Flota como mariposa y pica como abeja
La casa operativa y el balazo que se fue solo, que es lo que importa, ese mismo, el único, el inesperado, seco balazo y definitivo, que se fugó sin pedir permiso de la nueve del compañero Charly y fue a parar al pómulo de la compañera Cecilia cuando Charly iba a limpiar su arma pero en la recámara quedaba la bala subrepticia y ella estaba por decirle que hiciera su tarea a solas, que no pusiera en riesgo a nadie, era muy tarde y la luna se recortaba, helada y llena, alumbraba el mundo con el horror blanco de la noche desde el cielo negro de aquel invierno del 78, pero no pudo decir esta boca es mía, porque todo fue un pómulo perforado, un vuelo de sangre, un derrumbe, los ojos abiertos, la silla que caía a un lado, las piernas desparramadas, la bombacha azul vista al fondo de la pollera replegada, un zapato se salió del pie y quedó volcado, el taco miró hacia la ventana donde asomaba la luna que era blanca y que era terrible, por qué será que los zapatos se salen de los pies de los muertos, silencio, silencio, no sonaron ecos ni persianas ni voces, la boca del compañero ahora sin compañera quedó seca, parecía decir A, la nueve humeaba en su mano, descargada, al fin, ya inofensiva pero todavía sin limpiar. «Y ahora qué mierda hago», pensó Charly, que por el momento no iba a necesitar su nombre de guerra nacional y popular, que se llamaba Carlos Plotkin, Carli para los amigos de la Hebraica, pero no para los compañeros, tenía diecisiete años, era miliciano, carajo, y acababa de quedarse sin responsable. Por las dudas, compañeros, pensó que iba a decir cuando explicara la situación ante sus jefes, temblaba desde que se había disparado la bala esa de mierda, tembló cuando apoyó la nueve en el piso, cuando se levantó vacilante y, entonces, por las dudas, compañeros, decidió que en la solemne escena de su explicación a la superioridad les iba a decir, se acercó a la compañera Cecilia, tan despacio fue, pensó que no quería despertarla, se sintió un boludo, temblaba y quería tomarle el pulso, por las dudas, para verificar si seguía viva, pero Charly era estudiante del Colegio Industrial y qué podía saber de compañeros muertos por balas sin calcular y pulsos escurridos, le tomó la muñeca inerte y se impresionó porque estaba tibia, pensaría que un muerto se enfriaba apenas le entraba una bala, y por eso creyó que tal vez, acaso, todavía viviría su responsable que sin embargo estaba muerta para siempre, el pómulo agujereado lo miró lapidario pero su tibieza lo alentó, tomó aire, tragó el asco, fue por la respiración boca a boca, un miliciano de diecisiete años, del colegio industrial, un perejil armado que besaba a una compañera muerta que un minuto antes estaba por decirle que no limpiara su arma ahí mismo y que lo dejara para otro momento pero el tiro no le permitió terminar la frase, no limpies tu ar, ¡Bum!!, fuerte sonó el tiro, un chiflido en los oídos como una sierra, un metal cortando otro metal y ahora quería salvarle la vida con un beso y un soplido y, cómo era eso, masajes en el esternón, claro, qué iba antes, el masaje, caviló, tembló, el boca a boca, qué iba después, lo había visto en la tele, no se acordaba, primero un masaje y después un beso, quizás, compañeros, no sabía y entonces alternaba la secuencia, insistía, pero Cecilia porfió en seguir muerta. Aflojó y dio por terminada la reanimación. Gimió, se sentó al lado de ella, se agarró la cabeza, se miró las manos y estuvieron rojas, se miró la ropa, los jeans, puso cara, fue al baño y todo fue rojo en el espejo, la boca, los dientes, carajo, mierda, la jeta, el cuello, la sangre resbalaba debajo del pulóver, de la remera, se desparramaba por el estrujado pecho, en los calzones todo era húmedo y asqueroso, sangre hasta en las pelotas, me quiero morir, en los pendejos, las piernas, las medias de lana, los borcegos, toda la sangre de la compañera y se desnudó, abrió la ducha, hasta que el agua se calentó envejeció el perejil miliciano, se bañó, se friccionó, gimió, lloriqueó como el pendejo que era, las gotas de agua se llevaron las lágrimas al vaciadero, tosió, tuvo arcadas y quizás vomitó, se lavó el largo cabello que recordaba a Charly García, si eran como hermanos, flacos, altos, de lentes, Carli era igual que Charly, le dijeron cuando ingresó a la UES, sos igual que Charly, compañero, y fue su nombre de guerra tan cercano a su nombre de verdad, se preguntaba Carli si llamarse Charly no era peligroso, pero cómo se lo iba a explicar a su responsable sin decirle su verdadero nombre y no explicó nada y quedó Charly casi Carli, Carli en peligro por llamarse Charly cerró la canilla, salió de la bañera, se secó y la toalla siguió blanca, alivio, fue a la habitación, ropa limpia, tiritaba, otro calzón, otro jean, otra camiseta, el pulóver gordo color tiza que le tejió la mamá, otras medias, la campera verde de combatiente, la bufanda clara con la misma lana del gordo, los borcegos, salió de la habitación, fue a recoger su arma, la recargó mientras carpeteaba a Cecilia y no le gustó lo que vio porque a la compañera le faltaba un pedazo de la cara, se agarró la cabeza húmeda, tiritó y subió un escalofrío, guardó la ropa sucia en la mochila, apagó la luz, salió de la casa operativa: un pendejo igual que Charly García con el pelo húmedo, lentes, la mochila con su ropa inmunda, la sangre derramada de la compañera y una Beretta 9mm cargada. Frío de cagarse, invierno, 1978 arreciaba, afuera cazaban, se venía el Mundial.
