Cuatro bloques
El Rogelio Regenta el único bar que hay en una zona de cuatro bloques de tres alturas con seis portales cada uno, tres en un lado y otros tres en otro. El garito es una anomalía porque los bloques son de pisos, muy canijos, pero pisos, al fin y al cabo, sin ningún local comercial. Se cuenta que el Rogelio era primo del constructor, o cuñado, yo ya no me acuerdo, y que le dejaron ese local para que él se buscara la vida. El nota tiene setenta y tantos largos, pero conserva la mala leche de siempre. Nunca habría podido llevar el bareto si no hubiera llevado a gala esa mala hostia tan suya. Es verdad que, si hay que contar todo, podríamos decir que, en el fondo, pero muy en el fondo, el tío tiene buen corazón.
Estoy sentado con tres colegas, echando un mus. Son el Tijeras, el Pirri y el Joaquín. Los dos primeros son exatracadores, exyonquis y alcohólicos, como yo. El caso del Joaquín es más raro, pero raro de cojones. Lo digo porque también colecciona una cantidad de «ex», pero de otro tipo: exmilitar veterano de la guerra de Bosnia, exmarido de una mujer de una familia feliz y lo más raro de todo: expolicía. Raro porque por aquí a los maderos no los podemos ni ver, pero el pavo este… En fin, que siguió un camino muy distinto al nuestro, pero que le condujo al alcoholismo donde los cuatro nos encontramos estupendamente, bueno… es una forma de hablar. Un día apareció tirado en el barrio y se podría decir que el Pirri y el Tijeras lo adoptaron.
Los cuatro bloques son una rareza dentro del barrio, compuesto por polígonos de viviendas de protección oficial mucho más grandes y agrupados por parcelas que se denominan con letras. Vistos desde arriba podrían parecer cuatro fichas de dominó tumbadas y mal colocadas, como si alguien las hubiera tirado allí porque había un espacio en el que cabían. Alrededor de cada bloque hay una acera diminuta de adoquín antiguo y gris. Lo demás es tierra y hierbajos que albergan algunos bancos del ayuntamiento tan antiguos que hay inscripciones de los ochenta grabadas a estilete, rótulos de amores tan antiguos como fugaces, epígrafes de grupos de rock prehistóricos y drogas pasadas de moda.
A través de los escasos tabiques que separan los pisos se escucha todo, y yo desde niño he escuchado de todo.
Y cuando digo de todo es de todo, cosas que resultarían demasiado fuertes para una pesadilla o una película de terror. Es mucho el frío en invierno y hace demasiado calor en verano. Cuatro bloques, a seis portales cada uno con dieciséis viviendas en cada portal hacen un total de trescientas ochenta y cuatro familias alojadas allí en los sesenta, dejadas de la mano de Dios, sin ningún tipo de servicio y en la mayoría de los casos sin un trabajo y con las perspectivas y las esperanzas aniquiladas para siempre. De esas trescientas ochenta y cuatro familias, trescientas cuarenta perdieron un hijo o más por culpa de la heroína o estuvieron a punto de perderlo, y eso que alrededor de unas quince familias nunca concibieron hijos. Los que se salvaron se atiborran de pastillas y alcohol.
