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Año 9 #105 Julio 2023

Casa tomada

Nos gustaba la casa porque aparte de espaciosa y antigua (hoy que las casas antiguas sucumben a la más ventajosa liquidación de sus materiales) guardaba los recuerdos de nuestros bisabuelos, el abuelo paterno, nuestros padres y toda la infancia.

Nos habituamos Irene y yo a persistir solos en ella, lo que era una locura pues en esa casa podían vivir ocho personas sin estorbarse. Hacíamos la limpieza por la mañana, levantándonos a las siete, y a eso de las once yo le dejaba a Irene las últimas habitaciones por repasar y me iba a la cocina. Almorzábamos al mediodía, siempre puntuales; ya no quedaba nada por hacer fuera de unos platos sucios. Nos resultaba grato almorzar pensando en la casa profunda y silenciosa y cómo nos bastábamos para mantenerla limpia. A veces llegábamos a creer que era ella la que no nos dejó casarnos. Irene rechazó dos pretendientes sin mayor motivo, a mí se me murió María Esther antes que llegáramos a comprometernos. Entramos en los cuarenta años con la inexpresada idea de que el nuestro, simple y silencioso matrimonio de hermanos, era necesaria clausura de la genealogía asentada por nuestros bisabuelos en nuestra casa. Nos moriríamos allí algún día, vagos y esquivos primos se quedarían con la casa y la echarían al suelo para enriquecerse con el terreno y los ladrillos; o mejor, nosotros mismos la voltearíamos justicieramente antes de que fuese demasiado tarde.

Irene era una chica nacida para no molestar a nadie. Aparte de su actividad matinal se pasaba el resto del día tejiendo en el sofá de su dormitorio. No sé por qué tejía tanto, yo creo que las mujeres tejen cuando han encontrado en esa labor el gran pretexto para no hacer nada. Irene no era así, tejía cosas siempre necesarias, tricotas para el invierno, medias para mí, mañanitas y chalecos para ella. A veces tejía un chaleco y después lo destejía en un momento porque algo no le agradaba; era gracioso ver en la canastilla el montón de lana encrespada resistiéndose a perder su forma de algunas horas. Los sábados iba yo al centro a comprarle lana; Irene tenía fe en mi gusto, se complacía con los colores y nunca tuve que devolver madejas. Yo aprovechaba esas salidas para dar una vuelta por las librerías y preguntar vanamente si había novedades en literatura francesa. Desde 1939 no llegaba nada valioso a la Argentina.

Pero es de la casa que me interesa hablar, de la casa y de Irene, porque yo no tengo importancia. Me pregunto qué hubiera hecho Irene sin el tejido. Uno puede releer un libro, pero cuando un pullover está terminado no se puede repetirlo sin escándalo. Un día encontré el cajón de abajo de la cómoda de alcanfor lleno de pañoletas blancas, verdes, lila. Estaban con naftalina, apiladas como en una mercería; no tuve valor para preguntarle a Irene qué pensaba hacer con ellas. No necesitábamos ganarnos la vida, todos los meses llegaba plata de los campos y el dinero aumentaba. Pero a Irene solamente la entretenía el tejido, mostraba una destreza maravillosa y a mí se me iban las horas viéndole las manos como erizos plateados, agujas yendo y viniendo y una o dos canastillas en el suelo donde se agitaban constantemente los ovillos. Era hermoso.

Cómo no acordarme de la distribución de la casa. El comedor, una sala con gobelinos, la biblioteca y tres dormitorios grandes quedaban en la parte más retirada, la que mira hacia Rodríguez Peña. Solamente un pasillo con su maciza puerta de roble aislaba esa parte del ala delantera donde había un baño, la cocina, nuestros dormitorios y el living central, al cual comunicaban los dormitorios y el pasillo. Se entraba a la casa por un zaguán con mayólica, y la puerta cancel daba al living. De manera que uno entraba por el zaguán, abría la cancel y pasaba al living; tenía a los lados las puertas de nuestros dormitorios, y al frente el pasillo que conducía a la parte más retirada; avanzando por el pasillo se franqueaba la puerta de roble y mas allá empezaba el otro lado de la casa, o bien se podía girar a la izquierda justamente antes de la puerta y seguir por un pasillo más estrecho que llevaba a la cocina y el baño. Cuando la puerta estaba abierta advertía uno que la casa era muy grande; si no, daba la impresión de un departamento de los que se edifican ahora, apenas para moverse; Irene y yo vivíamos siempre en esta parte de la casa, casi nunca íbamos más allá de la puerta de roble, salvo para hacer la limpieza, pues es increíble cómo se junta tierra en los muebles. Buenos Aires será una ciudad limpia, pero eso lo debe a sus habitantes y no a otra cosa. Hay demasiada tierra en el aire, apenas sopla una ráfaga se palpa el polvo en los mármoles de las consolas y entre los rombos de las carpetas de macramé; da trabajo sacarlo bien con plumero, vuela y se suspende en el aire, un momento después se deposita de nuevo en los muebles y los pianos.

