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Año 9 #106 Agosto 2023

Litio

[Este es el comienzo de la novela Litio que recomendamos calurosamente. Editorial Planeta Mexicana, 2022.]

 

Al golpe cadencioso de las hachas

1

Nada es como antes: una empresa, un nombre, un rostro, una ciudad. 

Todo nacional. 

Ahora las órdenes llegan por intrincados cibercaminos desde Londres, pasando por Toronto y Montreal, o viceversa, cómo saberlo. Una cadena anónima, fría, que dispone de la voluntad, el tiempo y las fuerzas de Guy Chamberlain. 

Besos mecánicos en los rostros de la señora Chamberlain y de las niñas Chamberlain, quince y diecisiete años. Tres condescendientes seres para un fantasma que, cuando está en casa —casi nunca—, deambula como un exiliado. Cuando no está, levita en el mundo sin entender casi nada. 

Guy Chamberlain, geólogo de minas, está a punto de salir rumbo al Aeropuerto Internacional de Montreal Pierre Elliot Trudeau. Destino: el Aeropuerto Internacional Benito Juárez de la Ciudad de México. Aprovechó el puente de la Independencia mexicana para pasar unos días con su familia.

La criada —haitiana, negra, gorda, insolente y vieja— hace dos décadas que le sirve el mismo desayuno: fèves au sirop d’érable et jambon. Un acto patriótico. Una bomba para la hipertensión, los triglicéridos y la arterosclerosis del señor Chamberlain. Veneno puro, según los criterios saludables de la señora Chamberlain. Mildred Chamberlain pesa sesenta kilos, todas las madrugadas corre ocho kilómetros, practica yoga. Guy Chamberlain, ciento diez. La criada haitiana ronda los noventa: arrastra su volumen planetario con la cafetera francesa en una mano.

Un autre café, Monsieur

S’il vous plaît, Yamile

Guy Chamberlain revisa la hora en su iPhone. En diez minutos el chofer de la compañía estará en la puerta. 

Rebaña el plato con un pedazo de pan. El jarabe de maple escurre entre sus dedos.

Veinticinco minutos a Dorval por la Autoroute 20, le informa Google. Dos minutos para cepillarse los dientes. Todo está listo en el recibidor: la maleta, el portatrajes, el portafolios, la mariconera, el saco en tonos grises de Armani, como aconseja la Guía de estilo para el hombre de Bernhard Roetzel. Bañados por la luz matinal que cae en cascada a través de una cúpula de cristal y se refleja en los mármoles blancos, diseño del arquitecto Melvin Charney, fallecido dos años antes. Fueron en familia al funeral. Fastuoso. Qué terrible pérdida para el Quebec, coincidieron todos los asistentes.

Yamile salpica el platito que sostiene la taza con unas gotas de café. Guy Chamberlain cree que lo hace a propósito. Una conspiración de hembras. Todas exhalarán aliviadas cuando cierre la puerta tras de sí. Libres de esa sombra amarga que recorre la villa neovanguardista y sustentable censurando el despilfarro, la desidia, la pereza. 

El dinero no se da en los árboles, suele proclamar. 

Cierto, se da en la tierra, le contesta la hija mayor, convertida no hace mucho en una ambientalista vegana. Detesta tener un padre geólogo de minas.

Dos gotas de miel de maple van a dar a la corbata color vino. Tabarnak!, masculla Guy. 

Entra un mensaje al teléfono: el chofer de la empresa está en la puerta. 

En ese instante, la menor de las hijas aparece en el comedor, adormilada, cariñosa, besucona. Le pide que le transfiera dos mil dólares para un viaje de estudios a Nueva York. Guy Chamberlain no entiende por qué razón programan viajes de estudios a Nueva York en el colegio de su hija. Él conoció la gran manzana cuando tenía, ¿cuántos?, al menos treinta años. 

Please, please, please, my sweet daddy, give me the money, pretty please

Demande-moi ça en français

What? 

Si tu veux l’argent, parle-moi en français, tu connais les regles. 

En ese momento Mildred Chamberlain cruza el comedor en un elegante traje sastre azul marino, a punto de marcharse a la consultora en la que trabaja como directora de innovación. 

Don’t be silly, honey

Y le recuerda una vez más que se olvide de esa tontería de hablar francés en casa. Sus hijas son anglófonas, van a un colegio anglófono y viven en Westmount, por Dios. For God’s sake!, dice exactamente. Le planta un beso en la boca, dulce y fugaz, mientras le desea bon voyage y añade que se apure, que va a perder el avión. Guy Chamberlain encaja la ironía y acepta la momentánea derrota. Le promete a su hija que, camino al aeropuerto, le transferirá el dinero. El intento de beso lo avergüenza: una espalda demasiado altiva para su edad. 

