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Año 10 #108 Octubre 2023

Reportaje al pie del patíbulo (III)

Reportaje al pie del patíbulo llega a nosotros por un héroe impar, Adolf Kolinsky. En honor a él, a Julius Fusik y a los millones de víctimas del nazismo publicaremos en tres entregas este extraordinario texto. Van ahora los capítulos 7 y 8.

“[…] Poco después del traslado de Gusta al campo polaco, cuando comenzaba a roer la soledad y la tortura a la que era sometido diariamente, Fucik recibió del guardia nazi que todos los días visitaba su celda, una hoja de papel que sacó de adentro de la solapa de su uniforme. Activista entrenado, el escritor sospechó. No hizo preguntas. Temía una trampa. Unos días después el guardia volvió a dejarle otra hoja. “Me dijeron que mañana seré fusilado”, tanteó Fucik. “¿Y está impresionado?”, le preguntó el guardia. “No, contaba con eso”, fue la respuesta. “Es posible que lo hagan. Si no mañana, otro día”, le dijo el guardia. “Por si acaso, por si usted quiere dejar un recado para alquien… No para ahora, ¿me comprende? Para el futuro”. El guardia nazi le extendió otra hoja y un lápiz. Fucik confirmó otra de sus sospechas: podía tratarse de un camarada. Luego llegó a saber también su nombre: era Adolf Kolinsky, un joven comunista checo que se había hecho pasar por alemán para infiltrarse en la cárcel de la Gestapo, recoger información y hacer lo que se pudiera para aliviar a los prisioneros. En el caso de Fucik, el alivio llegó con el papel y el lápiz.”  [Sandra Russo, Página 12, 12 de septiembre de 2020]

 

Capítulo 7

Figuras y figuritas

La prisión tiene dos vidas. Una encerrada enteramente en las celdas, completamente aislada del mundo entero, y sin embargo ligada a él por los lazos más íntimos cuando se trata de presos políticos. La otra, frente a las celdas, en los largos corredores, en la hipócrita penumbra, es el mundo íntegramente recogido en sí mismo, el mundo en uniforme, un mundo de muchas figuritas y pocas figuras.

Voy a hablar de este mundo.

Tiene su zoología y también su historia; si no la tuviese, yo no podría conocer esta zoología tan profundamente. Conocería solamente los bastidores que tenemos enfrente, solamente su fachada, en apariencia entera y sólida, con su peso de hierro sobre la población de la celda. Eso era así todavía hace un año, menos de un año. Ahora la fachada está llena de fisuras, a través de las cuales se advierten rostros: pobres, graciosos, inquietos, ridículos, pero siempre correspondiendo a criaturas humanas. La situación penosa del régimen también somete a presión a cada miembro de ese mundo gris y le exprime hacia afuera hacia la luz, todo lo que en él hay de humano. A veces hay muy poco, a veces algo más. Y es esa cantidad la que los diferencia entre si y forma los tipos. Evidentemente, encuentras también entre ellos muchos hombres completos, pero éstos no han esperado. Son los que no necesitan sufrir su propia angustia para ayudar a otros angustiados.

La prisión es una institución sin alegría. Pero este mundo de los corredores frente a la celda es más triste que el mundo de las mismas. En la celda vive la amistad, ¡y qué amistad! Como la que se estrecha en el frente, entre grandes peligros, cuando mi vida puede estar hoy en tus manos y mañana la tuya entre las mías. Pero este régimen de la amistad no existe en absoluto entre los guardianes alemanes. No puede existir. Viven en una atmósfera de alcahuetería. Cada uno persigue y denuncia al otro, cada uno está siempre alerta ante el otro, al que oficialmente llama «camarada»; y los mejores de entre ellos, que no pueden ni quieren vivir sin amigos, más bien los buscan en las celdas.

Sus nombres no tienen importancia. Entre nosotros los designábamos con los apodos que les habíamos puesto o por los que les dieran nuestros predecesores, y que luego les quedaron pegados como herencia. Algunos tenían tantos sobrenombres como celdas había en el corredor: eran tipos intermedios, ni carne ni pescado. Aquí uno había dado algo más de comida, y allá, al lado, le había pegado en la cara a un hombre. Eran sólo segundos de contacto con los prisioneros, pero que penetraban profundamente en la memoria de la celda y daban de cada uno una idea particular y un apodo particular. Pero de cuando en cuando todas las celdas estaban de acuerdo en la elección del sobrenombre. Era el caso de aquellos de más definido carácter. Para lo bueno o para lo malo.

¡Mira este tipo! ¡Contempla estas figuritas!

¡Y no han sido reunidos al descuido! Son una parte del ejército político del nazismo, sus hombres elegidos. Los soportes del régimen. Los pilares de su sociedad…

 

Un samaritano

Un gordo grandote, con una vocecita de tenor: «SS Reservista» Rheuss, portero del colegio de Colonia, sobre el Rhin. Como todos los porteros de escuelas alemanas, ha seguido cursos de primeros auxilios, y reemplaza a veces al enfermero de la prisión. Es el primero con quien entré en contacto aquí; me arrastró hasta la celda, me acostó sobre el colchón y curó mis heridas poniéndome las primeras compresas. Quizá me ayudó realmente a salvar la vida. ¿Qué es lo que se manifestó aquí? ¿El hombre o el enfermero de urgencia? No lo sé, pero con seguridad fue el nazismo lo que se manifestó en él cuando rompió los dientes a los judíos detenidos y les obligó a tragar cucharadas enteras de sal o de arena como medicamento universal contra todas las enfermedades.

 

El molinero

Un hombrecito, cochero charlatán de la cervecería Fabián, de Budejovice. Entra a la celda con una amplia sonrisa y trae la comida sin molestar nunca a nadie; pero tú no podrías creerlo: se queda horas enteras escuchando detrás de la puerta, oyendo lo que se habla en las celdas, para poder correr luego, hacia su superior con cada pequeña y ridícula nueva que pesca.