Caminó unas cuadras en silencio y asustado hasta que se dio cuenta de dos cosas: en Ciudad Evita no se movía nada, las únicas luces eran los faroles que se sacudían con el viento, un frío siberiano y detrás, sobre su espalda de flaco que jamás hacía ejercicios, la mirada silenciada de la compañera Cecilia lo seguía desde la casa operativa, con media cara lo estaba mirando, un solo ojo ahí, clavado entre los omóplatos, que dibujaba una autopista de escalofríos que subían hasta los pelos erizados de la nuca, mierda, y entonces pensaba en lo otro: qué carajo estaba haciendo a esa hora en la calle con toda esa sangre adentro de la mochila y con una 9 ilegal pero montonera. Desprenderse de la ropa, sí, sí, se tranquilizaba, se podía arreglar con un fueguito en algún baldío y ya, tanto linyera suelto por ahí, quien iba a notar una fogata más, ok, ok, todo ok, compañeros, pero volver sin el arma reglamentaria, Dios, eso no se lo iban a perdonar, mascullaba. Rigor, soldado, somos una organización político militar o una banda de rejuntados, eh, compañero, responda a la pregunta.
En Ciudad Evita están los mellis, musitó bajito caminando, cuando iba a la casa operativa esquivaba la casa donde paraban Daniel y Ricardo Cohen, porque ellos eran amigos y nada más, pero él era el compañero Charly, miliciano, combatiente, clandestino y peronista y carajo, que ahora tenía una mochila con todo el infierno adentro y estaba por la libre. Dobló en la esquina, caminó, quería una esperanza, pensaba en la sangre derramada en su calzoncillo. Allí tenían teléfono, iba a resolver, no eran grandes amigos, pero tampoco tenían que saberlo todo, dio la vuelta en la esquina, hizo una cuadra, volvió a girar, vio la casa, las luces prendidas, sonó música, miró la hora, se fue acercando.
Timbre a la madrugada, paró la guitarra, silencio, el humo siguió en sus volutas. Tardó, pero abrió la puerta Analía, y lo miró extrañada, Charly, preguntó, y Charly, que iba para ser Carli, sonrió, qué linda era la compañera Analía, alcanzó a pensar, y qué hacía ahí, por qué estaban todos mezclados, lo llamaba Charly, pero estaba en la casa de los mellizos que, en realidad, Charly/Carli no sabía, era de Analía.
