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Año 10 #111 Enero 2024

Un bien relativo

Capítulo 2

Ediciones Siruela, Madrid, 2022


Madrid, 1980
 

Los dedos del tendero saltaban sobre las teclas de la caja registradora arrancando un pitido mientras colocaba la mano izquierda posesivamente encima de cada producto a cobrar. La lista era larga, y Conchita ya había renunciado a la Nocilla y el yogur, pero la harina, la leche, el pan de molde, los huevos y el aceite hacían aumentar el tamaño del papelito que surgía impreso. 

—1.254, guapa. 

La niña enrojeció hasta la raíz del pelo, sintió la cara arder y los ojos llenarse de lágrimas. 

—Solo tengo un billete de 1.000, ¿le importa que le pague el resto mañana? —susurró. 

—¿Ya estamos otra vez? —dijo el tendero levantando la voz—. ¡Y eso que ni siquiera estamos a fin de mes! Y dime, ¿voy a tener que esperar para cobrar hasta que tu madre entre el sueldo? 

—No, le prometo que no —aseguró la niña—, hoy cobraba en una casa. Hubiese venido ella, pero me hacían falta las cosas para la cena y ella no había llegado todavía. 

El tendero observó los productos encima del mostrador. Sacó una agenda y un bolígrafo rojo para escribir, con una letra picuda y esmerada bajo la fecha, la cifra de 254 pesetas y el nombre de la deudora. Una pequeña cola que se había formado tras ella empezaba a murmurar. Un niño de unos cuatro años que se agarraba a su falda empezó a llorar. La niña, que no debía tener más que quince años, le acarició la cabeza automáticamente mientras el hombre metía las cosas en dos bolsas de plástico blancas. 

—No te olvides —dijo el hombre levantando el dedo. 

—No, claro, mañana mismo me paso. Y muchas gracias. 

Conchita le ajustó el gorro al niño y cogiéndole a él con una mano y la compra con la otra empujó la barra de hierro de la puerta para salir del colmado. Sintió un frío inmediato, pero la cara le seguía ardiendo. El niño empezó a saltar y a Conchita le hubiese gustado acompañarlo para librarse de la sensación de calor del rostro, pero pensó que los huevos podrían llegar hechos tortilla, así que lo agarró firmemente para contenerlo hasta que llegasen al portal. Cuando la puerta de la calle estuvo cerrada, lo soltó por fin y el pequeño comenzó la ascensión, juntando los dos pies en cada escalón. 

—Pero si ahora ya puedes saltar… —le dijo la niña. 

—Pero ahora estoy cansado, no quiero… —protestó el crío. 

—Venga, Marcos, un cuento si me ganas… 

—¿Cuál? 

—¿Cuál quieres? 

—¡El autobús azul! —gritó el niño y empezó a subir todo lo rápido que le permitían sus piernecitas. 

La niña sonrió. Nunca habían sabido lo que decía El autobús azul. Se lo habían regalado a su madre en una de las casas en las que limpiaba y estaba en alemán. A los niños les daba igual, era su favorito, un perrito que ladraba delante del autobús azul y no le dejaba llegar puntual a su destino. Su madre decía que lo habrían comprado por el perro, ya que la señora que se lo regaló tenía uno igual, sobre todo con los mismos instintos. Este se colocaba delante del aspirador con aire de reto, como si le dijera «por aquí no pasarás». Su madre se reía y decía que era gracioso, un caniche negro con un lacito rojo en los rizos pulcramente peinados que respondía al nombre de Coco y que tenía un ladrido penetrante e insoportable. A Inmaculada, su madre le ladraba desde que entraba por la puerta, bloqueaba el aspirador y se enrollaba en el cable. La dueña de Coco era la que les había regalado el libro. Sus niños, ya mayores, habían tenido una fräulein (de ahí el idioma del cuento), y la señora quería liberar las estanterías. Inmaculada salía de la casa una tarde cuando se lo colocó entre las manos diciendo, «el saber no ocupa lugar, y quién sabe si no aprenderán algo». Así viajó El autobús azul del metro de Martínez Campos al de Carabanchel para convertirse en uno de sus libros favoritos. Conchita, la mayor, lo reinventaba siempre con gracia y hasta ladraba como el bicho mientras sus hermanos chirriaban los dientes imitando los frenos del autobús. Todos reían, se interrumpían los unos a los otros con sus sonidos y hasta su hermana Carmen participaba con una especie de relincho que les hacía doblarse del dolor provocado por las carcajadas. 