 

Kokar

También obrero de una cervecería de Budejovice. Hay aquí varios de esos obreros alemanes de los Sudetes. «No importa lo que hace o piensa individualmente un obrero —escribió una vez Marx—, pero sí importa lo que los obreros como clase deben hacer para cumplir su misión histórica».

Estos no saben absolutamente nada del papel de su clase. Arrancados de ella, colocados contra ella, cuelgan de sus ideas en el aire, y es muy posible que también terminen colgados en el verdadero sentido de la palabra.

Este se ha pasado al nazismo para tener una vida más fácil. La práctica le ha demostrado que el asunto es más complicado de lo que creía. Desde entonces ha perdido su sonrisa. Ha apostado todo por la victoria del nazismo, y está comprobando que apostó a un caballo muerto. No puede controlar sus nervios. Durante la noche, solo, en zapatillas de fieltro, camina por los corredores de la prisión, donde deja, sin darse cuenta, rastros de sus confusas ideas escritas en el polvo de las ventanas.

—Todo está como la mierda —escribió «poéticamente» una vez pensando en el suicidio.

Durante el día incomoda a los prisioneros y a los guardianes gritando con su voz aguda y sofocada para no tener tanto miedo.

 

Rossler

Alto, flaco, con voz de bajo, uno de los pocos que aquí tiene ganas de reír. Obrero textil de la región de Jablonec. Viene a la celda y discute durante horas enteras.

—¿Cómo he llegado a esto? Yo no he trabajado con regularidad ni diez años y tener que sostener toda una familia ganando veinte coronas por semana…, ¿qué vida es esa, decime? Y después ellos vienen y te dicen: ven con nosotros, te daremos trabajo; voy y me lo dan, a mí y a todos los otros. Podemos comer, podemos tener un techo, podemos vivir. ¿Socialismo? Y bien, no, no es precisamente eso. Yo imaginaba eso de otro modo. Pero es mejor que antes.

—¿No es cierto? ¿La guerra? No he deseado la guerra, no he querido que otros mueran. Solamente he querido poder vivir yo.

¿Qué yo ayudo a esto lo quiera o no? Y entonces ¿qué debo hacer ahora? ¿Aquí he hecho mal a alguien? Si me fuera vendría otro que quizá fuese peor. ¿Ayudaría a alguien yéndome? Cuando termine la guerra volveré a la usina…

¿Quién creés vos que ganará la guerra? ¿Nosotros no? ¿Ustedes? ¿Y qué será de nosotros, entonces?

—¿El fin? Lástima. Yo creía otra cosa —y sale de la celda con un largo paso indolente.

Media hora después vuelve con una pregunta:

—¿Cómo es en realidad, la Unión Soviética?

 

«Eso»

Una mañana esperábamos abajo, de pie en el corredor principal de Pankrác, que nos llevaran al palacio Petschek para los interrogatorios. Habitualmente nos quedábamos de cara a la pared para no mirar lo que ocurría a espaldas nuestras. Pero ese día resonaba detrás una voz desconocida para mí.

—¡No quiero ver nada ni escuchar nada! ¡Ustedes no me conocen! ¡Van a aprender a conocerme!

Me reí. En esta escuela de doma esa cita del pobre cretino del teniente Dub, de Schweik era realmente oportuna. Y nadie había tenido aún el valor de decir aquí esa broma en voz alta. Pero un vivo golpe de mi vecino, más fogueado, me advirtió que no era el caso de reír, que tal vez yo me equivocaba y eso no era una broma Y no lo era.

«Eso», que hablaba así detrás nuestro, era un hombrecito con uniforme SS que visiblemente no tenía ninguna idea de Schweik. «Eso» hablaba como el teniente Dub porque intelectualmente estaba a su altura. «Eso», respondía al nombre de Withan, y como Withan había sido sargento jefe en el ejército checoslovaco «Eso» tenía razón. Llegamos a conocerlo perfectamente, y jamás fue para nosotros más que el neutro «Eso». Porque, a decir verdad, nuestra inventiva se sentía débil al tratar de dar un apodo adecuado a esa rica mezcla de cretinismo, imbecilidad, arribismo y maldad, que era uno de los sostenes principales del régimen de Pankrác.

«Eso» no llega ni a las rodillas del cerdo, dice el dicho popular para designar a ese tipo de pequeño arribista vanidoso a fin de herirlo en el lugar más sensible. ¡Qué pequeñez intelectual debe tener un hombre para sufrir por su pequeñez corporal! Y Withan sufre por ella, y se venga en todo lo que es más grande física e intelectualmente es decir, en todo.

No con golpes. No tiene suficiente audacia para ello Pero sí con la denuncia. Muchos prisioneros perdieron la vida por esa razón, pues no es lo mismo salir de Pankrác para el campo de concentración con una u otra nota, en el supuesto caso que se salga.

Es infinitamente ridículo. Vaga dignamente por los corredores, solo, soñando con su gran importancia. Cada vez que se cruza con un hombre siente necesidad de treparse en cualquier parte. Si interroga, se sienta en la balaustrada de la escalera, y se queda hasta una hora en esa incómoda posición, porque así sobrepasa al otro en una cabeza. Si vigila el arreglo de la barba, se sube a una escalerita o se pasea sobre un banco, repitiendo sus ingeniosas sentencias:

—¡No quiero ver nada, ni escuchar nada! ¡Ustedes no me conocen!

Durante la media hora de gimnasia de la mañana se pasea sobre el césped que lo eleva diez centímetros sobre lo que lo rodea. Entra a la celda con la dignidad de una majestad real para subirse de inmediato a una silla, a fin de observar y revisar desde la altura.

Es infinitamente ridículo, pero —como todos los imbéciles que ocupan puestos con poder sobre la vida de la gente— es también infinitamente peligroso. En el fondo de su imbecilidad se esconde un talento: hacer de una mosca un elefante. No entiende de otra cosa que de su tarea de perro guardián, y por esta razón la más mínima desviación del orden prescrito le parece algo grande, que corresponde a la importancia de su misión. Inventa y fabrica delitos y crímenes contra el reglamento de la prisión para poder dormir tranquilo sintiéndose alguien.