Lo recordaré siempre con claridad porque fue simple y sin circunstancias inútiles. Irene estaba tejiendo en su dormitorio, eran las ocho de la noche y de repente se me ocurrió poner al fuego la pavita del mate. Fui por el pasillo hasta enfrentar la entornada puerta de roble, y daba la vuelta al codo que llevaba a la cocina cuando escuché algo en el comedor o en la biblioteca. El sonido venía impreciso y sordo, como un volcarse de silla sobre la alfombra o un ahogado susurro de conversación. También lo oí, al mismo tiempo o un segundo después, en el fondo del pasillo que traía desde aquellas piezas hasta la puerta. Me tiré contra la pared antes de que fuera demasiado tarde, la cerré de golpe apoyando el cuerpo; felizmente la llave estaba puesta de nuestro lado y además corrí el gran cerrojo para más seguridad.

Fui a la cocina, calenté la pavita, y cuando estuve de vuelta con la bandeja del mate le dije a Irene:

—Tuve que cerrar la puerta del pasillo. Han tomado parte del fondo.

Dejó caer el tejido y me miró con sus graves ojos cansados.

—¿Estás seguro?

Asentí.

—Entonces —dijo recogiendo las agujas— tendremos que vivir en este lado.

Yo cebaba el mate con mucho cuidado, pero ella tardó un rato en reanudar su labor. Me acuerdo que me tejía un chaleco gris; a mí me gustaba ese chaleco.

Los primeros días nos pareció penoso porque ambos habíamos dejado en la parte tomada muchas cosas que queríamos. Mis libros de literatura francesa, por ejemplo, estaban todos en la biblioteca. Irene pensó en una botella de Hesperidina de muchos años. Con frecuencia (pero esto solamente sucedió los primeros días) cerrábamos algún cajón de las cómodas y nos mirábamos con tristeza.

—No está aquí.

Pero también tuvimos ventajas. La limpieza se simplificó tanto que aun levantándose tardísimo, a las nueve y media por ejemplo, no daban las once y ya estábamos de brazos cruzados. Irene se acostumbró a ir conmigo a la cocina y ayudarme a preparar el almuerzo. Lo pensamos bien, y se decidió esto: mientras yo preparaba el almuerzo, Irene cocinaría platos para comer fríos de noche. Nos alegramos porque siempre resultaba molesto tener que abandonar los dormitorios al atardecer y ponerse a cocinar. Ahora nos bastaba con la mesa en el dormitorio de Irene y las fuentes de comida fiambre.

Irene estaba contenta porque le quedaba más tiempo para tejer. Yo andaba un poco perdido a causa de los libros, pero por no afligir a mi hermana me puse a revisar la colección de estampillas de papá, y eso me sirvió para matar el tiempo. Nos divertíamos mucho, cada uno en sus cosas, casi siempre reunidos en el dormitorio de Irene que era más cómodo. A veces Irene decía:

—Fijate este punto que se me ha ocurrido. ¿No da un dibujo de trébol?

Un rato después era yo el que le ponía ante los ojos un cuadradito de papel para que viese el mérito de algún sello de Eupen y Malmédy. Estábamos bien, y poco a poco empezábamos a no pensar. Se puede vivir sin pensar.

(Cuando Irene soñaba en alta voz yo me desvelaba en seguida. Nunca pude habituarme a esa voz de estatua o papagayo, voz que viene de los sueños y no de la garganta. Irene decía que mis sueños consistían en grandes sacudones que a veces hacían caer el cobertor. Nuestros dormitorios tenían el living de por medio, pero de noche se escuchaba cualquier cosa en la casa. Nos oíamos respirar, toser, presentíamos el ademán que conduce a la llave del velador, los mutuos y frecuentes insomnios.

Fuera de eso todo estaba callado en la casa.

