Cortesía
El suero no era bueno. Las etiquetas lo pregonaban.
El doctor James H. Morgan se quitó las gafas y las limpió cuidadosamente, al tiempo que el terror hacía presa en su corazón. Volvió a colocarse las gafas y con un dedo corrigió su posición sobre el puente de la nariz. Después volvió a mirar atentamente las etiquetas. La primera vez estuvo en lo cierto. La fecha del suero era de diez años atrás.
Giró sobre sí lentamente, dio unos tambaleantes pasos hacia la abertura de la tienda y permaneció allí, encorvado, asiendo nerviosamente la tela de cada lado.
Fuera, los fantásticos páramos llenos de líquenes se extendían, grises y monótonos, hasta el horizonte. El sol poniente era un globo rojo a occidente, y a oriente la noche empezaba ya a caer, con aquel velo de purpúrea luz que parecía descender como un telón sobre la tierra, cubriéndola rápidamente.
Del este sopló una ráfaga de viento helado ya por la frigidez de la noche, y agitó la lona bajo los dedos del doctor.
—Ah, sí —susurró el doctor Morgan—, los exquisitos páramos de Landro.
Un lugar solitario. No sólo solitario en su desnudez ni en su extraño salvajismo, sino con una soledad que podía enloquecer a un hombre solo.
Era como un gran cementerio, un lugar de muerte, vacío. Y sin embargo, sin la asociación íntima del cementerio, sin la ternura y la certeza del cementerio. Porque un camposanto tiene como depósito sagrado las tumbas de los que antaño vivieron, y este planeta estaba vacío, sin el menor recuerdo.
«Pero ya no por mucho tiempo —pensó el doctor Morgan—, no por mucho tiempo.»
Continuó contemplando los desiertos páramos y la cuesta que ascendía más allá del campamento y decidió que resultaría un cementerio altamente satisfactorio.
Todos los parajes eran semejantes. Éste era el mal. No era posible distinguir un sitio de otro. No había árboles ni matorrales; nada más que hierbajos que crecían por todas partes, tapando la desnuda tierra a trechos, como los harapos que vestiría un pordiosero.
Benny Falkner se paró en el sendero al llegar a la cumbre y permaneció inmóvil con el terror dentro de su alma. El temor a la cercana noche y su helada, el temor a las montañas silenciosas y las negras sombras, y el más distante y terrible temor a los pequeños nativos que en aquel mismo instante podían estar acechándolo desde muy cerca.
Se secó el sudor de la frente con la manga. No sudaba, no podía sudar, se dijo a sí mismo, ya que hacía frío, y éste aumentaba a cada minuto. Dentro de una hora, dos a lo sumo, la helada resultaría muy inclemente para que un hombre pudiera seguir a campo abierto.
Luchó contra aquellos terrores que le ponían un nudo en la garganta, y apretó los dientes para no castañetear y por un instante consiguió dominarse para no dejarse vencer por el pánico.
Había derivado hacia el este, por lo que, si quería regresar al campamento, ahora tenía que ir hacia el oeste, aunque no podía estar absolutamente seguro de haber andado en línea recta todo el tiempo, ya que podía haberse desviado hacia el norte o al sur. Pero el desvío no podía ser muy grande, por lo que si volvía a occidente no podía dejar de divisar el campamento.
No tardaría seguramente en avistar el humo del campamento de los terrestres. En cualquier risco, en cualquier loma, en cualquier recodo del camino, podía divisarlo. Subiría a una eminencia del terreno y allí se extendería el campamento a sus pies, con el semicírculo de tiendas de lona, mortecina a la amortiguada luz del crepúsculo y con la delgada columna de humo que surgía de la tienda donde el cocinero Bat Ears Brady estaría entonando alguna de sus obscenas canciones.
Pero todo esto lo había pensado una hora atrás cuando el sol todavía colgaba sobre el horizonte. Ahora recordó que, de pie en un risco, se había mostrado un poco nervioso, pero no aprensivo. No podía figurarse entonces que un hombre pudiera extraviarse a sólo una hora de marcha del campamento.
El sol ya había desaparecido y el frío se filtraba con el viento, que tenía un macabro rumor que no había notado cuando aún reinaba la luz solar.
«Otra elevación —se dijo—. Una sola y si no veo el campamento lo dejaré para mañana. Buscaré un lugar abrigado en cualquier parte, una roca que me proporcione cierta protección y encenderé una fogata… si encuentro con qué.»
Se irguió en toda su estatura y escuchó el gemido del viento al barrer la tierra desnuda, y le pareció que era un verdadero sollozo, como si el viento estuviera angustiado, como si estuviese siguiendo su rastro y husmeando su olor.
Después oyó otro sonido, el ruido de unos pasos suaves que bajaban del monte hacia él.
Ira Warren estaba sentado a su mesa de trabajo, mirando acusadoramente el montón de papeles que tenía delante. A regañadientes, extrajo algunos documentos del montón y los separó sobre la mesa.
«Ese imbécil de Falkner —pensó—. Les he repetido mil veces que no debemos separarnos, que nadie debe marcharse solo.»
«Un puñado de críos —añadió tristemente—. Sólo un puñado de críos mal educados, acabados de salir de la universidad, con las orejas apenas secas y llenos de erudición, pero sin una sola pizca de sentido común. Y ninguno de ellos quiere escucharme. Esto es lo peor, que ninguno me hace caso.»