¿Y quién trata de saber aquí cuánto hay de verdad en sus denuncias?

 

Smetonz

Un porte marcial con ojos inexpresivos y cara de cretino, viviente caricatura de los esbirros nazis de Georges Grosz. Ordeñaba vacas en la frontera lituana, pero, aunque parezca asombroso, el ganado no dejó en él ningún rasgo de su nobleza. Para sus superiores, personifica las virtudes alemanas: es cortante, enérgico, incorruptible… (uno de los pocos que no piden de nuestros alimentos a los responsables de los corredores), pero…

Un sabio alemán cualquiera, yo no sé quién, calculó la inteligencia de los seres por el número de palabras que son capaces de formar. Y me parece que llegó a comprobar que la criatura que menos inteligencia tiene es el gato doméstico, que sólo sabe formar ciento veintiocho palabras. Un genio comparado con Smetonz, de quien en Pankrác nunca se escucharon más de cuatro palabras:

«Pas bloss auf, mensch»

Dos o tres veces por semana trasmitía la guardia: dos o tres veces por semana se esforzaba desesperadamente para no equivocarse, pero siempre lo hacía mal. Lo he visto cuando el director le reprochó el que las ventanas no estuvieran abiertas. Por un momento la montaña de carne se balanceó con embarazo de un pie al otro, sobre las cortas piernas; la cabeza, estúpidamente inclinada, se bajó aún más, las comisuras de la boca cayeron por el esfuerzo enorme de repetir lo que acababa de oír… Y de golpe toda esta materia empezó a ulular como una sirena, sembrando la alarma en todo el corredor; nadie comprendía de qué se trataba, las ventanas continuaban cerradas, solamente sangraban las narices de los dos prisioneros más próximos a Smetonz. Por fin había encontrado la solución.

La solución de siempre. Pegar, pegar a todos los que caían entre sus manos, pegar hasta matar, eso era lo único que él comprendía, sólo eso. Una vez, entrando a una de las celdas comunes, pegó a uno de los prisioneros, un hombre enfermo, que cayó presa de una crisis. Siguiendo el ritmo de la crisis, los otros prisioneros tuvieron que hacer flexiones hasta que el enfermo quedó completamente agotado y Smetonz, las manos en los costados y sonriendo como un estúpido, contemplaba satisfecho el cuadro creyendo haber resuelto muy satisfactoriamente una situación complicada.

Un salvaje, que de todo lo que se le había enseñado sólo había retenido una cosa: que podía pegar.

Y sin embargo algo se rompió en esta criatura. Hace de eso más o menos un mes. Estaban sentados él y K solos en la oficina de la cárcel, y K le explicaba la situación. Pasó un largo rato, muy largo, antes que Smetonz comprendiera algo. Se levantó, abrió la puerta, observando con prudencia el corredor: por doquiera el silencio, la noche; la prisión dormía. Cerró la puerta, echándole llave prudentemente, y con lentitud se desplomó en una silla:

—Entonces, ¿tú piensas?

Se tomó la cabeza entre las manos. Una carga terrible había caído sobre el alma tan pequeña de ese gran cuerpo.

Durante un largo rato se quedó así, abrumado. Por fin levantó la cabeza y dijo con desesperación:

—Tienes razón. Ya no podemos ganar.

Desde hace un mes en la prisión de Pankrác ya no se escucha el grito de guerra de Smetonz, y los nuevos prisioneros ignoran cómo pega su puño.

 

El director de la prisión

Más bien pequeño, siempre elegante, tanto de civil como con su uniforme de Untersturmführer, amante del lujo, satisfecho de sí mismo, aficionado a los perros de caza y a las mujeres (este es un aspecto que no nos toca).

El otro aspecto, el conocido en Pankrác: brutal; grosero, sin cultura, un típico advenedizo nazi, dispuesto a sacrificar a todo el mundo para conservar su posición, se llama Soppa, si para algo interesa su nombre. Originario de Polonia, hizo su aprendizaje de herrero, pero este honroso oficio no dejó rastros en él. Ya hace mucho que entró al servicio de Hitler y buen alcahuete, progresó hasta alcanzar el puesto actual. Lo defiende por todos los medios es cruel y desconsiderado con todo el mundo, con los prisioneros como con los empleados, con los niños como con los viejos. La amistad no existe entre los empleados del nazismo en Pankrác, pero no hay otro como Soppa sin siquiera la sombra de una amistad. Al único que aquí aprecia un poco, y al que habla más a menudo, es al enfermero de la prisión, el Polizeimeister Weisner. Pero parece que esa amistad no es recíproca.

Sólo se preocupa por él mismo. Con su propio esfuerzo ha conseguido el puesto de director, y por ello será fiel al régimen nazi hasta el último momento. Es quizá el único que no piensa en una u otra manera de salvarse. Sabe que para él no hay salvación. La caída del nazismo será su propia caída, el fin de su vida suntuosa, de su departamento de lujo, el fin de su elegancia (es tan poco escrupuloso, que viste los trajes de los checos ejecutados).

Es el fin. Sí.

 

El flemático

Es más que una figurita. Pero no llega a ser una figura, es el intermediario entre los dos. Para ser una figura le falta una condición.

En realidad hay dos de este género, buena gente, sencilla, sensibles, pasivos al principio, asombrados luego del espanto en que han caído y deseando irse; sin independencia, y por esta razón en busca siempre de apoyo, conducidos al bien más que por bondad inteligente, por instinto: te ayudan porque esperan que los ayudes y es justo hacerlo. Ahora y también en el futuro.

Estos dos —únicos entre todos los funcionarios alemanes de Pankrác— también han estado en el frente.

Hanauer, obrero sastre de Znojmo, volvió después de una pequeña temporada en el frente oriental, con una herida que no se apresuró a curar. «La guerra no es para los hombres», filosofa, un poco a la manera de Schweik, «no tengo nada que hacer allí».