El Rogelio sirve cañas, vinos y botellines. La máquina de café se averió en los noventa. ¿O fue en los ochenta? También se sirven copas, sobre todo de coñac y anís, de marcas baratas. Y en invierno también vende caldos a un euro la taza, que cuando hace frío se agradece con un chorrito de vino manzanilla, qué rico. El local es un cuchitril sucio y maloliente que apesta a miseria y a tristeza, a vidas perdidas y a tiempo desperdiciado. El Rogelio, para cuadrar las cuentas, porque de otra forma no hay manera, pasa jachís, y lo hace desde siempre porque el costo se lo pasa a conocidos o a colegas de conocidos que pueden venir allí desde barrios que están que te pasas de lejos. Yo creo que ya se han acostumbrado a la parafernalia de tomarse un botijo allí entre la fauna autóctona mientras el Rogelio busca las posturas. Por eso y porque el Rogelio no les tanga y les vende chocolate bueno. En el garito también se pasa farlopa y se pasa jaco, y últimamente se pasa cristal y otras mierdas, pero eso ya no lo lleva el Rogelio, lo que no significa que no se lleve pasta porque de todos los negocios que se hacen en su local él se lleva una parte y hace bien. Los camellos van cambiando. Unos van al trullo y otros nuevos se empeñan en ir al trullo en un futuro no muy lejano. El Rogelio sigue ahí porque pasar costo no es lo mismo que lo otro y porque el Rogelio conoce a todo tipo de gentuza, entre ella a maderos de los que cortan el cotarro y que también pillan cacho.
En un momento dado entran dos notas al bar. Uno es el Pipe, un gilipollas de mucho cuidado, lo más parecido a un tonto del pueblo que tenemos por aquí. Que no es porque sea tonto, ojo, que tontos hay a montones y no nos pasamos con ellos. Pero este es chivato y mala gente, y por ahí en el barrio no pasamos. El Rogelio le ha prohibido entrar muchas veces, pero él siempre vuelve porque debe de creer que pasado un tiempo el perdón le viene de serie, como el espejo retrovisor en los bugas. Al nota que lo acompaña nadie lo ha visto nunca, lo que hace que todas las miradas se le claven en la nuca. Tiene el pelo castaño y rizado, lleva un aro en la oreja izquierda, chupa negra y pantalón vaquero desteñido.
—Danos dos botijos, Rogelio.
El Rogelio lo mira como si el Pipe hubiera violado a su hija y les pone los dos botijos de Mahou sin un triste aperitivo, que es la forma que tiene el Rogelio de decirles «bebeos los botijos y ya estáis desfilando que no quiero ni veros por mi bar, hijos de puta». Porque el de la chupa negra apesta a madero. Es madero. Y eso se sabe porque los que estamos todo el día en ese jodido bar, vamos, todos los que vivimos en uno de los cuatro bloques sabemos reconocer a un madero a un kilómetro de distancia.
—Rogelio —dice el Pipe con esa cara de lerdo que le ha tocado en la rifa de la asignación de caretos…—, aquí mi colega que quiere veinte pavos de jachís.
El Rogelio lo mira como si además de haber violado a su hija la hubiera preñado.
—¿Tú eres tonto o qué te pasa? —le dice el Rogelio.
—¿Por qué me dices eso?
—Porque si vienes a mi casa y me pides que te venda mierda me estás insultando. De sobra sabes que aquí se vende vino, cerveza anís y coñac, solo eso.
El Rogelio ha sido suave porque también sabe que el otro es madero. Por menos que eso le he visto yo sacar la escopeta de cañones recortados y amenazar, incluso disparar a tipos que todavía estarán flipando del susto.
—Joder, Rogelio, que este es colega mío y…
—¡Ni colega ni hostias! —chilla el Rogelio, que veo que al final saca la escopeta y monta una masacre.
—Vale, vale…
El Pipe y el madero apuran los botijos, pagan y se abren. Se hace la paz y podemos seguir con la partida.
—Qué cantazo ¿no? —dice el Pirri.
—Ese chaval es tonto desde que era pequeño. Siempre va montando jaris y malos rollos —apunta el Tijeras.
El Joaquín frunce los labios, le pega una calada al pitillo y se echa al coleto un lingotazo de la copa de coñac.
Mis colegas y yo estamos entre los cincuenta y los cincuenta y cinco tacos. Estamos vivos de milagro. No, desgraciadamente no pertenecemos a ese pequeño grupo de familias cuyos hijos nunca tuvieron problemas con el caballo. Tampoco estaríamos muy tristes si nuestras familias hubieran sido aquellas otras que nunca concibieron hijos porque así no habríamos nacido y nos habríamos ahorrado movidas.