Alguien arañó la lona de la tienda.
—Adelante —invitó Warren.
Se presentó el doctor Morgan.
—Buenas noches, comandante.
—Bueno, ¿qué pasa? —gruñó Warren, irritado.
—Pues… —el doctor estaba sudando—. Se trata del suero.
—¿El suero?
—El suero —repitió Morgan—. No es bueno.
—¿Qué quiere decir? Ya tengo bastantes quebraderos de cabeza, doctor. No tengo tiempo de ocuparme del suero.
—Es demasiado antiguo —le explicó Morgan—. Más de diez años. No podemos utilizarlo. Bien, podría…
—Deje de tartamudear —le ordenó Warren, ásperamente—. El suero está pasado. ¿Cuándo lo ha descubierto?
—Ahora.
—¿En este instante?
Morgan asintió, desdichadamente.
Warren empujó a un lado los papeles, cuidadosa y deliberadamente. Colocó las manos sobre la mesa, haciendo puente con los dedos.
—Dígame, doctor —habló cautelosamente, como buceando en su cerebro para emplear las palabras exactas—. ¿Cuánto tiempo lleva esta expedición en Landro?
—Pues… —repuso el doctor—, bastante tiempo —contó con los dedos de la mente—. Seis semanas, para ser exacto
—¿Y el suero ha estado allí todo ese tiempo?
—Naturalmente. Fue descargado de la nave al mismo tiempo que todo lo demás.
—¿No lo dejaron en algún sitio donde usted no pudo hallarlo? ¿Fue llevado directamente a su tienda?
—Sí —admitió Morgan—. Fue la primera cosa. Insistí en ello.
—¿Y en cualquier momento durante estas seis semanas usted pudo inspeccionar el suero y descubrir que no servía, verdad? ¿No es cierto, doctor?
—Supongo que sí. Pero…
—No ha tenido tiempo —sugirióle Warren, amablemente.
—No, no es esto…
—¿Tal vez ha tenido que prestar atención a otras cosas?
—Bueno, no exactamente.
—Sabe usted que hace una semana hubiéramos podido ponernos en contacto por radio con la nave, la cual habría regresado, reembarcándonos a todos. Lo habría hecho de haberles notificado lo del suero.
—Lo sé.
—Y también sabe que ahora ya se halla fuera de nuestro alcance de onda. No podemos notificarles nada. No podemos conseguir que regresen. No podremos entrar en contacto con ningún ser humano hasta dentro de dos años.
—Yo… —exclamó débilmente Morgan—, yo…
—He querido recordarle todo esto. ¿Cuánto tiempo cree que transcurrirá antes de que muramos?
—Falta otra semana, aproximadamente, para que seamos de nuevo propensos al virus —explicó Morgan—. En algunos casos, incluso tardará unas seis semanas en poder matar a un hombre.
—Dos meses —exclamó Warren—. Tres, a lo sumo. ¿Cree que esto es exacto, doctor Morgan?
—Sí.
—Hay algo que deseo me diga —le rogó Warren.
—¿Qué?
—Cuando le sobre tiempo, cuando pueda y no sea un inconveniente para usted, me gustaría saber cómo se siente una persona que ha condenado a morir a veinticinco compañeros.
—Yo…
—Y a sí mismo, naturalmente —añadió Warren—. Lo cual aumenta la suma hasta veintiséis.
Bat Ears Brady era todo un personaje. Durante más de treinta años había zarpado en expediciones planetarias con el comandante Ira Warren, aunque éste no era comandante cuando empezó su carrera, sino un subordinado. Hoy seguían estando juntos, formando un equipo de duros y eficientes exploradores espaciales. Aunque nadie hubiera podido adivinarlo, ya que Warren dirigía las expediciones y Bat Ears se limitaba a cocinar.
Warren dejó una botella sobre su mesa y envió a buscar a Bat Ears Brady.
Warren escuchó los pasos que se acercaban. Bat Ears debía llevar un par de copas en el cuerpo, ya que estaba entonando su canción más obscena.
Atravesó la abertura de la tienda muy tieso y erguido, como si estuviera siguiendo una línea recta trazada con tiza. Vio la botella y la cogió, sin hacer caso de los vasos que había a su lado. Vació la botella en unos cuatro dedos y la dejó. Después se sentó en una silla de campaña.
—¿Qué pasa? —preguntó—. Nunca me envías a buscar a menos que ocurra algo.
—¿Qué has estado bebiendo? —quiso saber Warren.
Bat Ears hipó pulidamente.
—Una cosa que puse a hervir. Verás… —contempló medrosamente al comandante—. Antes podíamos llevar un poco de licor, pero ahora está prohibido. Por esto, cuando un hombre quiere beber, tiene que poner a prueba su inge… inge…
—Ingenio.
—Ésta es la palabra. Exactamente, ésta es la palabra.
—Estamos en un aprieto, Bat —le confesó Warren.
—Siempre estamos en un aprieto. Ya no es como en los viejos tiempos, Ira. Entonces, todos éramos hombres. Y ahora…
—Sé a qué te refieres.
—Chiquillos —Bat Ears escupió en el suelo, con desprecio—. Apenas fuera de la lactancia. Hay que limpiarles la nariz y…
—No es esta clase de apuro. Es un callejón sin salida. Si no hallamos ninguna, todos habremos muerto antes de dos meses.
—¿Los nativos? —quiso saber Bat.