Höfer, alegre zapatero de Bata, hizo la campaña de Francia y se escapó del servicio militar, a pesar de la promesa de ascenderlo. «¡Ech scheisse!» (¡qué mierda!) se elijo un día haciendo un gesto negligente con la mano: continúa haciéndole frente a todos los pequeños fastidios diarios de los que siempre tiene bastantes.

Se parecen uno al otro por su suerte y por sus disposiciones naturales, pero Höfer es más valiente, más formado, más completo. «El flemático», es el sobrenombre que casi todas las celdas han acordado en ponerle.

El día que le toca servicio, es día de tranquilidad para la celda. Si rezonga, guiña el ojo para hacerte comprender que esto no va por ti, sino que lo hace para que abajo el superior se convenza de la aplicación rigurosa del reglamento.

Por lo demás, es un esfuerzo vano, pues ya no convence a nadie y no pasa una semana sin que tenga servicio complementario como castigo.

—«¡Ech scheisse!», dice moviendo negligentemente una mano y continúa su juego. Más que un guardián, es un aprendiz zapatero, con toda su ligereza. Se lo puede pillar jugando en la celda con los muchachos de la prisión, al juego de arrojar la moneda contra el muro, y lo hace con pasión. Otras veces hace salir a los prisioneros de la celda al corredor para una «requisa». La requisa dura un buen rato, y si eres curioso y espías lo que pasa en la celda, lo verás sentado frente a la mesa con la cabeza entre las manos. Duerme, duerme voluptuosamente, con toda calma y está a salvo de cualquier sorpresa, porque los prisioneros en el corredor montan guardia y anuncian el peligro.

Por lo menos durante el servicio puede dormir, ya que las horas destinadas al sueño se las roba una joven a la que adora.

¿La victoria o la derrota del nazismo? «¡Ech scheisse!». ¿Es posible que dure este circo?

No se considera integrante de ese circo. Ya por esa razón es interesante. Pero hay algo más que eso. No quiere pertenecer. Y no pertenece.

¿Tienes necesidad de mandar un mensaje escrito al otro sector de la prisión? «El flemático» se arreglará. ¿Tienes que decir algo a los de fuera? «El flemático» se encargará. ¿Necesitas ponerte de acuerdo con alguien hablándole personalmente para persuadirlo, y a través de su intervención personal salvar a otro? «El flemático» lo trae a la celda y vigila con la alegría del pilluelo que ha jugado una buena pasada a alguien. Muy a menudo debes recomendarle prudencia. Viviendo entre el peligro, apenas lo advierte. No llega a percibir íntegramente el alcance de su valiosa actitud. Lo consolaría hacer aún más. Pero eso le impide adelantar.

Aun no llega a ser una figura, pero es el estado transitorio para serlo.

 

Kolin

Fue una noche durante el estado de sitio. El guardián con uniforme SS que me hacía entrar en la celda, hizo como que revisaba mis bolsillos.

—¿Qué le pasa? —me preguntó despacito.

—No sé. Me han dicho que seré fusilado mañana.

—¿Y eso lo ha asustado?

—Lo descontaba.

Mecánicamente con un ademán fugitivo, rozó el revés de mi saco.

—Es posible que lo hagan. Si no mañana, quizá más tarde y quizá nunca. Pero en estos tiempos… es mejor estar preparado…

Y se calló nuevamente.

—Si usted quisiera de todos modos…

—¿Quiere dejar un encargo para alguien? ¿O escribir? No para ahora, ¿comprende?, sino para el futuro; cómo llegó aquí, si alguien lo traicionó, qué conducta observaron éste o aquél… para que lo que usted sabe no desaparezca junto con usted.

¿Si quería escribir? ¡Cómo si hubiera adivinado mi más ferviente deseo!

Al rato me trajo un papel y un lápiz. Los he ocultado cuidadosamente para que ninguna revisación pudiera encontrarlos.

Y no los toqué jamás.

Era demasiado hermoso, no podía tener confianza. Demasiado hermoso: aquí, en la casa de las sombras poco después de mi arresto, encontrar —vistiendo el uniforme de aquellos que para uno sólo tienen golpes y gritos— encontrar un hombre, un amigo que te tiende la mano para que no perezcas sin dejar rastros, para que puedas dejar un mensaje a los hombres del futuro; para que al menos puedas hablar un instante a los que sobrevivirán y verán la liberación… ¡Y justamente ahora! En los corredores llaman a los que van a ser ejecutados; la sangre embriaga a los brutos que gritan como bestias y el espanto aprieta la garganta de los que no pueden gritar. ¡Justamente ahora, en semejante momento, es increíble; no puede ser! Probablemente es una trampa. ¡Qué fuerte deberá ser un hombre para tenderte espontáneamente la mano en una situación semejante! ¡Qué fuerte y qué audaz!

Ha pasado un mes, más o menos. Ha terminado el Estado de sitio, los gritos son más débiles y los momentos crueles casi son recuerdos. Es otra vez durante una noche, al volver del interrogatorio; de nuevo el mismo guardián frente a mi celda.

—Según parece, usted se ha escapado. ¿Por qué? —y mirándome con ojo escrutador—: ¿Todo estaba en orden?

Comprendí perfectamente la pregunta. Me emocionó profundamente. Y más que ninguna otra cosa me persuadió de su honradez. Esa pregunta sólo podía hacerla un hombre con derecho a hacerla. Desde ese momento tuve confianza en él. Era uno de los nuestros.

A primera vista un personaje enigmático. Recorría los pasillos solo, tranquilo, reservado, alerta, observando todo. Nunca se lo oyó gritar. Nunca tampoco golpeó a nadie.

—Por favor —le decían los camaradas de la celda vecina— cachetéeme cuando Smetonz mire hacia aquí, es necesario, que lo vea en servicio activo alguna vez.

Sacudía negativamente la cabeza.

—No es necesario.