—Está bien —dijo Conchita—, El autobús azul si me ganas. 

La niña pensó que tenía que repasar Ciencias para el examen del día siguiente, pero se dijo que, con un poco de suerte, le daba tiempo a todo. Y, además, su madre debía estar al llegar. Abrió la puerta de madera de la que colgaba una imagen del Cristo de Medinaceli, dejó las compras en la cocina y llevó a Marcos al cuarto de los chicos. Su hermana Carmen, sentada en la cama, se balanceaba hacia delante y atrás mientras que sus otros dos hermanos, Juan y Pedro, jugaban a las tabas. 

—¿Todo bien? —preguntó la mayor. 

Al no recibir respuesta, levantó la voz. 

—¿Y? ¿Ha ido todo bien? ¿Carmen? 

—Que sí, claro, no se ha movido, como siempre… ¿Has traído la Nocilla? No hemos merendado… —respondió Juan, un chico de unos once años, sin levantar la vista de las tabas. 

—No había Nocilla. Os tomáis el pan con mantequilla y azúcar, o mejor, no tomáis, que vamos a cenar dentro de nada. No me queda más que envolver las croquetas. 

—Jo, Conchi… —protestó el niño— yo quiero Nocilla… 

—Pero qué dices, si la mantequilla es mucho mejor. Os dejo a Marcos mientras preparo la cena. 

—¡Conchi, no! —gritó Juan—, que nos mueve las tabas… 

—Que la Carmen le lea un cuento —zanjó su hermana. 

—Carmen no sabe leer… —protestó el otro. 

—Pues que lo mire —respondió la niña ya de camino a la cocina. 

Conchita guardó las compras, se lavó las manos, colocó dos platos en la encimera, uno con pan rallado y el otro con huevo y comenzó a moldear croquetas. Se había colocado el libro de Ciencias apoyado sobre la pared e iba repitiendo para sí mientras leía y sus manos formaban los óvalos que dejaba ordenados en un plato. 

Oyó la puerta y se le quitó un peso de encima. Le sorprendió que los pasos se dirigieran al baño porque su madre siempre entraba a la cocina a lavarse las manos y después pasaba a ver a los niños, pero siguió con la cena y cuando oyó el ruido de la cadena seguido de sus pisadas se tranquilizó. 

—Conchi —preguntó una mujer de unos cuarenta años con aspecto agotado—, ¿está la compra? 

—Sí, claro, pero tengo que volver. Qué bien que hayas vuelto tan pronto, no he podido pagar todo —contestó la niña. 

Levantó la mirada y observó el rostro lívido de su madre. Era algo más que fatiga. 

—¡Mama! ¿Estás mala? —exclamó. 

—No lo sé —dijo antes de derrumbarse en una silla—, no he podido acabar las escaleras, tengo un dolor en el bajo vientre horroroso. 

—Échate y no te preocupes —dijo la niña preocupada—, mañana estarás mejor. Ya acabo yo la cena, de todas maneras no me quedan más que unas cuantas pocas —dijo señalando los óvalos—. Si me das el dinero, voy ahora mismo a donde el señor Eusebio, pago y les compro a los peques la Nocilla. 

—No puedo, Conchi — suspiró la madre —, como no he acabado las escaleras del lado de los cés, el portero no me ha pagado. Me voy a echar, no puedo más. 

Conchita se acordó del calor de su rostro. Los números escritos en rojo estaban marcados en su cabeza. 

—¿Y si las acabo yo? —propuso. 

