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Año 9 #100 Febrero 2023

Consolación

No me mires.

No me mires.

No me mires.

Un gimnasta, un nadador, un jinete. No parpadea. El abuelo ejerce esa tensión en su cuerpo demorando lo que se vuelca.

El pulso.

Mirame.

Mirame directo a los ojos.

Mirá el completo silencio de la espera de tu sexo. Dejame sentir en los ojos la tensión callada de todos tus órganos, tus articulaciones. Como si tu cuerpo fuera un instrumento anónimo, inerte, como si fuera puro útil. Un arma. Buscás el momento ensordecedor de diseminarte en mí. Te miro.

Si tuviera pólizas de vida anteriores al 31 de diciembre de 1920. Antes de la caída del Imperio Otomano. Si hubiese contratado con compañías de seguros. Si tuviera algún dato que pudiese identificar a los herederos, la ocupación o el domicilio. Podría reclamar.

¿Sobre qué papeles nos amamos?

A quién reclamaría el agua creyente que me tomo, el día que faltase. La extremidad hinchada, el cuerpo final, esponjoso. Su parte más ancha. Dulce como el fruto de las encinas. La cubierta córnea que al desprenderse queda como un dedal en la punta. En Extremadura y en Andalucía los cerdos pastan aprovechando las bellotas caídas; las cabras trepan a los árboles, buscándolas. La zarzamora, o la nuez, o el arándano, o el cacao. El glande. La presión de sangre en los cuerpos esponjosos que mantiene la erección. La parte final y más ancha de ese cuerpo más grueso que su propio cuerpo. El glande. Paso la lengua alrededor de su borde.

Cerrá la puerta.

Dejo resbalar la mirada. Vos lo sostenés, fijás la postura apropiada, lo despegás levemente. Te das en parte y por partes. En escorzos. En memoria viva. En desbordamiento. Veo el tiro. Entorno ambos ojos o cierro uno y entorno el otro. La imagen centrada en ese punto no tarda en bailar, en oscilar. Se disloca. La punta móvil de tu cuerpo está en trance de ser arrojada.

¿Sobre qué papeles hacemos el amor?

Utilizaré otro soporte para hacernos ver. Filmaré la mirada atlética, esta imagen en movimiento. Iré hacia la escena del fondo. Los rostros quedan estrujados, movidos por la aceleración. El cuadro de la fotografía como instrumento cortante se distiende hacia la periferia. El ojo, acostumbrado a centrar de inmediato, va al centro y no encuentra nada allí. Como en un vidrio espejado donde se ven cuerpos ahí donde no hay. Tomo el agua creyente; le robo un hijo a tu cuerpo.

El abuelo sabía que una forma de evitar el conflicto era convertirse en invisible. ¿Acaso estar vivo no es colaborar?

Yo sueño con difuntas que intercambian su cuerpo por una imagen. Sueño que cuelgo las imágenes sobre las paredes de un museo. Sueño que es un templo. Hay cosas ante las manos. Los ojos se colorean. En los pasillos corre una advertencia secreta a los espectadores; hay un hombre oculto detrás de las cortinas. Los planos se superponen. El museo con el que sueño es un espacio donde él las recupera. Cumple con la lógica de los campos; las reduce. Ellas se fugan del cuerpo. Ahora, son incapaces de morir.

El abuelo intuye que su cuerpo devendría memoria a través de una inscripción de dolor. Presta sus pulmones. Poco a poco el humo del tabaco le llega a los alvéolos, la brea es fagocitada, luego se rompe dejándola libre. Se deposita en los bronquios. Comienza en un punto y a partir de ahí crece hacia el interior y exterior de la luz bronquial. Ahora podrá cumplir con la metáfora de la nación como cuerpo. La posesión del enemigo en el interior de sus mujeres.

Él negocia, hace un intercambio. Se presta. Se deja coger por la enfermedad, ese mantel ritual de su pecho donde navega un tiempo atascado. Coloca chapas metálicas para contener el viento y agotar el fuego como cuando asaba choclos. Se calcina. Presta el cuerpo porque el viento en el desierto arrasa densidades de arena.

¿Qué arena aguantaría una cruz?

En el desierto no hay tumbas Me desespero. Si te digo que no pares, pararía. Entonces no te digo, y no paro. Hago el amor con el perfume de tus dedos, las calles empedradas y los edificios lustrados de la Bergasse 19 cruzan el vidrio del cuadro que tenés colgado sobre la pared y me atraviesan. Para que la imagen esté en movimiento alguien tiene que quedarse inmóvil. El ojo junto a la cámara se mueve al ritmo de la imagen, yo me quedo quieta. Vos me decís que me restriegue con arena para limpiar la picazón. Algas, hongos, plantas, moscas parásitas que pierden sus alas. Lo que se convierte en imagen es animado por su espectador.

El abuelo les provoca lesiones para que nadie las coja. Piensa en la arena, en los parásitos del desierto frotándose sobre el sexo de las hijas. Se dice, el dolor hace de voluntades obedientes; se dice, de la humildad como degradación. No hay un adueñarse de la aflicción. El abuelo sabe que su pena puede alojarse en mi cuerpo. Será por eso que cuando cruzo la calle, con un vestido largo de breteles finos, con un collar de piedras celestes y lilas, un hombre se persigna. Por ese cuerpo de sobra. Como en las iglesias. Como las historias de duendes de Europa Central, donde sustituían al bebé recién nacido por un muñeco de hielo. Cuando la madre lo alzaba, el bebé goteaba.

Goteo.

  • Ana Arzoumanian
    Arzoumanian, Ana

    Ana Arzoumanian es escritora, poeta, traductora y abogada; además tiene un posgrado en psicoanálisis. Es profesora en la Maestría de Escrituras Creativas de la Universidad Tres de Febrero.

    Obra:

    Poesía:

    Labios

    Debajo de la piedra

    El ahogadero

    Cuando todo acabe todo acabará

    Káukasos

    Infieles

    La Jesenská

    Novela:

    La mujer de ellos

    Mar Negro

    Del vodka hecho con moras

    Relato:

    La granada

    Mía

    Juana I

    Ensayo:

    El depósito humano: una geografía de la desaparición

    Hacer violencia, el régimen ins