Nunca se le escuchó hablar sino en checo. Todo en él te indicaba que era diferente a los demás y uno no se explicaba por qué, aunque ellos lo advertían, nunca pudieron atraparlo.

Está siempre donde hace falta, lleva la calma donde reina confusión, da valor a los deprimidos, anuda los hilos arrancados que amenazan a otras personas de afuera. No se pierde en detalles. Trabaja sistemáticamente y en gran escala. Y no de ahora. Desde el principio. Ha entrado al servicio del nazismo con esa tarea.

Adolf Kolinsky, guardián checo de Moravia, un hombre checo de antigua familia checa se declara alemán para poder vigilar a los prisioneros checos en Hradec Králové y después en Pankrác. ¡Qué indignación entre los que lo conocen! Pero cuatro años después, al pasar lista, el director alemán de la prisión, poniéndole el puño ante sus ojos —por cierto que un poco tarde—, lo amenaza diciéndole:

—¡Yo voy a expulsarte del cuerpo tu «chequismo»!

Se equivocaba. No era solo «chequismo». Hubiera sido necesario expulsarle también al hombre que había en él. Un hombre que consciente y voluntariamente elige un determinado puesto para luchar y ayudar a que otros luchen. Y a quien el peligro constante sólo ha endurecido.

 

Papá Skorepa

Cuando por casualidad ves a los tres juntos, contemplas la imagen viviente de la fraternidad: el uniforme gris verde del SS, guardián Kolinsky; el uniforme oscuro del policía checo Hora; y claro, pero triste, el uniforme de los prisioneros del servicio en los corredores: Papá Skorepa. Pero sólo se los puede ver juntos raramente, muy raramente. Justamente, porque los tres se corresponden.

El reglamento de la prisión permite utilizar para el trabajo en los corredores, la limpieza y la distribución de la comida, «solamente a prisioneros especialmente seguros, disciplinados y estrictamente aislados de los demás».

Es lo que dice el reglamento. Letra muerta, bien muerta.

Porque ese tipo de hombres de servicio no existen ni han existido nunca. Y menos aún en las prisiones de la Gestapo. Los responsables de los corredores de aquí son, por el contrario, antenas avanzadas por la comunidad de las celdas y destinadas a tomar contacto con el mundo pare poder vivir y entenderse. ¡Cuántos de entre ellos habrán pagado con su vida un mensaje hablado o escrito, que se les descubriera encima! Pero la ley de la comunidad de la prisión exige de quienes los reemplazan que continúen el peligroso trabajo. Anda y hazlo con audacia, o con miedo, nada evitarás con eso. Con tu miedo sólo puedes destruir mucho y hasta puedes perderlo todo, como en todo trabajo ilegal.

Y éste es un trabajo ilegal de enorme importancia: directamente entre las manos de quienes quieren exterminarte, bajo los ojos de los guardianes en el lugar prescrito por ellos, en los momentos elegidos por ellos y en las condiciones que ellos establecen. Todo lo que aprendiste afuera de poco sirve aquí. Pero no por eso se te exige menos.

Afuera hay maestros del trabajo ilegal. Entre los responsables de corredores también los hay. Papá Skorepa es un maestro de esos. Humilde, modesto, tranquilo a primera vista, es rápido como un pez. Los guardianes no cesan de elogiarlo: ¡qué laborioso!, ¡qué seguro!, ¡cómo cumple con su deber sin dejarse arrastrar a nada prohibido! ¡Encargados de corredores, sigan su ejemplo!

Sí, por cierto, sigan su ejemplo, responsables de corredores. Es el modelo de responsable con que sueña el prisionero. La más segura y más sensible antena de la comunidad de la prisión.

Conoce a todos los recluidos en las celdas, cada noticia recibida desde el comienzo, por qué razón están aquí, cómo son sus compañeros de celda, cómo se conducen él y los otros. Estudia los «casos» y trata de penetrar sus secretos. Eso es importante si desea dar un consejo o transmitir un mensaje. Conoce al enemigo. Examina cuidadosamente a cada guardián, estudiando sus costumbres, su lado fuerte y sus debilidades, descubre en qué sentido hay que cuidarse de él o utilizarlo, cómo halagarlo cómo engañarlo. Muchos de los rasgos típicos utilizados por mí me fueron suministrados por Papá Skorepa. Los conoce a todos. Los podría pintar uno a uno y siempre bien. Es muy importante si se desea tener libertad de movimientos en los corredores y la posibilidad de hacer un trabajo eficaz y seguro.

Ante todo, conoce su deber. Es un comunista que sabe que no hay lugar en que pueda dejar de serlo, donde se pueda abandonar las manos sobre las rodillas y «dejar de actuar». Y hasta diré que aquí, en el sitio más peligroso y bajo la presión más dura, ha encontrado su verdadero lugar. Aquí se ha agrandado. Es flexible. Cada día y cada hora presentan una situación diferente y exigen un método diferente. El lo encuentra con rapidez y sagacidad. Sólo tiene segundos a su disposición. Golpea suavemente la puerta de la celda, escucha el mensaje preparado y lo transmite con claridad y brevemente en la otra punta del corredor, antes que el hombre que toma la nueva guardia suba la escalera del primer piso. Es prudente y tiene presencia de ánimo. Centenares de mensajes escritos han pasado por sus manos sin que le encontraran uno solo, y sin que ni siquiera sospecharan de él.

Sabe bien dónde te aprieta el zapato, dónde hay que sostener la moral, dónde debe dar un dato preciso sobre la situación de afuera: sabe en qué momento sus ojos —ojos de verdadero padre— deben devolver el ánimo al hombre acosado por la desesperación, o bien cuándo un pan o unas cucharadas de sopa suplementarias pueden hacer olvidar que se tiene hambre. El lo sabe, lo comprende gracias a sus sentidos afinados, a su sólida experiencia, y obra de acuerdo a ello.