—No los nativos. Aunque estarán muy contentos de que muramos.
—Buenos parroquianos —comentó Bat—. Uno de ellos se escurrió adentro de la tienda y le di un puntapié sin ceremonias. Me chilló. No le gustó en absoluto.
—No debes pegarles, Bat.
—Bueno, en realidad, no le propiné un puntapié, sino un leve golpe con la pala. Siempre prefiero usar la pala que mis pies. Llega más lejos y…
Alargó la mano hacia la botella y volvió a vaciarla unos dedos más.
—¿Qué ocurre, Ira?
—El suero. Morgan esperó hasta que la nave estaba demasiado lejos para poder entrar en contacto con ella antes de examinar el suero. Y no sirve… Tiene diez años de antigüedad.
Bat Ears se quedó aturdido.
—Por lo tanto, no podremos inyectarnos —continuó Warren—, lo cual significa la muerte para todos. Ya sabes que aquí hay un virus mortal… que se llama… se llama… Bueno, no recuerdo su nombre. Pero en fin, ya lo sabes.
—Seguro, seguro que lo sé.
—Es muy gracioso —Warren no rió—. Uno espera encontrar algo por el estilo en uno de esos planetas boscosos. Pero no aquí. Hay algo con los nativos. Son humanoides. Tienen las mismas entrañas que nosotros. Por tanto, el virus desarrolló una gran habilidad para atacar el sistema de un humanoide. Y nosotros somos humanos, o sea un nuevo material para ellos.
—Pero el virus no parece atacar a los nativos —observó Bat Ears.
—No —asintió Warren—. Parecen estar inmunizados. O han descubierto un contraveneno o poseen una inmunidad natural.
—Si poseen un contraveneno podemos conseguir que nos lo revelen.
—Y si no quieren —agregó tristemente Ira Warren—, o si la adaptación es la solución al problema… estamos ya más muertos que los difuntos.
—Empecemos a trabajarlos —propuso Bat Ears—. Nos odian, y les gustaría vernos morir, pero ya descubriremos la manera de conseguir que nos ayuden.
—Siempre nos odia todo el mundo —se quejó Warren—. ¿Por qué, Bat? Hacemos cuanto podemos y los demás siempre nos odian. En todos los planetas donde el hombre ha asentado su pie. Tratamos de hacer que nos quieran y hacemos por ellos cuanto podemos. Pero no aceptan nuestra ayuda. O rechazan nuestra amistad, o nos toman por un enjambre de ladrones… hasta que finalmente perdemos la paciencia y empezamos a aporrearles con la pala.
—Y entonces —añadió sentenciosamente Bat—, toda la carne está ya en el asador.
—Ahora estoy preocupado por los muchachos —confesó Warren—. Cuando se enteren de lo del suero…
—No podemos decírselo —objetó Bat—. No deben saberlo. Naturalmente, se enterarán dentro de poco, pero no inmediatamente.
—Morgan es el único que lo sabe, y hablará. No podemos obligarle a callar. Mañana lo sabrá todo el campamento.
Bat Ears se levantó. Permaneció delante de la mesa y extendió una mano hacia la botella.
—Pasaré a ver a Morgan para que no hable —decidió.
Tomó un largo sorbo de la botella y volvió a dejarla sobre la mesa.
—Le haré una descripción de lo que le ocurrirá si habla.
Warren continuó retrepado en su silla viendo salir a Bat Ears.
«Siempre hay alguien en quien uno puede confiarse», pensó.
Bat Ears volvió a los tres minutos. Se quedó junto a la entrada, sin el menor signo de borrachera en él, solemne el rostro, los ojos desmesuradamente abiertos por lo que acababa de ver.
—Se ha matado.
Era verdad.
El doctor James H. Morgan estaba muerto en su tienda, con la garganta abierta por una mano profesional. Un corte que sólo un hábil cirujano habría podido efectuar.
A medianoche, la partida de socorro encontró a Falkner.
Warren lo contempló ceñudamente. El muchacho estaba asustado. Iba arañado por culpa de su vagabundeo nocturno y mostraba una gran palidez en su semblante.
—Vio la luz, señor —explicó Peabody— y gritó. Así le hemos encontrado.
—Gracias, Peabody —díjole Warren—. Ya lo veré por la mañana. Ahora quiero hablar con Falkner.
—Sí, señor. Me alegro de haberle encontrado, señor.
Peabody se marchó. Warren hubiera querido tener algunos otros hombres como él. Como Bat Ears, el antiguo explorador planetario. Peabody, un hombre ya viejo, y Gilmer, el oficial de aprovisionamiento. Con éstos podía contar. Los demás eran unos críos.
Falkner trató de permanecer inmóvil.
—Señor —empezó a decir—, me pareció divisar un crestón…
Warren le interrumpió.
—Naturalmente, señor Falkner, ya sabe que una de las reglas de esta expedición es no salir nunca solo, por ningún motivo.
—Sí, señor, lo sé.
—Y también sabe —continuó Warren— que está vivo sólo por una verdadera casualidad. Si los nativos no le hubiesen localizado, le habría matado la helada de la noche.
—Vi a un nativo, señor. Y no me molestó.
—Tuvo usted más que suerte, entonces —reconoció Warren—. Pocas veces los nativos pierden una oportunidad de cortarle la garganta a un ser humano. En las cinco expediciones que han estado aquí antes que nosotros, han asesinado a dieciocho. Estos cuchillos de piedra que poseen son excelentes para esto.