Languidecía el asado. Restos de vino, de Coca, medio chorizo frío esperaba en un plato engrasado su destino de tacho, las moscas ya habían llegado, el plato era de Ricardo, que lo miraba, qué hacía Carli en su casa, a esa hora, Carli el esmirriado que se hacía el intelectual, ellos estaban haciendo la revolución y Carli se hacía la paja con los libros del Che, a ver si iba a ser una sorpresa, un día iban a tener que hablar en serio, y de dónde había salido esa sangre en su mochila, en qué anda este pibe, iba pensando Ricardo Cohen, que era amigo y, como su mellizo Daniel, militaban pero no lo decían porque no era época de bocazas, se escondía de la policía en un barrio lleno de policías, gran estrategia, Carli no sabía de ellos más de la mitad pero empezaba a sospechar que ellos sabían de él menos de la mitad. Tenía una empanada mordida en la mano, Ricardo, pan en el plato, lo que quedaba de la ensalada mixta. Una nena correteaba detrás de un perro marrón como si fueran las tres de la tarde, un muchacho rubio de pelo hasta los hombros volvió a tocar la guitarra, Canción para mi muerte, cuándo no, Ricardo le hizo un gesto y el rubio dejó de cantar, asomó Daniel, los mellizos eran bien distintos, Ricardo tenía pelo castaño, lacio, largo hasta el cuello y abierto como un libro y en los cachetes el acné juvenil le había dejado recuerdos indelebles, Daniel era morocho, flaco, y mejor persona, mellizos hasta por ahí nomás, Qué hacés acá, ese fue Daniel, Charly sonrió triste y supo que iba a tener que explicar todo, Yo milito por la zona, Militás, repitió Daniel que ya se había sentado y descorchaba un vino, Sí, pero después lo discutimos, dijo Charly, y miró a la nena, linda, morochita, el pelo hasta la espalda, pintaba para diosa, los chabones iban a hacer cola cuando creciera, la nena iba y venía, le pareció un poco intensa, «algo no anda bien con esta nena», pensó, entonces se le llenaron los ojos de lágrimas y le pareció que la futura diosa correteaba adentro de una pecera, de qué escapaba esta nena intensa y trasnochadora, se rio de las cosas que su cabeza hacía con él, mataste a tu jefa, ves nenas trastornadas, lloras como en una pecera, agarró el primer vaso de vino que vio, se lo tomó de un trago, le pidió más a Daniel, Daniel sirvió y esperó, era un raro momento inminente, Ricardo solo miraba pero ya había concluido, Charly bebió, hizo fondo blanco, se tapó la cara, y entonces lloró, en su silla, sin hipos, silencioso, cabeceaba un poco arriba y un poco abajo, parecía que decía que sí, de golpe soltaba un gemido largo y finito como un pitido, Rocío dejaba de corretear y lo miraba, ahora que parecía que decía que no, el gemido crecía, se hacía ronco, entrecortado. Sonó el depósito de un inodoro, se apagó una luz que daba al jardín, la puerta se abrió y salió un tipo enorme, de bigotes a lo Zapata, era tan grande que tardó en salir del baño, cuando llegó al jardín vio que algo había cambiado, vio al recién llegado que lloraba callado como una madre y arqueó las cejas, Poncho, este es Charly, dijo Analía, Charly, este es Poncho, que opinó que no era algo para que Rocío mirara, ya era tarde, agarró a la nena, la nena se puso a chillar, Vamos Rocío, dijo Poncho, te llevo a tu casa, pero Rocío no quiso, se empacó, esa noche el perro era todo su mundo, vamos, te digo, dijo Poncho, los bigotazos subrayaron su enojo, Carajo, qué caprichosa, tironearon, tu mamá se va a asustar, el brazo derecho en la enorme mano izquierda, Poncho tiraba como un percherón, Déjala, pidió maternal Analía, desestimaba la urgencia, le bajaba el precio al compromiso, eran vecinas Analía y la mamá de Rocío, Diana, esposa del cabo Marrone apodado el Gato que en ese momento estaba regresando a su casa y no hacía ruido para no despertar a su mujer atiborrada de somníferos, Que esta noche duerma conmigo y a la mañana yo le explico a la mamá, Vos estás mal del marote, dijo Poncho, tiene que dormir en su casa, Rocío notó que aflojaba la presión en su brazo y salió corriendo, se metió en la casa y en ese momento sonaron autos, tres frenadas hubo, se miraron, se pararon, cayeron las sillas, cayó la guitarra, todos fueron detrás de Rocío pero Poncho, inesperado, corrió a los fondos, saltó una ligustrina, se perdió en la noche. Charly vio que Analía sacaba un arma de algún lugar misterioso, pensó en su propia arma y se metió en la casa, varios hombres entraron al jardín por el portón del garaje, sonaron tiros, armas largas, Limpio, gritó el que encabezaba el allanamiento, Nadie a la vista, ruidos en el interior de la casa, patearon la puerta, entró el primero con la Ithaca lista, y mientras pasaban los otros se encontró con Analía que lo miraba de frente con una 22 en la mano, fueron dos tiros como uno solo, el primero lastimoso y desviado y el segundo como un trueno que clavó a la bella Analía contra la pared. Detrás entraron el Fal y otra Ithaca, todos contra la muerta. En la habitación hubo un tumulto, Rocío estaba muda, Charly la agarró de la cintura, la alzó, se metió en la segunda habitación, después en la tercera, hubo una ventana lateral, saltó con la nena y la mochila con la sangre derramada, corrió hacia atrás, el camino de Poncho fue el de Charly y Rocío, que ya no se acordaba del perrito marrón, corrieron y corrieron más. Charly iba como un gamo, entre perros que nunca dejaban de ladrar y le marcaban el camino de Poncho que iba adelante y saltaba ligustrinas que enseguida saltaba Charly, más ligero, se metía en todos los jardines de Ciudad Evita, cargaba a Rocío liviana como su mochila, como podía salvaba la vida de la muerte de la compañera Cecilia que ahora tenía la cara entera y le decía que dejara la limpieza de su arma para más adelante, Carajo, apretaba los dientes y a Rocío calladita, saltaba otra ligustrina, ladraba otro perro, Poncho era un oso pardo derrumbando árboles, detrás iban ellos.