De día eran los rumores domésticos, el roce metálico de las agujas de tejer, un crujido al pasar las hojas del álbum filatélico. La puerta de roble, creo haberlo dicho, era maciza. En la cocina y el baño, que quedaban tocando la parte tomada, nos poníamos a hablar en voz más alta o Irene cantaba canciones de cuna. En una cocina hay demasiados ruidos de loza y vidrios para que otros sonidos irrumpan en ella. Muy pocas veces permitíamos allí el silencio, pero cuando tornábamos a los dormitorios y al living, entonces la casa se ponía callada y a media luz, hasta pisábamos despacio para no molestarnos. Yo creo que era por eso que de noche, cuando Irene empezaba a soñar en alta voz, me desvelaba en seguida.)

Es casi repetir lo mismo salvo las consecuencias. De noche siento sed, y antes de acostarnos le dije a Irene que iba hasta la cocina a servirme un vaso de agua. Desde la puerta del dormitorio (ella tejía) oí ruido en la cocina; tal vez en la cocina o tal vez en el baño porque el codo del pasillo apagaba el sonido. A Irene le llamó la atención mi brusca manera de detenerme, y vino a mi lado sin decir palabra. Nos quedamos escuchando los ruidos, notando claramente que eran de este lado de la puerta de roble, en la cocina y el baño, o en el pasillo mismo donde empezaba el codo casi al lado nuestro.

No nos miramos siquiera. Apreté el brazo de Irene y la hice correr conmigo hasta la puerta cancel, sin volvernos hacia atrás. Los ruidos se oían más fuerte pero siempre sordos, a espaldas nuestras. Cerré de un golpe la cancel y nos quedamos en el zaguán. Ahora no se oía nada.

—Han tomado esta parte —dijo Irene. El tejido le colgaba de las manos y las hebras iban hasta la cancel y se perdían debajo. Cuando vio que los ovillos habían quedado del otro lado, soltó el tejido sin mirarlo.

—¿Tuviste tiempo de traer alguna cosa? —le pregunté inútilmente.

—No, nada.

Estábamos con lo puesto. Me acordé de los quince mil pesos en el armario de mi dormitorio. Ya era tarde ahora.

Como me quedaba el reloj pulsera, vi que eran las once de la noche. Rodeé con mi brazo la cintura de Irene (yo creo que ella estaba llorando) y salimos así a la calle. Antes de alejarnos tuve lástima, cerré bien la puerta de entrada y tiré la llave a la alcantarilla. No fuese que a algún pobre diablo se le ocurriera robar y se metiera en la casa, a esa hora y con la casa tomada.

 

  • Julio Cortázar
    Cortázar, Julio

    Julio Florencio Cortázar (1914/1984), hijo de Julio José (encargado comercial de la embajada argentina) y María Herminia Descotte, nació (“a consecuencia del turismo y la diplomacia”) en Bruselas, Bélgica, en 1914, época en que la ciudad estaba en poder de los alemanes.

    En 1916 la familia se instala en Suiza, donde aguardan el fin de la primera guerra mundial para trasladarse a Banfield, suburbio de Buenos Aires. Su padre abandona a la familia y Julio se cría rodeado de mujeres, su madre, su abuela, una tía y su hermana Ofelia, un año menor que él. Adopta la ciudadanía argentina y a los nueve años, cautivado por el encanto de las palabras y estimulado por su madre (ella le ofrece junto a Búfalo Bill, los Ensayos de Montaigne, Diálogos de Platón, Víctor Hugo y Poe), hace sus primeros poemas y su primera novela.

    La sospecha familiar de que eran plagiados lo decepciona profundamente. En 1928 estudia en el Escuela Normal Mariano Acosta, ámbito que refleja en La escuela de noche, y recibe la influencia de su primer gran formador intelectual, el profesor Arturo Marasso, quien lo acerca a la literatura clásica. Se recibe de maestro en 1932 y se frustra un viaje a Europa en un vapor de carga, tema que refiere en Un lugar llamado Kindberg.

    En la lectura de Opio de Jean Cocteau descubre el surrealismo y cambia su visión de la literatura. En 1935 se gradúa en el Profesorado de Letras e ingresa en la Facultad de Filosofía y Letras, estudios que no concluirá. Se dedica a la enseñanza como profesor en Bolívar, provincia de Buenos Aires, y escribe cuentos que no pública.