Warren extrajo una agenda, la abrió e hizo una meticulosa anotación.
—Señor Falkner, quedará usted confinado al campamento por un período de dos semanas por infracción del reglamento. Asimismo, durante este tiempo, tendrá que ayudar al señor Brady.
—¿Al señor Brady, señor? ¿Al cocinero?
—Precisamente. Con toda seguridad tendrá usted que ayudarlo a llevar el combustible, a lavar los platos y a disponer de la basura… y otras tareas tan gratas.
—Pero yo vine con esta expedición para realizar observaciones geológicas, no para cocinar.
—Cierto —admitió Warren—, pero también vino aquí sujeto a un reglamento. Y usted no ha observado sus cláusulas, por lo cual yo tampoco estoy obligado a atenerme a las mías. Además se impone una disciplina. Nada más, señor Falkner.
El aludido saludó y dio media vuelta hacia la salida de la tienda.
—A propósito —le llamó Warren—. Olvidé decírselo. Me alegro de que le hayan encontrado.
Falkner no contestó.
Warren tensó los músculos un momento y luego se relajó. Al fin y al cabo, ¿qué importaba? Dentro de unas semanas nada les importaría a él ni a Falkner ni a los demás.
El capellán entró en la tienda muy de mañana. Warren estaba sentado al borde de su camastro poniéndose los pantalones cuando entró el clérigo. Hacía frío y Warren temblaba a pesar de tener la estufa encendida a toda marcha.
El capellán se mostró muy preciso respecto a su visita.
—Pensé conveniente venir a verlo con respecto a los servicios necesarios para nuestro querido doctor.
—¿Qué querido doctor? —preguntó Warren, temblando y poniéndose un zapato.
—El pobre doctor Morgan.
—Entiendo. Sí, supongo que tendremos que enterrarlo.
El capellán se envaró ligeramente.
—Me pregunto si el doctor tendría alguna preferencia religiosa.
—Lo dudo. Yo, en su lugar, llevaría la cosa con un máximo de sencillez.
—Esto es lo que opinaba —reconoció el capellán—. Unas cuantas palabras y una simple oración.
—Exacto —apoyó Warren—. Una oración. Necesitamos muchas oraciones.
—Perdóneme, pero…
—Oh… no importa. Pura palabrería.
—Ya —asintió el capellán—. Me pregunto, señor, si tiene usted alguna idea del porqué.
—¿Del porqué?
—¿Por qué se suicidó el doctor?
Warren terminó de anudarse los zapatos y se incorporó.
—Señor Barnes, usted es un hombre de Dios y muy bueno, por lo que he visto. Tal vez tenga usted la respuesta a una pregunta que me está importunando.
—Pues…
—¿Qué haría usted si de repente descubriese que no le quedan más que dos meses de vida?
—Yo… —el capellán reflexionó—. Supongo que seguiría viviendo del mismo modo. Con un poco más de atención a los menesteres de mi alma.
—Ésta es una respuesta práctica —admitió Warren—. Y supongo que es la más razonable que nadie podría darme.
El capellán le contempló con curiosidad.
—¿A qué se refiere, señor?
—Siéntese, Barnes. Atizaré la estufa. Ahora le necesito a usted. He de serle sincero, nunca me gustó mucho la idea de que los de su condición se uniesen a las expediciones. Pero supongo que hay ocasiones en que los hombres necesitamos a los hombres como usted.
El capellán tomó asiento.
—Señor Barnes —continuó Warren—, no le he formulado una pregunta hipotética. A menos que Dios obre un milagro, dentro de dos meses todos habremos muerto.
—Bromea usted.
—En absoluto. El suero no es bueno. No sirve. Morgan esperó a comprobarlo hasta que ya era demasiado tarde para ponernos en comunicación con la nave. Por esto se ha matado.
Contempló atentamente al capellán, pero éste no movió un solo músculo.
—Pensé no decirle nada a usted —prosiguió Warren—. Y al menos por unos días no pienso decirles nada a los demás.
—Una cosa como ésta tarda un poco en penetrar en la mente humana —afirmó Barnes—. Lo digo por mí mismo. Tal vez, sin embargo, debería contárselo a los demás, darles una oportunidad…
—No.
El capellán le miró fijamente.
—¿Qué espera, Warren? ¿Qué espera que suceda?
—Un milagro.
—¿Un milagro?
—Ciertamente —repuso Warren—. Usted cree en milagros. Debe creer.
—Sí —confesole Barnes—, claro está, existen algunos milagros… podríamos llamarlos milagros alegóricos, y a veces los hombres ven en ellos más de lo que significan.
—Yo soy más práctico —objetó Warren—. Hay el milagro del hecho que los nativos de este planeta son humanoides como nosotros y no necesitan inyectarse ningún suero. Hay un milagro potencial en el hecho de que sólo los primeros humanos que aterrizaron en este planeta trataron de vivir en Landro sin la ayuda del suero.
—Puesto que lo menciona —le interrumpió el capellán—, también hay el milagro de que nosotros estemos viviendo aquí.
Warren parpadeó.
—Exacto. Dígame, ¿por qué cree que estamos aquí? Tal vez por un decreto divino. O por la inmutable representación de las misteriosas fuerzas que mueven al hombre en su sendero.