Cuatro bloques como cuatro fichas de dominó desparramadas sin ningún orden en un barrio alejado del centro, como si tuviéramos la peste o cualquier otra enfermedad contagiosa. Cuatro bloques a un kilómetro de un complejo de tiendas cutres situadas en casas bajas. La mitad son bares y otra gran parte tiendas de chinos. Por lo demás, los negocios han sido montados sin ningún orden: dos carnicerías, tres zapaterías, dos farmacias… Porque digo yo que, a ver, que para qué hay dos farmacias. O dos carnicerías y ninguna frutería o pescadería, por poner otro par de ejemplos. Cuatro bloques a tomar por culo del Metro y de una parada de autobús.
El gilipollas del Pipe vuelve al día siguiente. Sí, con el madero y vuelven a pedir dos botijos.
—Anda, Rogelio, pásale el costo a mi colega, que es de confianza.
Toda la peña que hay en el bar deja lo que está haciendo y miran, porque saben que el Rogelio esta ya no la pasa. Sin embargo, el Rogelio sigue secando vasos con un trapo supuestamente blanco que tiene más mierda que el palo del gallinero.
—Venga, Roge, que parece mentira…
—Ya está, tú y tú, a la puta calle —dice el Rogelio.
—¿Sin bebernos los botijos? —dice el pringao del Pipe.
—Oiga… —dice el madero.
—¿Sabe lo que es esto? —dice el Rogelio al madero señalándole un papel que hay clavado en la pared que no tiene nada que envidiarle al trapo en cuestión de mugre—. Esto es «reservado el derecho de admisión». ¡Así que a tomar por culo de mi casa!
Los dos salen del bar sin poner una pega. El madero ha hecho un intento de pagar, pero el Rogelio les ha dicho que con tal de que no vuelvan que están invitados. Las cosas vuelven a su ser. La peña sigue cada uno a lo suyo, las partidas se restablecen y aquí no ha pasado nada. Ahora que lo pienso (supongo que por el pedo), mientras voy diciendo mecánicamente paso, paso, pares sí, paso y juego no, de todos los que hay en el bareto ninguno curra. Unos son jubiletas, otros parados de larga duración y otros tienen la suerte de cobrar una pensión por enfermedad. Abunda la peña con los piños podridos porque no hay pelas para dentistas. La mayoría viste ropas de saldo de mercadillo. La mayoría tienen esa mirada triste característica de los cuatro bloques. La mayoría espera pasar los días sin mucho sobresalto y una muerte de esas que te mueras de repente, a poder ser durmiendo. Que no les pase lo que al Aquilino, que se quedó paralítico en una silla de ruedas y vive en el tercero, que el nota ya solo baja al bar cuando los colegas, que ya no están para trotes, cargan con él a pulso para que se eche unos vinos. Al tipo se le murieron tres hijos del caballo y la mujer se tiró por la ventana.
Al día siguiente no puedo creerme lo que ven mis ojos. El Pipe vuelve a entrar con la sonrisa de gilipollas y detrás viene el madero. Se ponen en el centro de la barra y piden dos botijos. Todos miran, porque todos saben que ya no, que el Rogelio no va a aguantar una tercera vez. El Rogelio saca la escopeta de cañones recortados. El madero saca una pipa que debía llevar en la sobaquera, pero antes de que apunte al Rogelio le sujeto el brazo por detrás mientras que el Pirri le da una hostia en la mano que hace que la pipa caiga al suelo. El Tijeras la recoge y apunta al Pipe mientras el Rogelio apunta a la cabeza del madero.
—¿Pe… pero qué coño estáis haciendo? —pregunta el madero que no se cree lo que está pasando.
—Padentro —dice el Rogelio.
