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Año 9 #103 Mayo 2023

Nicole

Nicole salió de la CÁRCEL un jueves después del mediodía. Como despedida, Yohainis le había teñido el pelo de negro azabache y Nicole se lo había agradecido con lo mejor que su lengua sabía hacer: un recorrido que comenzaba circunvalando el ombligo y caía con parsimonia hacia el pubis. Nicole no lamía, golpeteaba y en cada golpeteo, la hacía erizar. Al final, solo una célula del ápice de la lengua percutía sobre el punto más erguido del clítoris y Yohainis estallaba, la boca hundida en la almohada, la de Nicole ahogada en el desborde.

—Te vas a olvidar de mí —repetía Yohainis a cada rato y Nicole la abrazaba en silencio.

Se levantó el cuello de la campera: hacía tres años y cuatro meses que no sentía el viento, la tierra en los ojos. En el bolsillo tenía los papelitos que le dieron las chicas: teléfonos de la familia, direcciones de los hijos. Pero de memoria se sabía dónde la iban a estar esperando para cumplir los dos encargos que realmente importaban: el de Yohainis y el propio. Dos encargos de venganza.

Caminar hasta la terminal de ómnibus le llevó tres horas. En el penal, nunca había dejado de entrenar, pero estaba agotada y no por cansancio: se ahogaba en el espacio abierto. Sentada en una plaza, se concentró en reacomodar los ojos y los oídos. Desde el banco siguió con la mirada un colectivo verde por una calle ancha y vacía, hasta que lo perdió. Le pareció un buen ejercicio para demoler en su mente el muro. Echarlo por tierra, pero no olvidarlo.

Estuvo dando vueltas alrededor de la boletería antes de decidirse a presentar el boleto oficial que le habían dado en la Defensoría. Temía que todos la identificaron como presa. Lo estuvo revisando y no encontró nada que dijera algo en ese sentido. ¿Y si los empleados reconocían el formulario por el color o por la forma? ¿A quién más le daban pasajes oficiales? ¿A los policías? No se acordaba.

El micro llegó puntual. En la ventanilla le cambiaron el papel por un boleto común y corriente. El empleado no hizo ningún comentario, pero la miró de un modo que Nicole reconoció y la hizo sentir más tranquila. El mismo, antiguo modo del deseo: con miradas de ese tipo se sentía poderosa.

—A Bustamante me lo vas a matar si sales antes. Y yo te voy a decir cómo.

Mucho más que un mandato, Yohainis le había susurrado cuándo y dónde cumplirlo hasta el último minuto de la última noche en la cama de abajo, humedad contra humedad.

—A Bustamante me lo vas a matar, aunque yo no salga nunca —repetía Yohainis con la boca de Nicole apareada a la suya

Subió al ómnibus y, en lugar de ubicarse en el lugar asignado, buscó uno que estuviera vacío al fondo. Reclinó el asiento y extendió las piernas: no era el colchón de la celda, no veía el techo de la cucheta y no estaba Yohainis arriba, hablándole en venezolano de los hijos que le criaba la madre y del desgraciado que la hizo venir al país. No estaba Yohainis, cálida, suave y húmeda.

El micro inició el recorrido marcha atrás para salir de la plataforma. Nicole se tapó con la campera y pegó la nariz al vidrio. Lindo este frío, pensó. Un salto y ya estaba de pie en el pasillo. El hombre la miró asustado y se disculpó con torpeza mientras le pedía el boleto. El estado de alerta permanente no la iba a abandonar a pocas horas de estar afuera. Y no quería que la dejara, porque todo estaba por empezar.

El plan que habían organizado con Yohainis era simple: matar a un hombre y hundir a otro. Claro, sencillo y concreto como tienen que ser las venganzas. Y comenzaba en el preciso momento en que le abrían la puerta de un departamento en el centro de la ciudad a la que llegó pasada la medianoche, diez horas después de que la pusieran en la puerta de la cárcel, deuda pagada con la sociedad.

La mujer que la recibió tenía acento cordobés. La llamó por su nombre aunque no le dijo nunca el suyo. Le entregó un sobre con algo de dinero y un sándwich de milanesa. Le indicó cómo hacer funcionar el calefón y le dejó un celular con dos números agendados. En el cajón de los cubiertos encontró una pistola y una navaja.

Desnuda y con el pelo empapado se tendió en la cama doble. Recorrió el cielorraso tratando de medir su inmensidad. Recuperó la imagen de Yohainis en el olor de su propio sexo en los dedos. Lloró sin permitirse ruidos. Se durmió al amanecer, con la ventana abierta de par en par.

Usó dos días para recuperar el sentido de la realidad. Caminó por los alrededores para conocer el barrio. De a poco buscó ampliar la perspectiva que el muro le había bloqueado, dando vueltas a la manzana primero, cuadras más allá después. La ahogó pararse en una avenida y ver cómo los autos se perdían en un horizonte sin clausura. Y la saturó el mar.

A la tercera noche, Nicole entró al bar del hotel de lujo y el ademán del portero le confirmó que no iba a desentonar. La cordobesa había regresado dos veces, una con ropa y otra con instrucciones. Quiso preguntarle de dónde la conocía a Yohainis pero la mirada de la mujer le cortó la frase en la mitad.