—Estamos aquí —replicó el capellán— para continuar con unos trabajos de investigación iniciados por las brigadas espaciales que nos precedieron.
—Y que serán proseguidos por las brigadas que nos sigan —concluyó Warren.
—Olvida usted —objetó Barnes—, que todos nosotros moriremos. Y en la tierra se mostrarán reacios a enviar otra expedición para remplazar a una que haya sido eliminada totalmente.
—Y usted —le reprochó Warren— se olvida de los milagros.
El informe estaba redactado por el psicólogo que acompañó a la tercera expedición a Landro. Warren consiguió, después de buscar largo tiempo en el archivo, encontrar una copia del mismo.
—¡Basura! —exclamó, golpeando el documento con el puño.
—Podía habértelo dicho antes de que lo leyeses —le espetó Bat Ears—. Estos principiantes no pueden decirle nada nuevo a un viejo explorador como yo respecto a estos abo… abo…
—Aborígenes —le apuntó Warren.
—Ésta es la palabra —afirmó Bat—. Ésta es la palabra que necesitaba.
—Aquí dice —declaró Warren— que los nativos de Landro poseen un alto sentido de la dignidad, delicadamente sintonizado —el psicólogo empleó esta misma palabra—, y un código del honor muy elevado cuando tratan entre ellos.
Bat Ears soltó un gruñido y cogió la botella. Tomó un trago y contempló desolado lo que quedaba en el fondo.
—¿Seguro que esto es todo lo que te queda? —preguntó.
—Tú deberías saberlo.
Bat Ears sacudió la cabeza.
—Consolador, muy consolador.
—Aquí dice —continuó Warren— que también poseen un sistema que es casi un protocolo, montado sobre una base muy primitiva.
—No sé nada de este porto… potor… o cómo se llame —replicó Bat—, pero esto del código de honor me llama la atención. Vaya, si esos buitres le robarían sus peniques a un muerto. Siempre tengo una pala a mano y cuando aparece uno de ellos…
—El informe resulta exhaustivo —añadió Warren—. Lo explica todo.
—¡Al diablo las explicaciones! —gruñó Bat Ears—. Esta gente sólo quiere saber lo que tienes para entrar y robarlo.
—Aquí dice que es como robarle a un ricachón —le explicó Warren—. Como un niño que ve un campo con un millón de melones y piensa que no es ningún delito coger uno.
—Nosotros no tenemos un millón de melones —respondió el cocinero.
—Era una analogía. Pero todo lo que tenemos aquí debe parecerles un millón de melones a nuestros pobres y pequeños amigos.
—Es igual —protestó Bat—. Será mejor que se mantengan alejados de mi tienda o…
—¡Cállate! —le atajó el otro furioso—. Te he mandado llamar para hablar contigo y lo único que haces es vaciarme la botella y rezongar respecto a tu maldita cocina.
—De acuerdo. ¿Qué quieres saber?
—¿Qué hacemos para entrar en contacto con los nativos?
—No podemos entrar en contacto con ellos —contestó Bat—. No logramos verlos. Están por todas partes, como si fuesen moscas. Pero cuando los necesitamos, como ahora, se esconden con suma maestría.
—Como si supiesen que los necesitamos —meditó Warren.
—¿Cómo podrían saberlo?
—No lo sé. Ha sido una idea.
—Y si los encontramos —quiso saber Bat—, ¿cómo les obligaremos a hablar?
—Sobornándolos. Comprándolos. Ofreciéndoles cuanto tenernos.
Bat Ears meneó su cabezota.
—No sirve. Porque saben que sólo tienen que esperar. Si esperan bastante, todo será suyo. Hay un medio mejor.
—Tus medios no les obligarán en absoluto.
—De todos modos, tú estás perdiendo el tiempo —refunfuñó Bat—. No creo que posean ningún medicamento. Es sólo cuestión de adapta… adap…
—Adaptación.
—Seguro. Ésta es la palabra que buscaba.
Cogió la botella, la midió con el pulgar y con un gesto súbito la vació.
Se puso en pie.
—Voy a preparar un poco de comida. Tú quédate aquí y sigue reflexionando.
Warren permaneció sentado en la tienda, escuchando los pasos que se alejaban por entre las tiendas del campamento.
Claro está, no quedaba ninguna esperanza. Lo hubiera debido suponer, pero había querido posponer la realidad.
Posponerla, hablando de milagros y esperando que los nativos tuviesen la solución al problema; pero la solución por parte de los nativos, que éstos poseyesen un medicamento, era más fantástica aún que esperar un milagro. ¿Cómo cabe esperar que unos seres primitivos y desmedrados sepan de medicina cuando no conocen los vestidos, cuando llevan consigo pesados cuchillos de piedra y cuando encienden sus hogares y fuegos con pedernal?
Los veinticinco que restaban morirían, y acto seguido, los nativos, pequeños y con un solo ojo, entrarían a saco en el campamento sin dejar ni los huesos.
Collins fue el primero. Murió penosamente, como morían todos los que quedaban infectados por el peculiar virus de Landro. Antes de morir, Peabody también se acostó con la terrible jaqueca que preludiaba la enfermedad. Después, los hombres fueron cayendo como árboles talados. Gritaban y se quejaban en su delirio, y parecían muertos varios días antes de expirar, mientras eran comidos por la fiebre, como un hambriento animal que hubiera surgido de los páramos.