«Padentro» quiere decir que agarremos a los pringaos y los llevemos al almacén. Y yo le hago caso porque el Rogelio es el Rogelio y aparte es mi viejo. Que yo no sé cómo no me ha tirado por el balcón con todos los problemas que le he dado, que yo creo que la vieja la palmó de los disgustos. El viejo es un personaje. Dicen que me parezco a él, pero ni de coña. Él tiene más huevos y más aguante, que sí que sí que sí, dónde va a parar. Todavía me echa la bronca de vez en cuando, para que pase más tiempo dentro de la barra que fuera con mis colegas bebiendo, fumando y jugando al mus, esperanzado… ¿en qué? Pero si yo estoy más acabao que el batera de los Stones, pues anda…
El Pipe está acojonado y seguro que está a punto de mearse en los pantalones mientras que el madero no ha debido de entender bien la situación porque grita amenazándonos, como si fuéramos nosotros sus prisioneros y no al revés. Así que ya en el almacén, sin miradas que solo buscan el morbo, le meto dos hostias que el nota flipa.
—¡No sabéis quién soy yo! ¡No sabéis quién soy yo! ¡Se os va a caer el pelo!
Como no se calla, ahora es el Pirri el que le da dos trucos bien dados. Finalmente, el Tijeras le mete dos patadas, con mucho estilo. El pavo ha dejado de gritar, aunque sigue mirando con superioridad. El Pipe acaba de mearse y las armas ya solo apuntan al madero. Mi padre le sujeta la mejilla izquierda con la palma de la mano y con la otra le va dando en la mejilla contraria mientras habla, como si el carrillo del madero fuera un tambor.
—Sabemos quién eres de sobra —le dice el viejo al madero—, desde que has entrao por la puerta. Aquí siempre se ha vendido jachís, ojo, solo jachís porque esa es la norma, y bien que se llevan tajada Márquez y Santillana —se refiere a dos maderos del barrio de toda la vida que pasan por el bareto a tomar sus copas gratis y a recibir la comisión por hacer la vista gorda—. Y el comisario, claro. Vendo jachís, pero a gente que tiene derecho a hacer con su vida lo que les salga de la polla, ¿o no? Nunca les vendo a niños como otros camellos que andan por ahí sin ningún control. Así que, anda, vete a buscar a esos, que es a los que tienes que buscar, pingo.
Mientras le ha hablado no ha dejado de darle en la jeta. A estas alturas el madero tiene la cara toda roja e hinchada.
—Lo… lo primero que… que voy a hacer cuando salga de aquí —empieza a decir el madero, al que ya le cuesta hablar—, es… es…
—Este es tonto —le dice el Tijeras a mi viejo.
Yo pienso que sí, que el nota flipa.
—Vamos a tener que darle matarile —dice el Pirri.
Y el madero lo entiende, vaya que si lo entiende, porque por primera vez veo en su careto esa expresión de estar preguntándose: «¿Y si me matan estos cabrones?». El Pipe está descompuesto porque sabe que le espera exactamente lo mismo que le pueda pasar al madero. Es curioso cómo dos tipos tan distintos van a compartir un destino fatal. El uno porque es imbécil, que a saber qué le habrá dicho el madero para que lo lleve allí a pillar jachís y trincar a mi padre. Y el otro por fiarse de un tarado como el Pipe y por creer que el viejo y todos los que estamos allí somos unos lilas.
El madero vuelve a envalentonarse. Definitivamente parece ser un gilipollas (uno más) que no sabe calcular sus posibilidades. Dice, más bien grita, que se nos va a caer el pelo, que no sabemos con quién estamos hablando, que vamos a ir todos palante…
Y entonces: ¡PUM! La cabeza del madero revienta. Del cañón de la escopeta del viejo sale un humo denso que me recuerda a esos petardos de Navidad que no explotan, que simplemente echan humo por un fallo de fabricación. Huele a pólvora y huele a miedo, el del Pipe, que acaba de cagarse en los pantalones. Se arrodilla. Empieza a rezar y a suplicar. Se arrastra hasta los pies de mi viejo y se los besa. El Tijeras y el Pirri sonríen enseñando sus dientes podridos y yo los acompaño.