Sentada en la barra alcanzó a verlo en una de las mesas junto al ventanal desde el que se adivinaba el mar. Las luces de las lámparas se reflejaban en los vidrios distorsionando la noción de afuera y adentro. Un muro de luces, pensó y, extrañamente, eso la tranquilizó.

Alguien se sentó al piano y comenzó a tocar: la música hacía todo más fluido. Fue hacia la mesa de la ventana. No hubo sorpresa de parte del hombre: estaba buscando lo que Nicole le proponía. Poca charla, poco de qué hablar. Él alardeó sobre su auto, ella quiso una vuelta para sentir el aire del mar. La jugó de puta romántica y le pidió ver la luna al borde del acantilado. Todo fue rápido: un tiro en la sien, un tajo y un empujón que dio con vehículo y conductor entre las olas.

No había empezado a amanecer cuando dos hombres la pasaron a buscar. Recorrieron varios cajeros automáticos con las tarjetas del muerto, disimulando ante las cámaras. Con eso, Nicole pagó lo que debía y siguió en el auto hasta la capital, en busca de su segundo blanco. Lo dejó en el sitio convenido y caminó —¡cómo le estaba gustando caminar!— por avenidas concurridas, mezclándose con la gente para probarse: no había perdido los reflejos que adquirió en la cárcel, pero podía relajarse lo suficiente como para empezar a disfrutar.

Compró tintura y una tijera en un supermercado y lloró frente al espejo mientras cortaba las mechas negras que tanto le habían gustado a Yohainis. Rubia reciente, maquillada y bien vestida, atacó la segunda parte del plan. “Ahora es tu turno”, le dijo al espejo y salió a la calle.

Comió algo en un bar, frente a una plaza. Yohainis estaría mirando los chicos que jugaban, se encontró pensando. Yohainis siempre estaba hablando de niños, aunque insultaba al que le hizo tres y la abandonó. “Por lo menos contigo no me preñaré”, se reía.

Y juraba que a Bustamante lo quería matar porque la obligó a dejar a los hijos con su madre, no por traerla y prostituirla. Ni siquiera por haberla vendido cuando lo obligaron a entregar un peón para fraguar un procedimiento que permitiera continuar el negocio con tranquilidad.

“De otro modo, nunca te hubiera conocido”, se reía Yohainis y le hablaba de llevarla a su tierra, a vivir en la casita de su madre, fresca y tibia a la vez en su recuerdo.

Nicole se obligó a no pensar. Esperó que anocheciera para colarse en el edificio: nadie detiene a una mujer alta y elegante que encara directo al ascensor. El departamento era insulso pero gritaba obsesión por el orden. Nicole se tomó unos segundos en el umbral para registrar cada detalle: sabía que él, cuando llegara, haría exactamente lo mismo y notaría, de inmediato, qué estaba fuera de lugar. Imaginó dónde escondería las cosas importantes y acertó. No había cambiado nada en estos años, pensó. Obsesivo y predecible.

Debajo de la Glock colocó unos papeles que había sacado del auto desbarrancado. En la cocina, bajo la mesada, escondió el anillo que le había arrancado —con dedo y todo— a Bustamante. Detrás del mueble del living, el llavero del muerto. Rastros burdos, muy por debajo de la capacidad de un experto como él, pero suficientes para quienes estaban buscando la oportunidad de echarle mano. Ordenó todo y resistió la tentación de dejarle algún rastro, a modo de firma: en la cárcel había aprendido a retener hasta el olor para pasar inadvertida.

Desde una plaza llamó a los otros dos números de teléfonos que Yohainis le había anotado. Avisó dónde podrían encontrarse los documentos, el dedo medio podrido y las llaves del que cayó al mar. Si la fiscalía no quería conectar a un comisario porteño con el “proxeneta ahogado en los acantilados, parte de una red internacional” —como zocaleaba Crónica TV— había gente muy interesada en acabar con él, antes de que se volviera peligroso para la organización. Gente a la que le había sido útil, pero que también conocía su historia de traiciones, incluyendo la que la envió a prisión a ella misma, cuando era su mujer. En la cárcel, Nicole había aprendido que hay una justicia mucho más implacable y eficaz que la de los tribunales.

Aspiró el olor de los tilos y se sintió calmada. Miró la hora en el reloj de la iglesia que estaba frente al banco en el que se había sentado. Vino un perro callejero a olisquear sus zapatos y se imaginó que ya era tiempo de empezar a irse.

Tiró el celular en un cesto de basura y decidió hacer a pie el camino de regreso. Ahora solo restaba diluirse en la ciudad llena de gente y esperar. Tenía tiempo, un buen tiempo hasta que Yohainis saliera en libertad y la llevara a su país, a conocer a sus hijos.

  • Gabriela Urrutibehety
    Urrutibehety, Gabriela

    Gabriela Urrutibehety es escritora, periodista y profesora de Literatura argentina. Ha publicado las novelas Caras Extrañas, La banda de los seguros, Mecanismo de Relojería y Con la muerte a cuesta, así como cuentos aparecidos en diferentes revistas literarias y antologías. Es coautora del ensayo Tras las huellas de Girondo (junto con Verónica Meo Laos y Juan Carlos Pirali). Ha obtenido varios premios literarios, y fue finalista del premio Azabache de Novela Negra (Argentina), Premio Clarín de Novela (Argentina) y Bienal Copé de Novela (Perú)

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