Sería una mentira decir que Inmaculada no había esperado esa propuesta. Ella había hecho por la mañana la lista y sabía que el billete que le había dado a la niña no llegaba. También sabía que a la chica le fiarían más fácilmente que a ella. Inmaculada no protestó, Conchita no dijo nada acerca de su examen ni de la cena sin terminar y solo preguntó la casa que era. 

—¿Qué queda? —inquirió mientras se lavaba las manos. 

La madre se levantó con dificultad apoyándose en la encimera. 

—He llegado hasta el séptimo. Barrer cada piso y luego fregar. Y los descansillos. No te olvides del ascensor. Cuando tengas que cambiar el agua, llama al 4.º D, la chica es amiga mía y le dices que no he podido acabarlas hoy. El portero es Francisco y si no está en la portería andará en su casa, el bajo. Le dices que acabas la faena en mi lugar y que te pague a ti. Y que perdone las molestias. 

—¿Dónde es? 

—Coges el metro con mi bonobús, te bajas en Rubén Darío, en la calle Fortuny. 

La niña acompañó a su madre al dormitorio, cogió unos trapos limpios y pasó por el cuarto de sus hermanos, que seguían jugando a las tabas. 

—¿Cuándo cenamos? —preguntaron los dos mayores a la vez. 

—Juan, madre está mala, me voy a acabar la tarea. Te ocupas de tus hermanos, que se bañe Pedro con Marcos, la Carmen se queda con vosotros. 

—¿Madre está mala? —preguntó el niño asombrado. 

Era novedad, su madre nunca estaba enferma. Se levantaba antes que nadie, limpiaba la casa, dejaba la comida y la cena hechas y se marchaba con su uniforme y sus trapos antes de que los niños hubiesen acabado la leche del desayuno. 

—No te asustes, voy a pasar a donde la Sonia para que os ayude luego con la cena. Tú ocúpate de todo hasta que vuelva. 

—¿Y si vuelve padre? —preguntó Juan. 

Conchita pensó en cómo responder. Dependía de si volvía, y también de cómo y de cuándo. Y, sobre todo, de cuánto. ¿Aparecería cuando ya estuviesen dormidos? Y, si llegaba antes, ¿en qué estado lo haría? ¿Cuántas copas llevaría en el cuerpo? La niña se dijo que últimamente la había tomado con Juan, los moratones del brazo y la pierna daban buena cuenta de ello. Bueno, pensó, Juan era rápido y, si llegaba pronto, este ya correría a donde su amigo Félix. Pero no, se dijo, esta vez no podía huir. Si no encontraba a Juan, la tomaría con la madre. Los pequeños todavía tenían bula, aunque Pedro empezaba a recibir las primeras collejas, indicio claro de que la veda del cachorro llegaba a su fin. Carmen no le preocupaba, al padre le resultaba invisible, podía sorber, llorar, dejar caer la sopa. El castigo se lo llevaba otro, nunca ella. Si Juan desaparecía y Conchita no estaba, sería la madre la única en recibir sus parabienes. 

—Pues te aguantas, Juan —zanjó la mayor—, y sobre todo cuidas a madre. Ni se te ocurra correr a donde el Félix. 

El niño inclinó la cabeza. 

—Pero, Conchi, que el otro día ya no pude jugar al fútbol. 

—¡Juan! Te quedas y le llevas a madre lo que necesite. 

—Vale, vale… —dijo sin estar convencido—. A lo mejor no viene. 

—Sí, a lo mejor hay partido y lo ve en el bar. Es más, he oído donde el señor Eusebio que juega el Atleti, así que tú tranquilo. 

Juan la miró receloso. 

—No he oído nada en el cole… 

—Tampoco te enterarás de todo tú, ¿no? 

—Que ya… 

—Si vuelvo pronto paso a comprar la Nocilla. 

La cara del niño se iluminó. 

—¡Sí! Pero solo de la negra, ¿eh? 