    En 1938 aparece su primera colección de poemas, Presencia, firmados bajo el seudónimo Julio Denis, integrada por 43 sonetos que respetan el estilo de Mallarmé, inspirados en la música y la armonía, con los cuales se instala en la generación neoromántica del 40 junto a Vicente Barbieri, Daniel Devoto, Uribe y Wilcock.

    En 1939 es trasladado a la Escuela Normal de Chivilcoy. Publica un artículo sobre Rimbaud en la revista Huella (1941). En Mendoza dicta literatura francesa en la Universidad de Cuyo (1944) y da clases magistrales sobre Rimbaud, Mallarmé y Keats, su poeta preferido. Publica "Brujas", su primer cuento en la revista Correo Literario. Al año siguiente reúne su primer volumen de cuentos, La otra orilla, y se traslada a Buenos Aires para dedicarse a la traducción (Poe, Chesterton, Gide y Defoe) hasta 1951.

    En Los Anales de Buenos Aires, dirigida por Borges, aparece "Casa Tomada" (1946), Bestiario (1947) y en la revista Estudios Clásicos de la Universidad de Cuyo le publican un trabajo sobre Keats: "La urna griega en la poesía". En 1948 obtiene —en solo nueve meses— el título de Traductor Público (de francés e inglés), esfuerzo que le provoca síntomas de desequilibrio como la búsqueda de cucarachas en la comida, tema central de "Circe", que junto a los dos anteriores mencionadas se integran a Bestiario (1948). Aparece Los Reyes (1949), poema dramático, primera obra firmada con su nombre real, e ignorada por la crítica. Escribe Divertimento que será publicada en 1986.

    Colabora en diversas revistas culturales: Sur, Realidad y Cabalgata. En 1950 la editorial Losada le rechaza la novela El examen, editada tras su muerte. Debido a su disidencia con el peronismo gobernante renuncia a sus cargos docentes y en 1951 se traslada a París mediante una beca del gobierno francés y trabaja como traductor en la Unesco.

    Buenos Aires Literaria le publica el cuento "Axolotl" (1952). Se casa con la traductora argentina Aurora Bernárdez y al año siguiente viaja a Montevideo para la conferencia general de la Unesco, ciudad donde se inspira para escribir "La puerta condenada" y "La Maga". Continúa con Historia de cronopios y de famas iniciada el año anterior y en Buenos Aires Literaria se publica "Torito". Viaja a Italia donde comienza la traducción de los cuentos de Poe. En México se publica Final del juego (1956) que incluye "Los Venenos", y en la Universidad de Puerto Rico se publica la traducción de Obras en Prosa de Poe. En Las Armas Secretas (1959) se incluye "El perseguidor", inspirado en la muerte de Charlie Parker en el que Cortázar aborda un tema existencial, cuyo tono hallará mayor cauce en Los Premios (1960) escrita durante la travesía marítima a EEUU “para entretenerse” y Rayuela (1963) muchos de cuyos pasajes él mismo reconoce que “no sabía dónde los ubicaría ni a qué respondían”. Este mismo año participa en el Premio Casa de las Américas, en La Habana, en carácter de jurado. A estas dos grandes novelas suceden otras tantas no menos importantes 62/Modelo para armar (1968) de escasa repercusión crítica y Libro de Manuel (1973).

    En 1961 viaja por primera vez a Cuba y descubre “el gran vacío político” que había en él. Publica Historia de cronopios y famas (1962) en Buenos Aires, traducida luego al alemán en 1965. Ese mismo año en Nueva York se traduce y publica Los Premios. En El Escarabajo de Oro de Buenos Aires se publica "Reunión" y en Marcha de Montevideo "Instrucciones para John Howell". Siguen Todos los fuegos el fuego (1966) y ese mismo año se traduce Rayuela al inglés y al francés. La revista Unión de La Habana publica el artículo "Para llegar a Lezama Lima", tras lo cual Cortázar asume públicamente su compromiso con las luchas de liberación latinoamericanas.

    La vuelta al día en ochenta mundos (1967), reúne cuentos, poemas, crónicas y ensayos con una diagramación diferente y como un indirecto homenaje a Julio Verne. Último Round (1968), es también un compendio de similares características. La edición (México, 1968) incluye una carta de Cortázar a Fernández Retamar fechada en Saigón el 10 de mayo de 1967 publicada en la revista Casa de las Américas que alude a la situación del intelectual latinoamericano. En Italia se traduce Rayuela.