De la casa, los hombres armados se llevaban a los mellizos, al rubio de la guitarra, todos iban a morir, y el cuerpo de Analía. Uno fue hasta la primera ligustrina, miró en las sombras la delgada espalda de Charly que se iba con la nena debajo del brazo, justo la nena, Carajo, alzó el arma y apuntó pero el blanco no fue seguro, A ver si hago cagadas, Charly ya estaba fuera de su alcance, el hombre bajó el arma, puteó, prendió un cigarrillo, Ya te voy a cazar a vos también, pendejo, volvió a la casa, abrió el bolso, aparecieron Evitas Montoneras, Conducción política, Cooke, El Che, Von Giap, Ho Chi Minh. Volantes. Los desparramó por las habitaciones, fue a su auto, subió, salieron arando.
Nadie en el barrio se asomó a ver qué pasaba.
En la esquina, el quiosco de diarios siguió alumbrado por un farol de noche, pero el diariero esperaba abajo de un camión. Cuando los autos se fueron se arrastró hasta su lugar de trabajo, temblaba, se sentó, sacó una petaca de ginebra, se la bebió toda.
No quedaba tanto, después de todo.
Poncho había corrido sin rumbo, quería distancia, luz, aire, mala cosa fallarle a los Patanegra, se agitaba, mucho músculo y poca resistencia, se detuvo, apoyó el culo contra una pared, las manos en los muslos, bajó la cabeza, le temblaba el pecho, que era grande como una bahía, resolló, ladraron los perros y entonces Charly brotó del último jardín con Rocío de la mano y lo vieron ahí, Rocío puso cara de terror, tirones a Charly, quería volver, Pero es tu tío, No, es malo, Poncho alzó la vista, los ojos muy abiertos, Rocío, dijo el enorme tío, vení, vamos, vamos a casa, No, chilló la nena, Poncho avanzó, la agarró del brazo, la nena no soltaba a Charly, Es malo, gritaba, era un berrido, ladraban los perros, alguna luz se animó a parpadear pero se apagó, Charly miraba la escena como desde un palco, abría los ojos, Qué, qué pasa, por qué es malo, Porque me hace mal, aulló Rocío, me saca fotos, Cómo, dijo Charly y Poncho avanzó un paso, la agarró, tiró fuerte del brazo, pero Charly no soltó a la nena, ahora quería saber, Qué estás diciendo, Rocío, Es malo, yo no quiero chuparle el dedo, Qué, qué decís, qué dedo, qué pasa, Vamos, ordenó Poncho, No, gritó Rocío, y el No se estiró y subió hasta que se astillaron los vidrios de toda ciudad Evita, quiere que le chupe el dedo, me lo va a decir otra vez, y me pone en fiestas con sus amigos policías, me tocan, gimió, no quiero que me toque más, se tiraba al suelo, Charly se miró la mano libre, Poncho la alzaba del brazo, la levantaba como un monigote, y Charly sacó la 9 que tenía una bala menos. Soltá a la nena, ordenó, y ya no tenía más diecisiete años, ahora tenía la edad del mundo, Soltala, Poncho lo miró fiero, dio un paso amenazante hacia Charly que ahora apuntaba y apretaba el gatillo, le metía la bala en la pierna izquierda y Poncho caía, sangraba Poncho que ya había soltado a la nena y ahora Charly era el que avanzaba, le pateaba el costado, Qué dice la nena, pelotudo, enfermo, le gritó al oso pardo caído, Me dice que cierre los ojos y le chupe el dedo, mugió Rocío, la voz rota, ladraron los perros, él dice que es el dedo gordo del pie pero es mentira, mentiroso, qué asco. Charly daba vueltas, se agarraba la cabeza, en una mano la nueve, Estoy muerto. Decía y repetía, estoy muerto, nunca voy a zafar. Poncho se había meado encima, sentado en la vereda, lloraba con voz de abuela, se pasaba el enorme brazo por la boca, su pierna sangraba, se limpiaba los mocos, se incorporó y Charly alzó el arma, Yo la quiero, quiso decir, pero se calló la boca porque la nueve estaba furiosa. Entonces dio la vuelta y corrió, como pudo corrió, corrió el rengo, la pierna dejaba un reguero rojo, la bragueta empapada, dobló en la esquina, escucharon sus pasos como patas de elefante.