Es un combatiente fuerte y valiente. Es un hombre puro. Es Papá Skorepa. Quisiera que al leer esto vieran no a él solo, sino al tipo perfecto del hausarbeiter, que ha sabido cambiar el trabajo exigido por los opresores en trabajo a favor de los oprimidos. Papá Skorepa es uno, pero el tipo al que pertenece abarca muchas especies de personajes diferentes, desde el punto de vista humano, aunque no por eso de menos méritos. En Pankrác o en el palacio Petschek quise retener sus figuras, pero desgraciadamente no me quedan si no, algunas horas, que apenas alcanzan para «una canción, en la que se cuenta tan brevemente lo que fue tan largo de vivir».

Diré al menos algunos nombres, algunos ejemplos que especialmente no deben olvidarse; y estoy muy lejos de darlos todos:

«Renek». Josef Teringl, seguro, abnegado, apasionado, a quien está unida una parte de la historia del palacio Petschek y de nuestra resistencia allí, y su compañero inseparable, un buen hombre en todo sentido, Pepik Rervida.

El doctor Milos Nedved, un muchacho noble y hermoso, que pagó con su vida en Osvecum su ayuda a los camaradas prisioneros.

Arnost Lorenz a quien por no haber querido traicionar, le asesinaron a su mujer, y que después de un año fue solo a la ejecución para salvar a sus compañeros los hausarbeiters del «400» y toda su organización entera.

Magnífica e inalterablemente llena de espíritu; Vasek Rezek: reservada y profundamente abnegada; Anica Vikova: ejecutada durante el Estado de sitio; enérgico, [.........................] siempre alegre, diestro, inventando siempre nuevos arbitrios: el bibliotecario Springer, el joven y encantador Bilek…

Sólo ejemplos, sólo ejemplos. Figuras más grandes o más pequeñas. Pero siempre figuras. Nunca figuritas.

 

Capítulo 8

Fragmento de historia

9 de junio de 1943

Un cinturón cuelga ante mi celda. Mi propio cinturón. El signo de la partida. Esta noche me llevarán al Reich, al tribunal, y etc…

De la pequeña tajada de mi vida, el tiempo, hambriento, arranca los últimos bocados. Cuatrocientos once días han pasado en Pankrác con rapidez incomprensible.

¿Cuántos me quedarán aún? ¿Y dónde? ¿Y cómo?

Apenas podré escribir durante esos días. Por lo tanto, he aquí el último testimonio. Un fragmento vivo de historia, del que indudablemente yo soy el último testigo vivo.

En febrero de 1941, el Comité Central del Partido Comunista de Checoslovaquia fue detenido en pleno, así como el Comité Suplente preparado para tan aciago momento. Aun no se ha esclarecido con precisión cómo fue posible que un golpe tan formidable cayera sobre el Partido. Quizá los comisarios de la Gestapo digan algo sobre eso cuando sean interrogados. Hice todo lo posible por descifrar el enigma mientras desempeñaba el puesto de hausarbeiter en el palacio Petschek, pero en vano. Seguramente habrá habido alguna provocación, pero también una gran dosis de imprudencia. Dos años de trabajo exitoso en la ilegalidad habían adormecido un poco la vigilancia de los camaradas. La organización ilegal se extendía; continuamente ingresaban nuevos camaradas, incluso algunos que hubieran debido dejarse de lado, reservándolos para otra ocasión; el aparato del Partido se ampliaba, complicándose hasta que llegó a ser incontrolable. Evidentemente el golpe contra el Comité Central estaba listo desde tiempo antes, y cayó cuando estuvo pronto el ataque contra la URSS. Al principio yo ignoraba la amplitud de los arrestos Esperé mi enlace normal, sin conseguirlo. Un mes después comprendí que no podía seguir inactivo. Entonces busqué por mi cuenta la ligazón, y los otros también la buscaron.

El primero que encontré fue Honza Vyskocil, responsable de la región de Bohemia Central. Tenía la iniciativa y ya había preparado el material necesario para imprimir Rudé Pravo para que el Partido no quedara sin su órgano central. Escribí entonces el artículo de presentación, y estuvimos de acuerdo en que el material de que disponíamos, y que yo no conocía, se publicara como boletín del 1.ro de Mayo y no como Rudé Pravo porque este diario aparecía ya por otro lado, en una especie de edición provisoria.

Empezaban las actividades de los guerrilleros. Un golpe muy duro había herido al Partido, pero sin matarlo.

Centenares de nuevos camaradas se hacían cargo de los puestos y de gas tareas abandonadas, ocupando el lugar de los dirigentes caídos; hombres nuevos y resueltos llegaban, y no permitían que la base de la organización fuera atacada por el desbande y cayeran en la pasividad.

Sólo el Comité Central no había podido reconstruirse, y en el trabajo de los afiliados se ocultaba al mismo tiempo un peligro: que en el momento más importante —el esperado ataque contra la URSS— no se tuviera una línea de conducta única.

En el Rudé Pravo publicado a la «manera de los guerrilleros», que tenía ante mis ojos, reconocí una experimentada mano política. En nuestra hoja del 19 de mayo, desgraciadamente no muy lograda, los otros notaron, desde su lado, que aquí se hacía oír una voz con la que se podía contar. Y entonces nos buscamos. Eran búsquedas en la selva. Escuchábamos una voz y la seguíamos, y en ese momento se hacía oír del lado opuesto. La cruel pérdida sufrida había enseñado al Partido entero a ser más prudente, más vigilante. Los dos hombres del aparato central del Partido, que querían encontrarse, tenían que hacer la luz atravesando miles de obstáculos, sondeos y reconocimientos mutuos, sondeos y reconocimientos de otros que igualmente estaban encargados de establecer el contacto. La tarea se complicaba más aún porque yo ignoraba quién estaba del otro lado, como él mismo no sabía a quién buscaba.

Por fin encontramos nuestro común denominador. Un magnífico muchacho, el doctor Milos Nedved, que se convirtió en nuestro primer agente de enlace. En este hecho intervino en parte el azar. A mediados del mes de junio de 1941 caí enfermo, y envié a Lida a buscarlo a su casa para que me cuidara. Vino inmediatamente a casa de los Baxá, y ahí nos pusimos de acuerdo. También él estaba encargado de encontrar a «ese otro», pero no tenía ninguna idea de que fuera yo, tanto más cuanto que todas los del otro lado estaban convencidos que yo había sido arrestado y probablemente muerto.