Invoca a Yamile, necesita otra corbata. 

Entra un nuevo mensaje del chofer recordándole que sigue ahí afuera. Yamile no aparece por ninguna parte. Se frota con la servilleta mojada en saliva las gotas de sirop d’érable. El desastre es mayor. Decide cambiarse de corbata y cepillarse los dientes en el aeropuerto. El amplísimo e iluminado recibidor es un desierto.

 

 

Guy Chamberlain odia el verano del indio. Hoy en día el verano de los autóctonos, bromea con el chofer, mudo e inmutable, mientras revisa el correo institucional —le gusta mofarse de la corrección política—. El verano del indio es un paréntesis tropical entre las primeras heladas del otoño y las nevadas que traerá el invierno. Los bosques en los alrededores de Montreal estallan en bermellones, ocres y amarillos. Una exuberancia abrumadora. Las ardillas poco a poco se retiran del mundo, el ambiente huele a chocolate y tierra húmeda. 

En medio de todo ello, de repente, el termómetro sube a veintidós grados, a veces a veinticinco, como hoy, y Guy Chamberlain suda en su traje Armani. Le pide al chofer que encienda el aire acondicionado. Su masa corporal necesita del frío que lentamente desciende de Terranova. Espera estar de regreso en Montreal para Navidad. Lo recibirán un manto blanco y gris, y diez grados bajo cero.

Más de veinte mails sin abrir. Todos ellos urgentes. Su respiración se acelera. Últimamente se agita mucho al enfrentar la telaraña corporativa. 

En el pasado, antes de esa locura tecnológica, todo era de carne y hueso. Ahora, frente a esos jóvenes conectados a sus smartphones veinticuatro horas al día, no entiende ni la mitad de lo que le dicen. 

Offshores, outsourcing, activity-based costing, benchmarking, antidumping, digital cash, bitcoin… 

Antes, jurásico tiempo de entrañas y dinamita, la plata era plata y el oro una antonomasia. 

Últimamente se despierta en la madrugada con la sensación de llegar tarde a todas partes. Los trenes parten sin él, las piernas no le responden… se ha convertido en un hombre que espera a la orilla de una autopista. Y luego está todo ese miedo chupándole los testículos, miedo sanguijuela. 

A Guy Chamberlain se le desliza el celular de las manos al regazo. Lo deja estar. Cuelga los ojos de los barrios cuadriculados que pasan a cincuenta millas por hora: casonas victorianas, jardines y albercas, arboledas bucólicas, opulencia silenciosa. Alcanza a imaginar, un poco más allá, la inmensidad del río San Lorenzo, que fluye bajo amenaza en sentido contrario: de los Grandes Lagos al Atlántico. Le estremece la efímera belleza que lo rodea, tan canadiense, herida por esa flecha de cemento que lo traslada al aeropuerto.

 

 

Frente al espejo del baño de la sala de abordaje, Guy Chamberlain se anuda una corbata azul rey. Le parece escuchar la voz de Mildred burlándose de su mal gusto. Le asfixian los trajes, él es un hombre de franela, jeans y botas. 

Extrae del neceser la pasta y el cepillo de dientes viajeros. Se frota vigorosamente los molares, luego los incisivos. Una pauta inalterable. 

Un hilo de pasta y baba se desliza desde la comisura por el mentón y se precipita en medio de la corbata. El contraste es grosero. Putea hacia dentro, imposible hacerlo hacia afuera con toda esa espuma en la boca. Escupe, se enjuaga, limpia el cepillo, lo guarda junto con la pasta. Busca una toalla de papel para frotar la mancha blanca. Pero en esos baños sustentables solo existen tubos que arrojan aire caliente. Se desplaza a uno de los privados en busca de papel higiénico: la gente sigue limpiándose el culo con papel extraído de la tala indiscriminada de árboles. 

En ese momento, la megafonía del aeropuerto anuncia el inicio del abordaje de su vuelo. Se frota el gargajo de pasta y una pálida pincelada blanca queda como testimonio de su forma de vida. Corre (es un decir) con pasos paquidérmicos e impone su corpulencia entre los viajeros de clase turista. Le abren paso, sorprendidos ante la magnífica bestia pelirroja que jadea excusezmoi, excusez-moi, y se cuela por el acceso exclusivo para viajeros de primera clase. 

El asiento se ve ridículo cuando lo acoge, a pesar de su holgura. A este paso, Guy Chamberlain tendrá que reservar dos lugares. Imagina las miradas de desdén de las y los ejecutivos más jóvenes que lo rodean, de cuerpos esculpidos en gimnasios, cuyos trajes son una segunda piel.