No podían hacer nada. Rodearlos de comodidades, bañarlos y cambiarles las ropas de la cama, hacerles beber el caldo que hervía Bat Ears en pequeñas marmitas sobre los fogones, llevarles agua fresca para sus irritadas gargantas.
Al principio, las tumbas fueron profundas con cruces de madera, el nombre y los datos del difunto sobre la cruz. Después, las sepulturas fueron más superficiales porque había menos manos que cavasen y menos fuerza en dichas manos.
Para Warren fue una pesadilla de eternidad, una incesante ronda, vigilando a los enfermos, ayudando a cavar las sepulturas, anotando en el diario de la expedición los nombres y datos de quienes morían. Dormía a ratos cuando podía conciliar el sueño o cuando se hallaba tan agotado que no podía mantener los párpados abiertos. La comida era algo que le llevaba Bat Ears y que se tragaba sin pensar, sin sentir el menor gusto ni sabor.
El tiempo no existía y llegó a perder la cuenta de los días. Preguntó qué día era y nadie supo contestarle. El sol nacía y se escondía y los páramos se extendían hasta los grises horizontes con la soledad que llegaba hasta el campamento.
Vagamente fue dándose cuenta de que cada vez quedaban menos hombres que trabajaban a su lado, y cuando contempló un escuálido rostro comprendió que todo estaba terminando.
—Es una cosa muy cruel, señor —dijo la cara escuálida.
—Sí, señor Barnes —asintió Warren—. ¿Cuántos quedan?
—Tres —repuso el capellán—, y dos casi han muerto ya. El que está mejor es el joven Falkner.
—¿Alguno levantado aún?
—Bat Ears, señor. Usted, yo y Bat.
—¿Por qué no nos mata el virus, Barnes? ¿Por qué resistimos todavía?
—No lo sé. Pero tengo la impresión de que no nos libraremos, señor.
Bat Ears penetró en la tienda y dejó una marmita sobre la mesa. Sacó una copa, que goteaba, y se la entregó a Warren.
—¿Qué es esto, Bat?
—Algo que he hecho, algo que necesitas.
Warren levantó la copa y la vació. Le quemó el estómago, puso fuego en su garganta y estalló en su cabeza.
—Patatas —explicó Bat Ears—. Parece pólvora. Los irlandeses lo descubrieron hace muchos años.
Cogió la copa, la metió en la marmita y se la pasó a Barnes. El capellán vaciló.
—Bébalo, hombre —le gritó el cocinero—. Le ayudará a resistir.
El ministro bebió, se ahogó, y dejó la copa vacía sobre la mesa.
—Han vuelto —anunció Bat.
—¿Quiénes? —inquirió Warren.
—Los nativos. Están rodeándonos, esperando nuestro fin.
Desdeñó la copa, cogió la marmita y aplicó a ella los labios. Parte del licor se derramó por las comisuras de su boca, manchándole la camisa.
Dejó el utensilio en la mesa y se secó los labios con un velludo paño.
—Al menos podrían mostrar cierta decencia —gruñó—. Podrían mantenerse lejos hasta que todo haya terminado. He atrapado a uno que se escurría fuera de la tienda de Falkner. Un tipo gris. Quise cogerlo pero corrió más que yo.
—¿La tienda de Falkner?
—Seguro. Tratando de robar antes de que el chico muera. Pero no se llevó nada. Falkner estaba dormido. Ni siquiera le despertó.
—¿Dormido? ¿Seguro?
—Seguro —repitió Bat—. Con una respiración natural. Cogeré la pistola y me cargaré a unos cuantos tipejos de éstos, para divertirme. Yo les enseñaré…
—Señor Brady —se inmiscuyó el capellán en la conversación—, ¿está seguro de que Falkner dormía con naturalidad? ¿No estaba en coma o muerto?
—Sé muy bien cuando un hombre está muerto —le gritó Bat, de mal humor.
Jones y Webster fallecieron durante la noche. Warren halló a Bat, a la mañana siguiente, caído al lado del fogón, con la marmita de licor a su lado. Al principio pensó que el cocinero estaba borracho, pero luego observó los síntomas. Se lo cargó a la espalda y lo colocó sobre el camastro; luego fue en busca del capellán.
Lo halló en el cementerio, manejando una pala con sus encallecidas manos.
—No será muy honda, pero los cubrirá —explicó—. Es lo único que puedo hacer.
—Bat Ears está enfermó —le anunció Warren.
El capellán se apoyó en la pala, respirando pesadamente.
—Es raro, es raro en él —observó—. El viejo y valiente Bat Ears. Parecía una fortaleza.
Warren cogió la pala.
—Yo terminaré esto, mientras usted los amortaja. Yo… no tengo ya valor.
El capellán le cedió la herramienta.
—Es gracioso lo del joven Falkner —meditó.
—Usted dijo ayer que estaba mejor. ¿Fue una figuración suya?
Barnes meneó la cabeza.
—Estuve a verlo. Ahora está despierto y lúcido, y sin fiebre.
Se contemplaron mutuamente largo tiempo, procurando acuitar la esperanza que brillaba en sus rostros.
—No pensará…
—No —lo atajó el capellán.
Pero Falkner siguió mejorando. Tres días más tarde se Levantó. Y seis días después estaba con los otros dos junto a la sepultura cuando enterraron a Bat Ears.
Sólo quedaban ellos tres. De veintiséis.