El 22 de junio de 1941, Hitler inició su agresión a la URSS Esa misma noche, siempre con Honza Vyskocil publicamos un folletito explicando el sentido que para nosotros tenía ese acontecimiento. El 30 de junio pude reunirme con aquél a quien tanto había buscado. Vino a un lugar señalado por mí, porque ya sabía a quién iba a encontrar. Yo aun no. Era una noche de verano, el aire perfumado de las acacias, entraba por las ventanas abiertas. Una noche favorable para citas de amor. A causa de la defensa pasiva oscurecimos las ventanas. Se prendieron las luces y nos abrazamos. Era Honza Zika.

Por lo tanto, el Comité Central no había sido íntegramente arrestado en febrero de 1941. Uno solo de sus miembros había podido salvarse, Zika. Yo lo conocía ya desde hacía tiempo, y lo quería. Pero puedo decir que recién lo conocí verdaderamente entonces, trabajando juntos. Grueso, sonriente, un poco campesino; firme y enemigo de compromisos, militante valiente y decidido. En cuanto a sí mismo, sólo le importaba lo que era su deber. Y para cumplirlo, se abstenía de todo. Amaba a la gente, y la gente lo amaba, pero no compraba esa afección cerrando los ojos a medias.

Nos pusimos de acuerdo en algunos minutos, y pocos días después conocí al tercer miembro del nuevo Comité Ejecutivo, Era Honza Cerny, que desde el mes de mayo estaba en relación con Zika. Alto, elegante, bien relacionado, ex combatiente en España. Había vuelto de allí durante la guerra, atravesando toda la Alemania nazi, con un balazo en el pulmón. Conservaba maneras un poco militares, tenía gran iniciativa y mucha experiencia ilegal.

Meses de lucha sin descanso nos vinieron en una magnífica camaradería. Nos complementábamos por nuestro carácter y nuestros conocimientos: Zika, el organizador objetivo, preciso hasta el extremo, que no se deja desorientar, sondea y cala cada información, penetrando a fondo, analizando y examinando cada proposición, y que, amablemente pero con firmeza, controla la ejecución de cada decisión. Cerny dirigente del sabotaje y de la lucha armada, calculando todo en términos militares, con inventiva, un hombre de carácter, entusiasta, infatigable y afortunado en su búsqueda de nuevas formas y gentes nuevas. Y yo, un «Agip prop», periodista, contando un poco con mi olfato, un poco fantástico pero con un sentido crítico para equilibrar.

La distribución de los cargos era más bien una distribución de responsabilidades que de trabajo. Porque cada uno de nosotros estaba obligado a ocuparse de todo, y separadamente en todos los lugares en que fuera necesario. No era fácil trabajar. La herida inferida al Partido en febrero estaba aún abierta, y jamás llegó a cicatrizarse completamente. Todos los contactos estaban rotos, en algunas partes sectores enteros habían caído y otros estaban copados; organizaciones enteras, fábricas enteras, hasta regiones enteras permanecieron aisladas durante meses antes que los contactos fueran restablecidos, y teníamos que esforzarnos para que al menos recibieran el órgano central, para seguir sus directivas.

No se encontraban alojamientos —los antiguos no se podían utilizar por poco seguros—; al principio faltaba dinero, el obtenerlo se había vuelto muy difícil, había que recomenzar tantas cosas. Y todo ello cuando el Partido no tenía ya tiempo de reconstruirse y prepararse. Era en el momento del ataque contra la URSS cuando el Partido debía intervenir directamente en la lucha, organizar el Frente interior contra los ocupantes, dirigir la Guerrilla contra ellos; y eso no sólo con sus propias fuerzas, sino con las fuerzas de todo el pueblo. Durante los años de preparativos, 1939-1941, el Partido no sólo era totalmente ilegal ante la policía alemana, sino también ante el pueblo. Ahora, ensangrentado, debía intensificar y perfeccionar su ilegalidad frente a los ocupantes, pero al mismo tiempo dejar de ser ilegal para el pueblo. Tenía que establecer lazos con la gente sin partido, dirigirse a toda la nación y entenderse con todos aquellos que estaban decididos a luchar por la libertad, y por medio de ellos llegar hasta aquellos que vacilaban aún.

A principios de septiembre de 1941 nos podíamos decir no que habíamos restablecido la organización, tan gravemente herida. —¡Ah!, aún estábamos lejos de ello—, pero que teníamos de nuevo un núcleo firmemente organizado que ya podía realizar bien tareas corrientes. Por lo demás, la intervención del Partido se notó en seguida. Los sabotajes y las huelgas en las usinas se multiplicaron; a fines de septiembre enviaron a Heydrich contra nosotros.

El primer Estado de sitio no rompió la resistencia activa, que ya se intensificaba. Pero la demoró y trajo nuevos reveses al Partido. La región de Praga y las organizaciones juveniles fueron especialmente golpeadas, y numerosos militantes, de gran valor para el Partido, cayeron:

Jan Krejcí, Stanci, Milos Krásny y muchos otros.

Después de cada prueba, sin embargo, se pudo apreciar nuevamente hasta qué punto el Partido es indestructible. Un militante caía; si uno no bastaba para reemplazarlo, dos o tres aparecían en su lugar. Entramos en el nuevo año con una organización bien armada, que aún no abarcando todo, ni aún acercándose siquiera a aquella de febrero de 1941, al menos era capaz de cumplir las tareas del Partido en los combates decisivos. Nos repartimos el trabajo entre todos. Pero el mérito principal corresponde a Honza Zika.

De cuánto se hizo por la prensa se podrá encontrar bastante documentación en los sótanos y graneros, en los archivos ocultos de los camaradas, y por lo tanto no hay, para qué hablar.