Se puso un anorak que le habían regalado a su madre. Tenía una quemadura en una manga, pero Inmaculada le había puesto un parche y era muy caliente. Pasó por casa de la vecina a explicarle que se tenía que ir y que Inma estaba mala. Esta prometió pasar a verla y echar una mano con la cena. Conchita bajó corriendo las escaleras y se encontró en la oscura calle. El frío se colaba con el viento por el cuello del chaquetón, corrió hasta la parada del metro y agradeció la bocanada de aire caliente que subía por las escaleras. El vagón no estaba lleno, encontró un sitio para sentarse y sacó su libro de Ciencias. Se bajó y buscó la dirección en el plano que había tras la ventana de plexiglás. La calle estaba animada y se cruzó con unas chicas de su edad, vestidas con uniforme de colegio con los libros bajo el brazo. Pasó por una cafetería cuando se abría la puerta y una mezcla de olor de bollo dulce recién horneado y calidez le dio de lleno en la cara. Aceleró el paso, comprobó los letreros de las calles en una esquina y encontró el edificio. Este tenía dos entradas, una situada en lo alto de una escalinata y otra abierta a ras de la calle marcada con la palabra servicios. No tuvo dificultades en encontrar al portero, que, aunque protestó y le dijo que «menuda faena, todo el lado de los cés sin limpiar, a ver si se cree tu madre que esto es como la farmacia de guardia», le explicó dónde estaban las cosas de la limpieza. Conchita subió con el cubo cargado y bajó por todos los pisos. Cuando acabó le daba vueltas la cabeza, le dolían los hombros y la espalda. Vació el cubo por última vez, recogió todo y se fue a buscar al portero, que ya no estaba en el portal. Tocó en su piso, que tenía la puerta entreabierta y del que salía un olor a verdura hervida. El hombre salió en mangas de camisa con cara huraña. 

—Ya he acabado —informó Conchita— y todo está guardado. 

—Espero que haya quedado bien, a ver si van a protestar los señores —rezongó el portero. 

—Sí, sí, no se preocupe, que mi madre me ha enseñado. 

—Bueno, pues le dices que se mejore y que ya hacemos las cuentas la semana que viene. 

El hombre se disponía a cerrar cuando Conchita sujetó la puerta apoyándose con la mano. 

—Ha dicho madre que me pague a mí —dijo con una seguridad que distaba mucho de sentir. 

El portero abrió la puerta de par en par con los brazos en jarras. 

—¡Encima con exigencias! ¿Me deja el trabajo a la mitad para mandarme a una cría que lo acaba horas después y me vienes con que te pague ahora? Pues lo siento, la caja está en portería y yo ya he acabado, que yo sí que cumplo con mis horarios. 

Conchita se acordó de las 254 pesetas apuntadas en el libro del señor Eusebio. Y de Juan, que se dejaría coger esa noche y que a lo mejor no podía jugar al fútbol mañana del golpe que le diese su padre. Y de su madre, que hacía las escaleras después de encargarse de dos casas, y las de los dos lados, los as y los cés. Se acordó de que no podría llevar la Nocilla. Cogió aire y contestó. 

—Tengo que pasar por el bar a darle el dinero a mi padre. Le digo entonces que no me ha pagado y que pase él mañana a cobrar. 

El portero pensó en los moratones y cortes que se veían a veces bajo las mangas de la bata de Inmaculada, emitió un gruñido, entró a por unas llaves y salió del piso dando un portazo. Conchita lo siguió, lo observó mientras abría un armarito y una caja y contaba unos billetes de cien que dejó en el mostrador sin decir más. Los recogió, los contó y se los metió en el bolsillo interior del anorak. 

—Dile a tu madre que a la próxima que falle me busco a otra —dijo hosco. 

—No se preocupe, la semana que viene estará todo bien. 

—Tú dale el recado. —Al ver que Conchita se dirigía a la salida noble espetó—: Sal por la otra puerta. 

La niña pisó la calle dando unos saltitos a pesar del cansancio. Estaba bien iluminada y el viento había amainado. Pasó por delante de un supermercado y se acordó de Juan. Entró, compró la Nocilla y corrió a la estación de Rubén Darío. Los vagones del metro estaban llenos, pero consiguió apoyarse en uno de los extremos y repasar la lección. 