El capellán cerró el breviario y se lo metió en el bolsillo. Warren cogió la pala y rellenó el hoyo de tierra. Los otros los contemplaron en silencio, mientras Warren llenaba la tumba lenta, deliberadamente, ya que nada le apresuraba… Luego, sirviéndose de la misma pala, alisó el montón de tierra.
Los tres descendieron juntos por la ladera, sin cogerse del brazo, aunque muy juntos… de regreso a las blancas tiendas del campamento.
No hablaban.
Como si comprendieran el valor del silencio en aquellos momentos, un silencio que se abatía sobre la tierra y el campamento donde sólo quedaban tres hombres de veintiséis.
—No hay nada raro en mí —observó al cabo Falkner—. Nada diferente de los demás.
—Debe haber algo —insistió Warren—. Usted ha sobrevivido al virus, muchacho. Enfermó y está curado. Tiene que existir un motivo.
—Ustedes dos ni siquiera se han contagiado —replicó el joven—. También debe de haber un motivo.
—No podemos estar seguros —musitó el capellán.
Warren repasó coléricamente sus notas.
—Aquí está todo.
—Todo lo que usted sabe, todo lo que puede recordar. A menos… A menos que calle algo que deberíamos saber.
—¿Por qué tendría que retener ninguna información? —preguntó Falkner.
—Su historial de la infancia —continuó Warren—. Todo lo de costumbre. Sarampión, un poco de catarro, la normal aceptación en la escuela y las obligaciones sociales. Todo igual que todo el mundo. Pero tiene que haber una respuesta. Algo que usted hizo…
—O —le interrumpió Barnes— algo que pensó.
—¿Cómo? —inquirió Warren.
—Quienes podrían decírnoslo se hallan en la ladera —añadió el capellán—. Usted y yo, Warren, estamos andando por un sendero para el que vamos bien equipados. Un médico, un psicólogo, incluso un psicólogo espacial, un estadístico… cualquiera de ellos podría contribuir en algo. Pero están todos muertos. Usted y yo estamos tratando de hacer algo para lo que no estamos capacitados. Tal vez tengamos la respuesta delante de nuestras narices y no sepamos verla.
—Lo sé, lo sé… Pero hemos hecho cuanto hemos podido —exclamó Warren.
—Yo he dicho todo cuanto he recordado —declaró Falkner—. Todo lo que sé. Les he contado cosas que no habría confiado a nadie en otras circunstancias.
—Lo sabemos, muchacho —asintió Barnes, benignamente—. Lo sabemos.
—Sin embargo —insistió Warren—, en algún punto de la vida de Benjamín Falkner tiene que haber una respuesta… una respuesta que la Humanidad debe saber. Algo que usted ha olvidado. Algo que no nos ha dicho, sin mala intención. O, aún más probable, algo que nos ha dicho y nosotros no hemos sabido captar.
—O —agregó Barnes— algo que sólo un especialista podría captar. Algún extraño recoveco de su cuerpo o de su mente. Alguna transformación que nadie sospecharía. O incluso… Warren, recordará usted que me habló de un milagro.
—Estoy cansado de todo esto —se quejó Falkner—. Durante tres días me han estado atormentando, trabajándome, diseccionándome…
—Volvamos sobre la última parte —decidió Warren, severamente—. Cuando se extravió usted.
—Ya les he dicho todo más de cien veces.
—Una más. Sólo una más —casi suplicó el comandante—. Usted estaba en el sendero, explicó, cuando oyó unos pasos que descendían del monte.
—No eran unos pasos —objetó Falkner—. Al principio pensé que sólo era un rumor.
—¿Y se asustó?
—Me asusté.
—¿Por qué?
—Bueno, la oscuridad, estaba perdido y…
—¿Pensó en los nativos?
—Pues sí, alguna que otra vez.
—¿Sólo alguna?
—Bien… continuamente, señor —admitió Falkner—. Sí, a cada momento. Tal vez desde que me di cuenta de que me había extraviado. Los tenía presentes en el fondo de mi cerebro.
—¿Y por fin reconoció que eran unos pasos?
—No. No los reconocí hasta que vi al nativo.
—¿Sólo uno?
—Sólo uno. Viejo. Tenía el pelo gris y una gran cicatriz en la cara. Distinguí la costura blanca.
—¿Está seguro de la cicatriz?
—Sí.
—¿Y de que era viejo?
—Parecía viejo. Todo el pelo era gris. Andaba lentamente y cojeaba.
—¿Y usted no se asustó?
—Sí, claro. Pero no tanto como suponía.
—¿Le habría matado de haber podido?
—No, no le habría matado.
—¿Ni aun para salvar su vida?
—Oh, seguro, pero no lo pensé… Yo… bueno, no quise tropezar con él. Nada más.
—¿Lo miró?
—Sí, unos segundos. Pasó por mi lado, bastante cerca.
—¿Le reconocería si volviera a verlo?
—Lo reconocería.
Falkner calló, estupefacto.
—¡Un momento! ¡Un momento! —gritó.
Se pasó una mano por la frente. De pronto, su mirada centelleó.
—Volví a verlo. Lo reconocí. Sé que era el mismo.
—¿Pues por qué no lo dijo? —estalló Warren.
Pero Barnes se le adelantó.
—Volvió a verlo. ¿Cuándo?
—En mi tienda. Cuando estuve enfermo. Abrí los ojos y lo vi delante de mí.
—¿De pie delante de su cama?