No estamos muertos, le dijo Charly a Rocío, le apretó la manito cuando detectó el Falcon Sprint amarillo con techo vinílico, caja de cuarta, motor de 221 SP de seis cilindros en línea y doble caño de escape, porque Charly era fanático de los autos veloces y ese, había que verlo nomás, era lo que necesitaba, pero Rocío no entendió, estaba serena, un momento antes había entrado en erupción y había dicho lo que nunca había dicho y por eso el tío se fue con una bala en su pierna izquierda y ahora ella se dejaba llevar por Charly, dócil, le daba la mano por las calles silentes de Ciudad Evita mientras él susurraba que estaba muerto y, lateral, notaba el silencio de la nena que ahora se dejaba hacer. Qué raro, qué suerte, no le tenía miedo, menos mal, alcanzaba a pensar, y escaneaba las calles, buscaba su auto veloz. Descartaba modelos viejos, impresentables y oxidados Fiat 600, ¡¡Citröen 3CV!!, previsibles Rastrojeros destartalados, miraba, no encontraba y, pesimista por ya muerto, palpitaba que en esa ciudad de menesterosos ningún auto sería suficiente. Y ya se convencía del fin de la historia cuando ocurrió, ahí estuvo, una luminosa aparición, un milagro decidido por el espíritu del Che, una lámpara que, apagada, se encendía, quizás movida por el viento, o tal vez fuera un cable flojo que retomó la conexión y lo alumbró. Charly vio la escena y oyó un coro celestial de combatientes, una paloma blanca batía sus alas sobre el vehículo corporeizado: el refulgente Falcon era el corcel que buscaba y el futuro era radiante. Entonces, dichoso en su desdicha, habló: No estamos muertos, le dijo a Rocío, que no entendió.
Y cruzaron.
Lo mejor del Huergo, lo que lo enamoraba, más que el estudio de esas ingenierías como esculturas, eran las mañas para hacerlas arrancar, bellezas como el Falcon estaban hechas para salir andando, cuanto más rápido mejor, los compañeros tenían el mercado negro de los trucos para abrir el auto, hacerlo arrancar y escapar veloces de la banalidad del mal. No era complicado, alcanzaba con una moneda y su Victorinox. Abrieron y, solemnes, se sentaron, Rocío con cara de perro en bote, del lado del acompañante, Charly exaltado al volante, con el tercer uso su Victorinox, el primero abrió la puerta, el segundo cortó la alarma. Rocío se dejó poner el cinturón de seguridad, arqueada, alerta, intensa, sus ojos espiaban las manos de Charly cuando rozaron su cuerpo y aquel fue un veloz momento extraño, Es para que no te lastimes, ¿sabes?, le aclaró el miliciano, con tono de maestra jardinera, le temblaban la mano y la voz. Esa noche había matado, Por error, compañeros, diría llegado el momento, a su responsable, la pobre Cecilia caída por la revolución con el pómulo perforado y sin llegar a completar su advertencia, había huido de la casa operativa y buscado refugio en lo de los amigos y entonces los allanaron, sonaron tiros y mientras la bella Analía moría de un ithacazo, él salvaba a esa nena de los allanadores porque se sabía en la ORGA que los monstruos secuestraban a los niños, se la había llevado como si hubiera sido su responsabilidad, y era su responsabilidad, habían corrido saltando ligustrinas y esquivando perros ladradores, iban detrás del tío Poncho que escapaba solo, ladraban los perros que luego les ladraban a Charly y a Rocío, Hijo de puta, te rajaste sin tu sobrina, y huía hacia el tío que al fin se agotó por grandote y se detuvo a resollar. Entonces lo alcanzaron, él levantó la cabeza, los vio, vino y agarró, mal, a Rocío, quiso llevarla con él, pero en ese momento el planeta giró hacia el otro lado: Rocío no quiso, y como si vomitara años de comida podrida se largó a hablar y sus razones fueron horrorosas. A esa altura, Charly ya era un incalculable hombre nuevo de diecisiete años endurecido por el combate de toda la historia de la lucha de clases, pero sin perder la ternura y Rocío con su historia lo había dejado mudo, el tío matón quiso asustar a Charly que, el índice aceitado, le había metido, como hemos visto, un balazo en la pierna izquierda, el tío se detuvo, se pishó de verdadero pis amarillo, su bragueta fue un lamparón grotesco, se sentó a sangrar por la pierna y a lloriquear, y cuando vio que la pistola de Charly todavía lo miraba fijo huyó rengueando. Charly con Rocío chiquita, destruida, enloquecía: había baleado a dos personas y lloraba su segura condición de muerto. Hasta que encontraron el auto, entraron, la preparó para salir de aquel barrio espantoso aunque su nombre evocara tiempos bellos, comenzó a pasarle el cinturón de seguridad y supo que tocarla era terreno minado, Sí, es para que no me lastime, aceptó la aclaración Rocío, y algo se le había endurecido, la nena de cinco años percibía que el mundo se acomodaba, veía la turbación de ese muchacho que le había pegado un tiro a su tío que le había hecho cosas asquerosas y al que, sin embargo, no odiaba, no entendía qué le pasaba pero eso no era odio y era, sí, desprecio, y aunque tampoco sabía lo que era el desprecio sabía que eso ya estaba ahí. Un tío despreciado y un amigo nuevo que sufría y temblaba. Un mundo distinto adentro de ese auto. Ella tampoco tenía ya cinco años.