No oyó las voces de sus hermanos desde la escalera y dedujo que su padre debía de haber llegado. El piso estaba a oscuras y en silencio. Conchita dejó la bolsa en el suelo y entró en el cuarto de los chicos. Marcos dormía, pero Pedro hablaba suavemente con su hermano. La joven se sentó en su cama, apartó la colcha y le acarició el pelo y la cara, que estaba completamente empapada por las lágrimas. 

—Te he traído la Nocilla… 

—Además va a venir el ratoncito Pérez —oyó decir a Pedro—. Padre ha hecho que se le cayese un diente. 

Salió al pasillo a encender la luz y regresó al cuarto. La cara de su hermano Juan estaba roja e hinchada de llorar y tenía un corte en el labio. 

—No había fútbol… —explicó— y cuando llegó madre no se había levantado todavía. Y como estaba él, Sonia no vino. Madre se ha levantado y ha hecho la cena, pero no le ha gustado y ha empezado a gritar. Entonces Pedro ha cogido a Marcos y lo ha metido en la cama. Madre se ha caído al suelo y como no decía nada y padre le empezó a dar patadas pensé que le iba a hacer más daño, así que le sujeté por detrás. 

No hizo falta que Juan contase más. Conchita se imaginó la escena: a su madre levantándose doblada por el dolor a preparar la cena. A Carmen, sentada en su silla con sus movimientos pendulares adelante y atrás. A Juan, sabiendo lo que iba a pasar y a Pedro, al pequeño Pedro, arrastrando a Marcos a la cama para sacarlo de la cocina. No preguntó cuál había sido la causa. Podía tratarse de una croqueta ardiendo o una fría, siempre había una razón. Se levantaba, gritaba y descargaba el primer golpe sobre el culpable, la mayoría de las veces la madre. Un tortazo del derecho y uno del revés. Y el grito, «todo el puto día trabajando para no tener una mierda de cena». Su madre, normalmente, echaba a los niños de la cocina, pedía perdón y encajaba. Pero Conchita pensó que su madre estaba mala y no habría respondido bien, ni pedido perdón, ni hecho unos huevos para paliar la cena malograda. Y la ira se había dirigido directa al único posible. Suerte había tenido Juan de perder solo un diente. 

—¿Has oído a madre? —preguntó la niña. 

—Sí, ha ido al baño hace un rato. 

Se acercó al cuarto de sus padres y oyó a su padre gemir junto al chirriar de la cama. Encendió la luz de la cocina para ver la magnitud del desastre. Había unos platos rotos y unas croquetas pisoteadas. Recogió, sacó una cuchara del cajón, cogió el tarro de Nocilla, volvió al cuarto y se sentó en la cama de su hermano. Juan mordía un trozo viejo de toalla, pero al ver a su hermana levantar la tapa de plástico se lo quitó de la boca y la abrió con cuidado. Conchita sacó una cucharada de crema de cacao y se la introdujo por el lado que no tenía el corte. 

—¿Quién ha acostado a la Carmen? 

—Carmen se ha quedado en la cocina. Yo me he metido debajo de la cama y he esperado a oír cómo llevaba a la madre al cuarto. Entonces he vuelto y la he llevado a la cama. Pero no se ha bañado. 

Le acarició la cabeza y le trajo un trozo de toalla limpia. En su habitación, Carmen dormía, al fin quieta. Se lavó haciendo el menor ruido posible, sacó el libro de Ciencias y se metió con él en la cama. 

Cuando Conchita abrió los ojos, oyó el trajinar en la cocina. Una sensación de inmenso alivio la invadió. Se levantó de golpe y salió al pasillo: la puerta de sus padres estaba abierta y la cama hecha y dedujo que su padre había salido ya. Su madre fregaba los cacharros y parecía estar ya casi erguida. Se dio la vuelta al oírla entrar. Unas profundas ojeras oscuras y un corte bajo el ojo marcaban su cara. No hizo ningún comentario. 