Nuestros diarios eran muy difundidos, y leídos no solamente en el Partido, sino también en otros sectores; salían en grandes tirajes y con muchas técnicas ilegales diferentes (de un mimeógrafo), absolutamente independientes y completamente separados unos de otros, y también en impresos. La publicación se hacía con rapidez y regularidad, cuando la situación lo requería. Por ejemplo: los lectores han tenido entre sus manos el 24 de febrero por la noche, la orden del Mariscal Stalin al ejército, del 23 de febrero de 1942. Los impresores trabajaban a la perfección: excelentes resultados se obtuvieron de la técnica empleada, especialmente por el grupo «Fuchs-Lorenz», que publicaba el boletín informativo El mundo contra Hitler. Yo mismo he hecho todos los otros, para economizar otros cuadros. Previniendo que cayera, estaba preparado mi sucesor. El retomó el trabajo cuando fui arrestado y continúa haciéndolo.

Hemos organizado el aparato del Partido de la manera más sencilla posible, para que cada tarea se cumpla con el menor número de gente. Hemos suprimido las largas cadenas de enlace, que —como quedó demostrado en febrero de 1941— en lugar de proteger hizo peligrar el aparato del Partido. Era más peligroso para cada uno de nosotros, pero mucho más seguro para el Partido. Un golpe tal como el de febrero, ya no podía alcanzarlo.

Por esta razón el Comité Central, completado con un nuevo miembro, ha podido continuar tranquilamente su trabajo cuando me arrestaron. Ni mi colaborador más cercano supo nada por adelantado sobre mi futuro sucesor.

Honza Zika fue arrestado el 27 de mayo de 1942 por la noche. Fue también una desgraciada casualidad. Era la noche siguiente del atentado a Heydrich, cuando toda la maquinaria de los ocupantes estaba en pie para efectuar «razzias» en toda Praga. Penetraron en casa de Stresovfce, donde se ocultaba Zika en ese momento. Sus papeles estaban en regla y posiblemente hubiera pasado desapercibido. Pero temió poner en peligro a la buena familia que lo alojaba y trató de escaparse por una ventana del segundo piso. Cayó hiriéndose mortalmente en la columna vertebral; fue transportado a la enfermería de la prisión.

Ellos no sabían absolutamente quién había caído entre sus manos. Sólo después de dieciocho días comparando fotografías conocieron su identidad y lo transportaron moribundo al palacio Petschek para interrogarlo. Ahí nos vimos por última vez, cuando me llamaron para el careo. Nos estrechamos las manos; él me sonrió con su sonrisa amplia y buena y me dijo:

—¡Salud, Julius!

Fue todo lo que ellos le oyeron decir. Después de algunos golpes en la cara, se desmayó. Horas después había muerto.

El 29 de mayo supe de su arresto. Las antenas trabajaban bien. Gracias a ellas pude ponerme en parte de acuerdo con él para trazar mi posterior línea de conducta.

En lo fundamental esta línea también fue aprobada por Honza Cerny. Fue también nuestra última decisión.

Honza Cerny fue detenido durante el verano de 1942. Eso no se debió al azar sino a una grave indisciplina de Jan Pokorny, que estaba en relación con él. La conducta de Pokorny no fue la que correspondía a un dirigente. Luego de algunas horas de interrogatorio —un poco duro, es cierto, ¿podía él esperar otra cosa?— fue presa de pánico y dio la dirección de la casa en que se había reunido con Honza Cerny. De allí la huella conducía hasta Honza, quien algunos días después era detenido por la Gestapo.

Nos carearon inmediatamente después de traerlo.

—¿Lo conocés?

—No lo conozco.

La respuesta concordaba. Rehusó absolutamente declarar. Su vieja herida le ahorró largas torturas. Perdió muy pronto el conocimiento. Antes de ser llevado a otro interrogatorio fue minuciosamente informado y obró en consecuencia.

No supieron nada de su boca. Lo tuvieron mucho tiempo preso, esperaron mucho, pensando que algún nuevo testigo lo obligaría a confesar. Nada sacaron con la espera. La prisión no lo cambió. Ardiente, alegre, valeroso, continuó mostrando a los demás la perspectiva de la vida cuando para sí sólo tenía la de la muerte.

Lo llevaron súbitamente de Pankrác a fines de abril de 1945, no sé a dónde. Aquí, siempre es de mal augurio el desaparecer repentinamente. Puedo equivocarme, no obstante, pero no creo que nos volvamos a ver.

Siempre habíamos contado con la muerte. Lo sabíamos: una vez en manos de la Gestapo es el Fin. Pensando en eso, hemos hecho aquí lo que hemos hecho.

También mi rol se aproxima a su fin. Yo ya no escribo ese fin.

Desde ya, no lo conozco. Ha dejado de ser mi rol.

Es la vida.

Y en la vida no hay espectadores. Se levanta el telón.

Hombres, yo los amé.

¡Velad!

  • Julius Fucik
    Fucik, Julius

    Julius Fucik (Praga, 1903- Berlín, 1943) fue un periodista checo, miembro del Partido Comunista. Fue detenido por la Gestapo y posteriormente ejecutado. Nacido en el seno de una familia obrera, estudió filosofía en la Universidad de Pilsen. En 1921 ingresó en el Partido Comunista y por esas mismas fechas se inició como crítico literario y teatral. Luego fue redactor de las publicaciones Rudé Pravo y Tvorbe, en las que insertó reportajes sobre temas sociales y culturales. A comienzos de los años treinta realizó varios viajes a la Unión Soviética. Fruto de esos viajes es su obra documental En la tierra donde el mañana ya es ayer.

    Cuando el ejército hitleriano ocupó su país, continuó publicando con seudónimo. En febrero de 1941 pasó a ser miembro del Comité Central del Partido Comunista en la clandestinidad, encargándose de las publicaciones ilegales. En abril de 1942 fue detenido por la Gestapo, trasladado a Berlín en el verano del año siguiente y ejecutado poco después.