—Y mirándome. Como si quisiera tragarme con su amarillento ojo. Después… después…
Los otros esperaron ansiosamente.
—Yo estaba enfermo. Tal vez deliraba. No estoy seguro. Pero me pareció que el viejo extendía las manos, más bien sus garras… y que me tocaba con una garra a cada lado de mi cabeza.
—¿Le tocó? ¿Le tocó físicamente?
—Con suavidad —prosiguió Falkner—. Con mucha suavidad. Sólo un instante. Después volví a dormirme.
—Se adelanta usted —le interrumpió Warren con impaciencia—. Volvamos atrás. Usted vio al nativo…
—Ya lo he dicho mil veces —se quejó Falkner con amargura.
—Probaremos una vez más. El nativo pasó tan cerca de usted que pudo verlo muy bien. O sea que él salió del sendero y dio un ligero rodeo…
—No —negó Falkner—, no he dicho esto en absoluto. Fui yo quien salió del sendero.
Hay que mantener la dignidad humana, afirmaba el manual. Por encima de todo, la dignidad humana, el prestigio del hombre. Ser amable, sí. Y ayudar. Incluso mostrar hermandad. Pero la dignidad ante todo.
Y a menudo, la dignidad humana es la arrogancia humana.
La dignidad humana no permite que uno se aparte en un sendero. Es el otro quien debe apartarse y dar un rodeo. Por inferencia, la dignidad humana automáticamente les asigna a los demás una posición inferior.
—Señor Barnes —dijo Warren—, todo está en las manos.
El capellán que estaba en el camastro, irguió la cabeza para mirar a Warren, casi como sorprendido de verlo allí. Los delgados labios se entreabrieron en la pálida faz y cuando habló sus palabras fueron entrecortadas y débiles.
—Sí, Warren, en la imposición de manos. Un poder que poseen estas criaturas. Un poder que no posee ningún ser humano.
—Pero es un poder divino…
—No, Warren —opinó el capellán—, no necesariamente. No tiene por qué serlo. Puede ser un poder real, humano, que va unido a la perfección mental o espiritual.
Warren pareció hundirse en su taburete.
—No puedo creerlo. No puedo. No creo que estos seres de ojos de búho…
Miró fijamente al capellán. Éste tenía el rostro encendido por la fiebre y su respiración era sumamente trabajosa y débil. Tenía los ojos cerrados, como si en realidad ya hubiese muerto.
Había el informe redactado por el psicólogo de la tercera expedición. Hablaba de la dignidad de los humanoides, de su código de honor y de un protocolo primitivo. Y todo era exacto.
Pero el hombre, atento a su propia dignidad, a su prestigio, no concedía jamás dignidad a los demás. El hombre siempre deseaba mostrarse amable si su amabilidad era debidamente apreciada. Ayudaba si la ayuda podía demostrar su superioridad. Y en Landro, apenas se había molestado nadie en mostrarse amable o benévolo con los nativos, sin soñar ni por un momento que aquellos seres del planeta, desmedrados, entecos, sin vestir, fuesen algo más que una peste y una molestia, que no debían ser tomados en serio ni siquiera cuando, a veces, constituían una amenaza.
Hasta el día en que un muchacho asustado se apartó a un lado para cederle el paso a un nativo.
—Cortesía —murmuró Warren—, ésta es la respuesta. La cortesía y la imposición de manos.
Se levantó y salió de la tienda. Vio a Falkner.
—¿Cómo está? —se interesó el joven.
Warren meneó la cabeza.
—Como los demás. Ha tardado en enfermar, pero no hay remedio.
—Dos —contó Falkner—. Sólo quedamos dos de veintiséis.
—Dos, no —replicó Warren—. Sólo uno. Usted.
—Pero usted…
Warren volvió a sacudir la cabeza.
—Ya tengo jaqueca. Y empiezo a sudar. Me flaquean las piernas…
—Quizá…
—Lo he observado demasiadas veces para engañarme.
Alargó una mano, asió la lona de la tienda y trató de afirmarse sobre sus pies.
—No tengo la menor esperanza —declaró Warren—. Yo no cedí el paso a nadie.
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Clifford D. Simak
Clifford Donald Simak (Millville, Wisconsin, 1904-Mineápolis, Minnesota, 1988) fue un periodista y escritor de ciencia ficción estadounidense. En su dilatada carrera de más de cincuenta años, Simak ganó tres premios Hugo. Fue el tercer autor en recibir el premio Gran Maestro en reconocimiento al conjunto de su obra.
Novelas:
- Cosmic engineers(1939)
- Hobbies(1946)
- Una y otra vez(1951). Time and again
- Ciudad(1952). City
- Un anillo alrededor del sol(1953). Ring around the sun
- El tiempo es lo más simple(1961). Time is the simplest thing
- Estación de tránsito(1963). Way station
- Caminaban como hombres(1963). They walked like men
- Extranjeros en el universo(1964). Strangers in the universe
- Toda la carne es hierba(1965). All flesh is grass
- Dejadlos en el cielo(1967). Why call them back from heaven?
- El proyecto del hombre lobo(1967). The werewolf principle
- Los hijos de nuestros hijos(1973). Our children's children
- El planeta de Shakespeare (1976). Shakespeare's planet
- Herencia de estrellas(1977). A heritage of stars
- La autopista de la eternidad(1986). Highway of eternity
- Flores fatídicas(2000). All flesh is grass