Esperó hasta que Charly terminó con el cinturón de seguridad y, oblicua, lo espió cuando se acomodó, cuando maniobró abajo del volante y cuando metió la moneda por alguna parte que no le interesó, vio su cara de alegría cuando el auto se puso en marcha y ella también se alegró, pero no dejó que él lo supiera. Si ella sabía, pero él no, entonces, percibía, algo de ella se hacía más fuerte. Concluía, sabía de asuntos que nunca supo que sabría, se relajó y no quiso sonreír cuando Charly puso cara de dibujito animado porque el motor ronroneaba como un gatito, casi no sonaba, la felicidad en la cara del muchacho que metió primera y arrancaron, se fueron de ese barrio de mierda.
EL HOMBRE DE LA ITAKA SE
LLAMABA ROBERTO BERGEROU, ERA CAPITÁN DE LA POLICÍA
BONAERENSE, PERO CUANDO SE LO PREGUNTABAN DECÍA QUE
TRABAJABA DE HIJO DE PUTA
Salió en su auto con toda la patota a su cargo, se fueron de la casa en los mismos tres autos, ahora con cuatro subversivos, tres seguían vivos, el fallecido era la bella Analía que iba en uno de los baúles junto con el cantor rubio, ileso, azorado y, por eso, más vivo que nunca, los mellizos viajaban en los otros dos, tumbados en los pisos de los asientos traseros, sobre las lonas que los cubrían caían los pesados borceguíes de los guerreros del capitán Bergerou, las capuchas los sofocaban mientras les metían culatazos, los insultaban, les decían putos, maricones subversivos, les anunciaban que todos iban a morir esa misma noche y así fue, los agentes de la bonaerense eran hombres de palabra, pero iban a tener que esperar un poco, les decían, que tuvieran paciencia, les pedían, que balas no iban a faltar, les explicaban para su tranquilidad, ni kerosene para quemarlos después, iban a ver el hermoso lugar que les tenían reservado, hacia allá iban. Los secuestrados no lloraban, ni suplicaban, solo callaban. Ricardo miraba la negrura de su capucha, y entre pisotones recordaba un lejano Boca y River del 62, se definía el campeonato, Roma le había atajado el penal a Delém y Boca fue el campeón, sonreía Ricardo, callaba un culatazo más y, feliz, se evocaba abrazado a su inseparable hermano Daniel, quien iba extrañamente sereno bajo su propia lona y sus propios pisotones, en el otro auto, y también callaba, en qué pensaría, los mellizos suelen tener extrañas coincidencias, perspicacias diferentes, y si lo hubiera pensado acaso hubiera recordado el mismo partido, el mismo penal y el mismo campeonato de aquel 62, la diferencia hubiera sido que Ricardo tenía en su cabeza la imagen gozosa de Roma adelantándose para atajar el penal y Daniel, en cambio, habría evocado la foto de Delém llorando inconsolable por el penal errado y el torneo perdido, y a quién le importaba, Boca era el campeón, las gallinas llorarían muchos años más. El cantor rubio en el baúl abrazaba sumido en el horror a su compañera muerta y le tarareaba en el oído su famosa versión para asados de Canción para mi muerte, que ahora venía a ser su canto del cisne. Pero antes, ah muchachos locos, antes había que cazar al fugitivo cuyo nombre ellos desconocían, porque se había llevado algo que no era de su pertenencia y eso era un robo que un policía decente no podía permitir, así que habían sumado refuerzos en el camino, iban dando aviso mientras se liberaban las zonas, hacían el barrido de Ciudad Evita, iban peinando. Los ladridos habían orientado los recorridos y ellos salieron apenas huyeron los cobardes, pudieron escuchar a los perros, se acercaban, ya iban a ajustar cuentas con el grandote, se detuvieron en un cruce, retrocedieron, ahí iba Poncho, el inconfundible, rengueaba a dos cuadras y miraba por encima del hombro, los veía, rengueaba más rápido. Bergerou dio la orden, dos autos lo fueron a buscar, lo alcanzaron, bajaron con las armas largas, Poncho se detuvo, la pierna izquierda destellaba en rojo cuando los focos lo alumbraron. Llegó Bergerou y Poncho dijo lo que debía decir, describió el lugar donde Charly se había quedado con la nena, no sabía para donde habían ido después, Bergerou hizo un gesto a los muchachos y giró en U, salieron los autos originales, otros dos cargaron a Poncho, volvieron a la casa del Gato, Poncho estacionaba la chata en la zona, cada noche iba