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Año 9 #103 Mayo 2023

El hippie

Fue un polvo flechazo. Qué amor ni amor. Desistí de ir a la conferencia del filósofo experto en el Microcosmos del Poder en Neurociencia del Cerebroresiliente del Ser. Desistí porque no tenía la entrada anticipada, además, estaba sin ánimo de nada, cuando digo nada, es nada. Pero un no sé qué del macro cosmos universal me llevó a la sala de conferencia, mejor dicho a la antesala. Y ahí estaba, entrando al hall. Pisaba fuerte con mis tacos y mi perfume exagerado, tal vez para tapar todo lo que yo era para mí en esos días, una nada reducida a la máxima expresión. Me vi de pie en el hall, observando a un grupo de jóvenes discutir con el boletero. En el mismo instante en el que me detuve a mirar a ese grupo de jóvenes, el ruludo, alto, de morral cruzado, me miró. ¡Mmm, bomboncito!, pensé. Seguro que a él se le cruzó por la cabeza algo similar, porque sus ojitos alegres detrás de sus culos de botella de borde negro, me seguían mirando. ¡Mmm, le debo llevar unos quince añitos! La sala está llena, vociferaba el boletero detrás del joven de manos en los bolsillos y morral cruzado, quien seguía ahí petrificado. Yo tam-bién estaba petrificada, pero intentaba disimular. Esa onda hippie, barba, rulo y morral… no sé, nunca la había probado. Él seguía quieto, sonriendo, y los gritones detrás. ¿No hay entradas?, le pregunté. No, respondió feliz. Aunque fue un no para adentro, porque con la boca sonriente es difícil decir no. De repente, salió de su estado de shock, se dio vuelta y gritó: ¡Vamos a darnos nuestras propias conferencias del microcosmos a un bar! ¡Sí!, respondieron a coro los amigos quince años menos que yo. Fuimos todos a uno que estaba en la esquina.

Luego de aquella vez, el ruludo me llamó insistentemente, quería que fuéramos a un café a ahogar nuestras penas. A él lo había abandonado la novia. Parece que la chica se fue con un clown. A mí me había dejado un viejo choto. No se había ido a un geriátrico, ni se había muerto. Me había desechado porque quería ser infiel. El jovato quería ponérsela a quien quisiera, con mi consentimiento. A mí eso del amor libre, el poliamor y esa pelotudez no me iba. Entonces, se rajó. Ojalá que no se le pare. Volviendo al tema del ruludo hippie, lo pasé a buscar para ir a… no sé, a algún lado a ahogar penas. Él por lo de la chica y el payaso y yo por lo del viejo y sus ponencias.

Ahí me encontraba tocando bocina en la casa del estudiante hippie y sus amigos. Unas jóvenes cabezas se asomaron por la ventana, ninguna tenía rulos. Él apareció feliz por la puerta del garaje. Se subió al auto y vi la sonrisa implacable, incrustada en su ser. Se sentó, y nada dijo. Yo tampoco. Entonces nos chuponeamos, nos chuponeamos tanto que ni arrancar el auto pude. Entre nuestros brillosos dientes y frescas lenguas no había lugar para implantes ni dentaduras postizas.

—Sé dónde venden unas buenas cervezas para tomar solos —dijo.

—¿Dónde?

—Seguí derecho.

—¿Tiene estacionamiento privado?

—Claro que sí.

Tardamos alrededor de media hora en recorrer veinte cuadras, porque entre semáforo y semáforo, le acariciaba los rulos y… volvimos a chuponearnos tanto, tanto, que tardamos casi treinta minutos en llegar adonde vendían las cervezas para ahogar penas.

—Acá es —dijo el hippie.

—¿Acá?

—Bajo y pregunto.

El portón se abrió y envueltos en la noche vi varios autos estacionados. Feliz, el hippie estudiante me hizo señas para que lo estacionara junto a uno rojo.

—¿Viste que tiene estacionamiento privado? —dijo sonriente, asomándose por la ventanilla.

Parecía que la luna de esa noche lo hacía más bonito y más feliz. Si te parece privado, pensé, tratando de ver la manera de desaparecer del estacionamiento en esa brillante noche clara de sonrisa de dientes perfectos y alegría de juventud.

Él con sus manos en los bolsillos, se dirigió feliz hacia un pasillo en el que apenas se vislumbraba una puerta.

—Supongo que es por acá —murmuró.

Caminamos juntos hasta la puerta doce. Él la abrió y un deprimente cuarto esperaba.

—¡Es precioso! Te dije. Esto va estar genial.

Si vos crees, pensé. Me quedé de pie en la entrada y observé al joven que feliz revisaba los cajones de las mesas de luz, abría las puertas del armario y festejaba.

—¡Fantástico! —dijo y se tiró en la cama.

Su sonrisa seguía incrustada en ese cuerpo fres-co, largo y atlético, entonces me lancé sobre él. Me atrapó con su boca, con su lengua, con sus rulos. Luego se paró junto a la cama y se desvistió. Ahí permanecía, blanco, joven, esbelto, con su pija en la mano: el David. Feliz y orgulloso de pie junto a la cama, el David exhibía en exponenciales dimensiones, su joven y atlética pija. No había lugar para pasas de uvas ni chicharrones. Su trofeo en las manos ofreciéndomelo y yo dándole paso a ese monumento renacentista. Debía hacer honor a semejante belleza y no tuve más remedio que probar con mi lengua el arte y la cultura de Michelangelo. Belleza pura y él ya no parecía el David, ahora parecía la Piedad. Con su cara hacia un costado, la piedad de Miguel Ángel se reflejaba en la penumbra de la luz del baño. Ahí estaba yo, feliz, probando el arte renacentista una y otra vez, hasta que el Cristo resucitara y quisiera recrear los pecados de María Magdalena. O tal vez recrear el Jardín de las Delicias. Entonces sí, el Cristo resucitó. Y sin pensar nada, María Magdalena, abrió su cuerpo y alma para ahogar sus penas y sintió inmensa en ella esa pija resucitadora y purificadora. Entonces… se movió una y otra vez al ritmo joven del atlético David y entrelazaron sus manos y se besaron las caras y la barba suave rozaba su piel y sentía los rulos recorrer su cuello y la pija grande y hermosa en su sexo y así una y otra vez entregaron juntos sus gritos a la noche hasta terminar.

 

  • María Ignacia Sansi
    Sansi, María Ignacia

    María Ignacia Sansi (Córdoba, 1973), desde 1974 reside en Mar del Plata. Es profesora en Artes Visuales y Realizadora con orientación en pintura. Con el libro de cuentos Penumbras ganó el premio Municipal de Literatura Osvaldo Soriano que otorga la Municipalidad de General Pueyrredón. Edgardo González Amer adaptó algunos cuentos de Penumbras para la obra de teatro Muertas de amor. Otros libros de cuentos: de Sansi; Cretinos, Tomate el 29 y Sobre el asfalto.