—Pero ¿cómo puedes ser tan rastrero, Pipe? —dice el Tijeras.
—¿Qué hacemos con este? —pregunto.
—Con este… —empieza a decir el viejo arrugando un poco el morro—, con este no podemos hacer ni chopped, ni pa eso vale.
—Si lo dejamos vivo lo mismo canta.
—Qué va —contesta el viejo—, este nunca va a decir nada de esto, ¿verdad, capullo?
—¡Se lo juro por mis muertos, señor Rogelio! ¡Por mis muertos!
—¿Sabía algún madero más que este andaba contigo?
—¡Qué va, señor Rogelio, qué va! ¡Se lo juro por mis muertos! ¡Me ofreció veinte euros por decirle quién pasaba el jachís en el barrio! Nadie más sabe na. ¡Nadie más sabe na!
—Anda, márchate a tu casa y cámbiate de ropa, que hueles a podrido. Y no vuelvas por aquí. ¿Cuántas veces te lo he dicho?
El Pipe sale corriendo como si hubiera visto al diablo. No hemos vuelto a verlo. Aunque este, ya digo, como es idiota, un día cualquiera volverá a aparecer por el bar.
—¿Qué hacemos con el madero? —pregunto.
—A la tahona del Macario. Envolverlo en unas mantas. Ya sabes dónde están.
El Macario es un tipo que vino al barrio al mismo tiempo que mi viejo. Él de Extremadura y mi viejo de Cuenca. Pero eso da igual. Sus hijos y yo nos consideramos del barrio y a estas alturas los pueblos de nuestros viejos nos parecen Marte. Mi viejo puso el bar y él una panadería que con el tiempo se convirtió en un horno y hoy en día es una de las panaderías–pastelerías más grandes del barrio. El viejo y él se deben favores.
Entramos por la puerta de atrás. El Macario no pregunta. No hace falta. Lo que hace falta es que encienda uno de los hornos, cosa que hace mientras se enciende un pitillo.
—¿Con las mantas? —pregunta.
—Con todo —le digo.
Cuando nos lo dice, el Pirri y yo metemos dentro el fiambre. Después nos vamos. El viejo me mira cuando volvemos al bar. Afirmo con la cabeza. El Joaquín está fumando y bebiendo a morro de un tercio de Mahou. Continuamos la partida.
Cuatro bloques, a seis portales cada uno con dieciséis viviendas en cada portal hacen un total de trescientas ochenta y cuatro familias alojadas allí en los sesenta dejadas de la mano de Dios. Cuatro bloques como cuatro fichas de dominó desparramadas sin ningún orden en un barrio alejado del centro, como si tuviéramos la peste o cualquier otra enfermedad contagiosa.
—Paso.
—Paso.
—Paso.
—Envido.
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Paco Gómez Escribano
Francisco Gómez Escribano, o como se le conoce comúnmente, Paco Gómez Escribano, es un Ingeniero Técnico Industrial de Electrónica que combina la enseñanza con la escritura de novela negra, de intriga y misterio. Ejerce la docencia en un centro de Formación Profesional de Madrid, su ciudad natal; también es profesor en Cursiva, donde imparte cursos sobre cómo escribir novelas de ficción criminal.
Debutó como novelista en 2011 con El círculo alquímico, y desde entonces participa con frecuencia en festivales de novela negra por toda España, como el Valencia Negra o La Semana Negra de Gijón.
Integra la corriente quinqui y canallesca del género negro. Ha publicado las novelas Manguis, Yonqui, #MadridPrisión, Cuando gritan los muertos, Prohibido fijar carteles, 5 Jotas y Lumpen (escrita a cuatro manos con Luis Gutiérrez), Maluenda, y los poemarios Versografía maldita y La vereda de la derrota.