y venía, sacaba a Rocío de la cama, la llevaba, la devolvía, entregó las llaves de la chata, subieron, uno fue al volante, Poncho al medio, esposado, otro al lado, un Falcon los escoltó, arrancaron para Laferrere, silencio, cigarrillos, llegaron, buscaron el paso a nivel donde una curva impedía ver el tren que venía, Poncho supo, gimió, suplicó, un culatazo en la frente, se desmayó pero igual fueron dos culatazos más en la boca, perdió los dientes, el bigote a lo Zapata cayó junto al pedazo de labio, le sacaron las esposas, lo dejaron con la frente apoyada en el volante, bajaron de la chata, volvieron al Falcon que esperaba con el motor encendido, se sentaron, miraron la hora, fumaron, hablaron del mundial, un pitido, la locomotora dobló la curva, una luz cegadora, un chirrido, un millón de chispas frenéticas, un estallido de fierros, la locomotora se tragó a la chata con Poncho adentro. Cuando los bomberos lo sacaron en camilla, una pierna iba apoyada en el pecho.
FALCON SPRINT II
Arrancaron, Rocío con los ojos fijos hacia adelante, Charly llevaba el auto con rara felicidad, aceleraba, hacía rebajes, derrapaba con el freno de mano, miraba el panorama, todo tranquilo, era tarde, no circulaban autos, algunos patrulleros, unos iban y otros volvían, sirenas, persistentes, lejanas, cercanas, a veces tanto que Charly se detenía hasta aclarar la situación, y algunos FALCON, los hombres armados, Charly se inquietaba, andar a esa hora en ese auto con ese aspecto de hippie belicoso con una nena en el asiento del acompañante no podía ser bueno, y evitaba las avenidas, iba por calles laterales, pero se perdía y debía salir a alguna avenida, no tenía un puto mapa, carajo, Rocío se aflojaba, su cabeza se apoyaba contra la ventanilla, dormía, cuidar el sueño de los niños, no hacía tanto que alguien cuidaba de su propio sueño, se afirmaba en el volante, sacudía la cabeza, él no podía dormirse, encendía la radio, mucho ruido, algo mal ahí, la apagaba, no despertar a Rocío, quería llegar a la posta más cercana, encontrar un teléfono público, llamar al número de emergencias, identificarse, pedir instrucciones, en la mochila llevaba el monedero para esos casos, cada compañero tenía uno, sacabas el monedero cuando encontrabas el teléfono, nunca antes, podía ser peligroso si te paraban, el FALCON era un trueno, ojo con la nafta, consumía un montón, medio tanque, por ahora iban bien, una estación de servicio, un teléfono, se detuvo, bajó, agarró el tubo, puso la moneda, sonó, atendieron, San Martín cruzó los Andes, dijo Charly, Evita lo esperó en Santiago, contestaron, le dieron una dirección, indicaciones para llegar, no era lejos, enfiló, cruzó una avenida, barrio de casas bajas, fue avanzando, despacio, Rocío dormía, la altura de la calle era irregular, subía, bajaba, cambiaba el nombre de la calle, todo previsto, se había terminado el asfalto, ralearon las casas, pocos autos, avanzaba, iba llegando, a lo lejos pasó un auto oscuro, Charly miró la hora, y entonces pasó otro auto oscuro detrás del anterior, alzó la cabeza, Rocío dormía, y pasó uno por detrás, otro auto oscuro abrió los ojos en la esquina, grandes, negros, largos, siluetas de hombres y caños, metió primera, giró Charly, avanzó fuerte por un baldío, atropelló un arbusto, siguió, golpeó un arco de fútbol, el arco se derrumbó, hubo una avenida, aceleró, detrás los autos, a los lados más, y adelante, al fondo, varias luminarias lo esperaban con los brazos abiertos, un retén, dobló, lo hubieran podido cazar pero se limitaban a marcarle el camino. En ese momento sonó un helicóptero, sacó la cabeza, alta en el cielo, una nave grande bajaba un foco potente sobre su ruta. Charly aceleró, detrás los autos, entró en un terreno extraño, fogatas, gente que hurgaba en montañas de basura, faroles verdes, Rocío despertó. Dónde estamos, Tranquila, linda, ya estamos llegando, Rocío no se tranquilizó porque ahora veía enormes ratas que se cruzaban delante del auto, los ojos rojos la miraban antes de irse por las sombras, gritaba, Me quiero ir con mi mamá, Charly aceleraba, traqueteaban, seguía gritando, quiero mi mamá, era la misma hora en que su mamá y su papá se daban cuenta de que su hija no estaba en su cama ni en su casa.