El suyo, a pesar de la hora temprana, ya está arrugado y contrahecho, como si le perteneciera a otra persona. 

Coloca la hebilla del cinturón de seguridad en el extremo superior, solo así puede abarcar su abdomen, esa cosa grande y blanda que carga a todas partes. Trata de calmar la respiración. Su rostro es una granada. El corazón bombea diligente pero la sangre no llega en cantidades suficientes a los lugares que debería llegar. Guy Chamberlain se dice que cualquier día de estos le va a dar un infarto. 

De todas formas, no cambiaría nada. 

La azafata le ofrece, solícita, un vaso de agua, previendo el posible colapso del obeso que ocupa el 4C. Guy Chamberlain lo rechaza y le pide una Coca-Cola. La azafata titubea. Guy poco a poco modera el resuello. En el iPhone un mensaje de su hija la menor. 

The money, dad!!!! y dieciocho corazones verdes y emoticones que lo besan desde la pantalla. 

Tabarnak!, lo ha olvidado. 

Entra a la aplicación de su banco y realiza la transferencia. Exitosa, le avisa la aplicación. Qué optimismo. Dos mil dólares menos en una de sus cuentas, la corriente. No representa un gran gasto, cierto, pero no puede evitar sentir una punzada en su maltrecho corazón que parece haber alcanzado el reposo. Un retorcijón que viene de Trois-Rivières devastada por la crisis de la industria papelera. De su padre, un obrero que vivió del bienestar social los últimos treinta años. De su madre, que preparaba conservas y las vendía de puerta en puerta. Del banco de ropa, del banco de comida, de las escuelas públicas. De su provincianismo patois frente a la gran urbe de Montreal, en cuyo distrito financiero solo se hablaba inglés —cuál nación bilingüe—. De los precarios trabajos para subsistir mientras estudiaba. 

Un cúmulo de pequeños rencores y miseria histórica en su ADN normando, de campesinos, de siervos de la gleba, de sans-culottes. 

No es tan grave. Se trata de apretar los dientes e imaginar el futuro, cercano ya, en la cabaña de Trois-Pistoles, a orillas del San Lorenzo, sin otra preocupación que estudiar las aves de la reserva natural de la Île aux Basques.

El avión abandona lentamente la puerta de abordaje. Una voz metálica, amable, reparte advertencias e instrucciones. Guy trata de relajarse. El aparato rueda esponjoso por la pista. Cierra los ojos. Percibe el desplazamiento en su estómago gigante. El girar de las llantas de menos a más en su vientre, en los intestinos, en el colon. Se sujeta con fuerza de los reposabrazos cuando siente el jalón del despegue y después el vacío de la cápsula suspendida en el aire contra toda ley física. Sabe de la delicadeza de las fórmulas que desafían la gravedad. Como topo minero, lo suyo son las entrañas de la tierra. Ahí no existe el miedo ni la aprensión, solo la tibieza fundacional del mundo. 

Cuando el avión alcanza la altitud crucero, reclina el asiento y trata de dormir un poco: no lo logra. Intenta ver una película de acción sin éxito. La idea de estar a treinta mil pies de altura, encerrado en una cápsula, le taladra el cerebro durante las cinco horas que dura el vuelo. 

Imagina lo que viene: sumergirse en ese magma de ciudad, ruidosa, agresiva, atestada de seres humanos y autos, viva de una forma en que solo las grandes urbes del tercer mundo lo están, como si fuera posible sentir su crecimiento a cada minuto, su colapso inmediato y el milagro de su supervivencia. Cada vez que el taxi lo lleva al hotel Camino Real en Polanco, tiene la sensación de que, en comparación, Montreal es un cementerio. 

Alcanzará a cambiarse de corbata y a comer algo en el restaurante español del hotel antes de acudir a la embajada de Canadá en México, a reunirse con la embajadora Margaret Rich.

  • Imanol Caneyada
    Caneyada, Imanol

    Imanol Caneyada es un narrador y periodista de origen vasco pero sonorense por decisión. Nacido en San Sebastián en 1968, radica desde hace 28 años en México, país del que ha adoptado la nacionalidad y en el que ha desarrollado su trabajo periodístico y literario.

    Ha publicado los libros de cuentos La nariz roja de Stalin (ganador del Premio Nacional de Cuento Efrén Hernández 2011), La ciudad antes del alba (ganador del Premio Regional de Cuento Ciudad La Paz 2009), Los confines de la arena e Historias de la gaya (ciencia ficción); y las novelas Un camello en el ojo de la aguja, Tardarás un rato en morir, Espectáculo para avestruces, Las paredes desnudas y Hotel de arraigo, acreedora al Premio Nacional de Literatura José Fuentes Mares en 2015.

    Litio ha ganado el premio Hammet 2023.