Antes de llegar a su auto se dio cuenta de que lo estaban siguiendo, se echó a correr tomando calles de contramano y doblando para confundir a sus atacantes. Parecía que huía del propio diablo. Apenas dobló una esquina se deshizo del botín tirándolo por arriba de una pared, era un baldío. Quizá pensara volver a la noche a recogerlo, quizá fue para correr más rápido. Vaya uno a saber.

No lo logró.

Dos hombres lo encerraron, Fernando Tuco Musante —el de larga cabellera, collares, anillos y pulseras— y el sargento Mario Rossi, alias Gancho —casi dos metros de altura, anchas espaldas, cabeza rapada y un pequeño tatuaje en la nuca.

Para cuando llegó el segundo automóvil, un deportivo rojo, del que descendió el comisario Benítez, Cebita para los amigos, ya tenía la cara destrozada.

Benítez no exhibió ningún arma pero, al momento que los otros dos golpeaban al muchacho salvajemente, él le preguntaba a voz en cuello dónde estaba la recaudación.

Entonces ocurrió.

Mientras el Tuco Musante introducía en la boca del muchacho su pistola y le pedía cariñosamente que hablara, que no fuera maleducado, que le estaban preguntando algo; el Gancho Rossi le gruñía qué mierda se creía, para terminar propinándole una feroz patada en los testículos.

Juan Mario Zabala Agosti —diecinueve años, nieto del supremo José María Agosti Ruíz—, aturdido por el dolor, no pudo dejar de encorvarse. Fue un movimiento brusco, por completo inesperado para el Tuco Musante, que no logró evitar que el dedo índice de su mano derecha se desplazara unos milímetros disparando involuntariamente la pistola.

• • •

Meses después Juan Ramón Sosa, veinte años, tucumano, integrante de una cuadrilla de obreros que limpiaba un terreno donde construirían un par de casas de lujo a metros de la playa, levantó una bolsa de residuos negra. Sin saber de su contenido, la arrojó en el volquete.

El camión llegó a la tarde, levantó el volquete y se lo llevó. Poco antes de las ocho de la noche, su conductor, Ángel Leiva, alias Chiquito, depositó su carga en los terrenos de la Quema Norte. Minutos después el fuego devoraba una bolsa de residuos negra, grande, como la de los consorcios.

  • Daniel Sorín
    Sorín, Daniel

    Daniel Sorín (Buenos Aires, Argentina, 1951) tiene una larga trayectoria literaria. En 1998 ganó el Premio Emecé de Novela con Error de cálculo y el Tercer Premio Municipal (bienio 2012-2013) por La última carta. Ha editado publicaciones de arte y literatura en la red: Alt164, Letrópolis, Abanico y La púrpura de Tiro. Es narrador, docente, editor y ensayista.


    Obra:

    Novela:

    • Error de cálculo (Premio Emecé de Novela 1998. Emecé, 1998 - ebook: Al Fondo a la Derecha, 2019)
    • El dandy argentino (Grupo Editorial Norma, 2000)
    • Palabras escandalosas (Sudamericana, 2003)
    • Palacios (Sudamericana, 2004)
    • Velas para Gilda (Editorial La Bohemia, 2007)
    • El hombre que engañó a Perón (Sudamericana, 2008)
    • El cerco (Del Nuevo Extremo, 2012 - ebook: Al Fondo a la Derecha, 2019)
    • La última carta (Tercer Premio Municipal —bienio 2012-2013—. Edhasa, 2013 – Al Fondo a la Derecha, 2019)
    • Tres segundos es una eternidad (Vestales, 2016)
    • Plan Patagonia (Al Fondo a la Derecha, 2020)


    Ensayo:

    • John William Cooke. La mano izquierda de Perón (Planeta, 2014, Al Fondo a la Derecha, 2021)
    • El peronismo de las tres banderas. Apuntes sobre John William Cooke y la revista De Frente (Gogol, 2024)
    • "El narrador y el archivista" (La Biblioteca Nº 1, Biblioteca Nacional Mariano Moreno, 2005)
    • “Cuando el criminal es el Estado: asesinos en la Patagonia del siglo XIX” (Fronteras del crimen. Globalización y Literatura, Medellín, Medellín Negro-Planeta Colombia, 2015) 
    • "Un peronista de las tres banderas" (John William Cooke. Ecos de un pensamiento, Ediciones Universidad Nacional de General Sarmiento, 2020)

     

    Textos en antologías:

    • “Tris, el mono” (Brújula norte, cuento infantil, Buenos Aires, Macma Ediciones, 2015)
    • “El regreso de Zhèng Hé” (Viajeros, Buenos Aires, Salim, 2018)
    • “El Ohio” (Desencajados, Buenos Aires, La Bohemia, 2018)
    • “La llamada” (Las mil y una noches peronistas, Buenos Aires, Granica, 2019)
    • “La mujer desnuda” (Palabras para la Poderosa 1, Al Fondo a la Derecha, 2020)
    • “Una bolsa de residuos negra” (Juramento negro, Madrid, Grupo Tierra Trivium, 2021 - Buenos Aires, Gogol, 2021)
    • “El profesor” (Juramento erótico, Buenos Aires, Gogol, 2022 – El origen del mundo, Madrid, Grupo Tierra Trivium, 2022)
    • “Una duda razonable” (M.M., Vencejo ediciones, Madrid, 2023)