El helicóptero comenzó a volar bajo, los autos habían detenido la persecución al borde del basural y ahora esperaban. Charly quería llorar, pero seguía avanzando, el helicóptero no los iba a perder, no había arbustos no había techos, nada para protegerse, correr y correr. Del helicóptero salió una llamarada y el auto chocó contra un montón de basura, algo explotó abajo y se detuvo. Charly intentó de nuevo con la moneda, quiso dar encendido, pero la magia del Huergo no contemplaba helicópteros llameantes y el motor se plantó. Bajaron, el helicóptero volvió a escupir fuego, Charly se puso a Rocío a cococho, corrió loco, el helicóptero descendió y sonó una voz entre las aspas: Desista, gritaba la nave, detenga su marcha, deje a la niña, no nos obligue a hacer fuego, Charly siguió corriendo, detenga su marcha, deje a la niña, ordenaba la poderosa voz del hombre desde arriba, venía descendiendo.
Y entonces volvieron los autos.
A los lados avanzaron veloces, Charly corrió hacia adelante hasta que se encontró con el riachuelo.
Dejó de correr, frenaron los autos, bajaron con las armas y apuntaron a Charly que cargaba a Rocío.
El helicóptero se posó pero las aspas giraban y anunció la propuesta, decía: Suelte a la niña, señor Carlos Plotkin, alias Carli, alias Charly, avance hacia el río, deje a Rocío que nosotros nos vamos a hacer cargo, métase al agua, nade, hace frío, es verdad, el agua es asquerosa y sucia, también es verdad, pero si llega a la otra orilla lo dejaremos en libertad, tiene mi palabra, anunciaba la voz del jefe que venía por su presa, suelte a la niña, no nos obligue a hacer fuego en esta situación, desista, desista.
Charly aspiró hondo, soltó a Rocío que quedó allí, paralizada, le extendía los brazos y balaba de terror, la miró, le dio un beso en la cabeza, le dijo, Vos sos una reina, después corrió al río inmundo y se zambulló.
Todavía tenía la mochila con la sangre de Cecilia, su Victorinox de 15 usos pero su arma reglamentaria había quedado en el auto.
Avanzó hasta que el agua le llegó al pecho, Al agua patos, dijo, y eso le pareció gracioso, porque nunca había aprendido a nadar, sabía el estilo perrito, nomás, él era un intelectual. Pero ahora entendía que esa era una imperdonable falla para un combatiente, se autocriticó entre engorrosos chapoteos y decidió que la ORGA debía implementar urgentes cursos de natación para todos los compañeros y, así pensando, la autocrítica se extendió al pulóver gordo color tiza que le había tejido la madre porque en aquel difícil trance se había vuelto una esponja del tamaño de su torso y chupaba agua sin fijarse en su calidad, le aumentaba el peso a Charly que ya veía que el estilo perrito no sería suficiente, Así no vamos a hacer el hombre nuevo, pensó, y eso le causó gracia, de aquí en más quedan prohibidos los pulóveres gordos, declaró con solemnidad, y lo mismo, compañeros, aplica para el uso de borcegos para nadar en el riachuelo, y todo eso le pareció graciosísimo y lamentó no tener a quien contarle sus ideas.
Se acordó de los mellizos, nunca supo que pronto arderían bañados en kerosene.
Miró a Rocío: un hombre fornido de boina y lentes oscuros la subía al helicóptero, el helicóptero se elevaba, se iba sin llamaradas.
Lo miró alejarse hasta que fue un punto en el horizonte.
Y luego nada
Se sacó los anteojos, los dejó en la infamia que los rodeaba como quien los pone en una mesa de luz, cerró los ojos, abrió la boca y decidió tragarse toda la negra, oleosa, pútrida agua del riachuelo.
Y cuando ya no hizo pie, todo fue dejarse ir hasta el fondo con el gordo de la madre, los borcegos y la mochila con la sangre que jamás sería negociada.
Los anteojos todavía flotarían un momento más.