—¿Todo bien ayer? —preguntó—. ¿Te pagó el Francisco? 

—Sí, lo tengo en la chaqueta. Era tarde y no pasé por el señor Eusebio, pero compré un bote de Nocilla en un súper. 

La madre hizo una mueca que debía de ser una sonrisa. 

—Las lentejas se quedan al fuego, les falta media hora. ¿Dejas tú a la Carmen en el centro y levantas a los niños? 

—Sí, claro, no te preocupes, yo la llevo. 

—Tengo dos casas hoy, vuelvo tarde. ¿Pagas tú al Eusebio? 

—Mama, tengo un control, si tengo que dejar también a Carmen y pagar la compra no llego… 

—Pues entonces pasas cuando salgas. 

Se acercó, le acarició la mejilla y acercó sus labios a la frente de la hija. Conchita cerró los ojos y aspiró el aroma a jabón y guiso que emanaba de su madre. Cuando los abrió, ella ya cerraba la puerta. Levantó a Juan, cuyo labio hinchado exigiría una explicación en el colegio, pero que se aceptaría sin dudar con un «me he peleado con mis hermanos». Pedro ya había abierto los ojos y despertaba a su hermano pequeño. Pasó a levantar a Carmen y la vistió mientras gritaba a Juan que hiciese lo mismo con Marcos. En la cocina calentó la leche, apagó las lentejas, sacó cuatro rebanadas de pan de molde, untó tres con Nocilla y una con mantequilla (pensó que así no tendría que cambiar a Carmen) y las colocó en los platos. Mezcló la papilla de Marcos con un poco de leche y sirvió los vasos. Sus hermanos fueron llegando con los ojos todavía legañosos y los pelos revueltos para sentarse a la mesa. Juan partía en pedacitos el pan y se los metía en la boca por el lado sano, Pedro lamía la superficie de chocolate ante la mirada atenta de Marcos, que abría y cerraba la boca al son del «abre y traga» entonado por su hermana. Carmen se balanceaba. Conchita miró la hora y dejó los platos en la pila para lavarlos a la vuelta. En el baño les lavó las caras y los peinó. Se recogió el pelo en una coleta rápida y cepilló la melena corta de Carmen. Abrigó a todos y salió con ellos a la calle. Juan llevaba a los dos pequeños de la mano y cuando Conchita le fue a decir algo, la interrumpió. 

—Sí, ya lo sé, me he peleado con mis hermanos… 

La niña no respondió, pero se quedó mirando cómo se alejaba, con una ligera cojera mientras adaptaba su paso a las piernecitas cortas de Marcos, que saltaba a su lado. Carmen se mantenía en pie sin interrumpir su eterno vaivén. La cogió de la mano e intentó andar un poco más rápido, pero la niña tenía su propio ritmo, tan predecible e inamovible como su balanceo. Se adaptó, entró en el centro y se encontró a una de las profesoras jóvenes. La conocía porque era del barrio y se la había presentado su madre un domingo en la parroquia. Se atrevió a abordarla. 

—Hola, traigo a Carmen, pero tengo un control y llego tarde, ¿la puedo dejar aquí? 

La educadora vio la angustia marcada en la cara de la niña y no lo dudó, cogió suavemente la mano de la otra y no dijo más. 

—¡Corre y mucha suerte!

 

  • Teresa Cardona
    Cardona, Teresa

    Teresa Cardona (Madrid, 1973) es una escritora española, ha publicado novela negra en Francia bajo el seudónimo Éric Todenne, tras el que también se esconde Eric Damien. Vive a caballo entre España y Alemania.

    En francés y a cuatro manos Cardona ha publicado los títulos Un travail à finir y Terres brûlées, ambas obras protagonizadas por el teniente Andreani, un policía amante de la música clásica y el jazz.

    Bajo su verdadero nombre la autora publicó en España Los dos lados, una historia cuya protagonista, Karen Blecker, es una teniente que acaba de llegar al país tras pasar gran parte de su carrera profesional trabajando para la Europol. Un buen relativo y Carne de cisne.