    Viaja a Chile en 1970 invitado a la asunción de Allende con su segunda esposa Ugné Karvelis. Aparece Relatos (1970), una selección de cuentos. Pameos y Meopas (Barcelona, 1971), reúne poemas escritos entre 1944 y 1958. Con fotografías del propio Cortázar aparece Prosa del Observatorio (Barcelona, 1972), y Libro de Manuel (Buenos Aires, 1973) obtiene en París el Premio Médicis. Viaja a Buenos Aires para presentar el libro y visita luego Perú, Ecuador y Chile despertando algunas polémicas. Julio Ortega edita y prologa La casilla de los Morelli (Barcelona, 1973). Aparece el libro de cuentos Octaedro (1974) y en abril de ese año participa en el Tribunal Rusell reunido en Roma para analizar la situación política latinoamericana, en especial las violaciones a los derechos humanos. Con igual propósito viaja a Oklahoma y México, pero en lo referido a la situación específica de Chile. Las conferencias que allí dictan se reúnen en un volumen: The Final Island: The Fiction of Julio Cortázar (1978) primera crítica inglesa de su obra.

    En 1981 se le otorga la ciudadanía francesa y para esa época se le diagnostica leucemia, suspendiendo su programa de viajes a Cuba, Nicaragua y Puerto Rico. Publica un nuevo libro de cuentos, Deshoras (México, 1982) y ese mismo año muere su esposa. Dona al sandinismo los derechos de autor de Los autonautas de la cosmopista (1983) escrito en colaboración con la fallecida Carol Dunlop. Visita Buenos Aires con la democracia recuperada y es ignorado por las autoridades, pero la gente lo reconoce por las calles de la ciudad. Al año siguiente recibe en Nicaragua la Orden de la Independencia Cultural Rubén Darío y el 12 de febrero muere.

    A partir de 1986 se publican las obras hasta ese momento inéditas: Divertimento (1986), El Examen (1986), Diario de Andrés Fava (1995) y Adiós Robinson (1995).

    Obra:

    Novelas

    1960: Los premios

    1963: Rayuela

     

    1968: 62 Modelo para armar

    1973: Libro de Manuel

    1986: Divertimento (escrita en 1949)

    1986: El examen (escrita en 1950)

     

    Cuentos

    1951: Bestiario

    1956: Final del juego

    1959: Las armas secretas

    1966: Todos los fuegos el fuego

    1974: Octaedro

    1977: Alguien que anda por ahí

    1980: Queremos tanto a Glenda

    1982: Deshoras

    1994: La otra orilla (escrito entre 1937 y 1945).

     

    Prosas breves

    1962: Historias de cronopios y de famas

    1979: Un tal Lucas

     

    Misceláneas

    1966: Les discours du Pince-Gueule (Los discursos del Pinchajeta) (texto en francés de Cortázar y dibujos de Julio Silva; una versión en español se incluyó en El último combate)

    1967: La vuelta al día en ochenta mundos

    1968: Buenos Aires, Buenos Aires (fotos de Sara Facio y Alicia D'Amico, textos de Cortázar)

    1969: Último round

    1972: Prosa del observatorio (texto y fotografías de Cortázar)

    1975: Silvalandia (imágenes de Julio Silva y textos de Cortázar; incluido en El último combate)

    1976: Humanario, Círculo de Lectores, Madrid (fotos de Sara Facio y Alicia D'Amico con un texto de Cortázar, «Estrictamente no profesional», que fue incluido después en Territorios, 1978)

    1978: Territorios (textos de Julio Cortázar y cuadros de 17 pintores)

    1983: Los autonautas de la cosmopista (con Carol Dunlop)

    1984: Alto el Perú (fotos de Manja Offerhaus y textos de Cortázar)

    2009: Papeles inesperados (1940-1984; recopilación de Aurora Bernárdez y Carles Álvarez Garriga)

    2014: Cortázar de la A a la Z (recopilación de Aurora Bernárdez y Carles Álvarez Garriga)

    2014: El último combate (recopilación de algunos trabajos realizados con Julio Silva y de cartas de Cortázar a Silva)

     

    Teatro

    1949: Los reyes

    1984: Nada a Pehuajó y Adiós, Robinson (obra póstuma).

    1991: Dos juegos de palabras. Nada a Pehuajó. Adiós, Robinson (obra póstuma)

    1995: Adiós, Robinson y otras piezas breves (obra póstuma).

     

    Poesía

    1938: Presencia (sonetos, con el seudónimo de Julio Denis).

    1971: Pameos y meopas

    1984: Salvo el crepúsculo