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Año 10 #114 Abril 2024

¡Contrahegemonía ya!

Primer capítulo: Lo viejo está muriendo y lo nuevo no puede nacer

Quienquiera que hable hoy de “crisis” corre el riesgo de que lo despachen como un charlatán pomposo, dada la banalización del término por obra de una palabrería inagotable. Pero la idea de que actualmente enfrentamos una crisis puede tener un sentido bien definido. Si la caracterizamos con precisión y detectamos su dinámica distintiva, podremos determinar mejor qué se necesita para resolverla. Sobre esa base, también podríamos vislumbrar un camino que nos saque del callejón sin salida donde estamos atascados, y eso mediante un realineamiento político que conduzca a una transformación de la sociedad entera.
A primera vista, la crisis de nuestros días parece ser política. Su expresión más espectacular está aquí mismo, en los Estados Unidos: Donald Trump, su elección, su presidencia y la disputa que la rodea. Pero no faltan situaciones análogas en otros lugares: la debacle del brexit en el Reino Unido; la menguante legitimidad de la Unión Europea y la desintegración de los partidos socialdemócratas y de centroderecha que abogaban por ella; también la bonanza creciente de los partidos racistas y antiinmigrantes en el norte y el centro-este de Europa, más el surgimiento de fuerzas autoritarias, entre ellas algunas que pueden calificarse de protofascistas, en América Latina, Asia y el Pacífico. Nuestra crisis política, si de eso se trata, no es solo estadounidense, sino global.
Lo que hace creíble esa afirmación es que, pese a sus diferencias, todos estos fenómenos tienen una característica en común. Todos implican un debilitamiento drástico, si no un liso y llano derrumbe, de la autoridad de las clases y los partidos políticos establecidos. Es como si multitudes de personas en todo el mundo hubiesen dejado de creer en el sentido común imperante que apuntaló la dominación política durante las últimas décadas. Como si esas personas hubieran perdido la confianza en la buena fe de las élites y buscaran nuevas ideologías, organizaciones y liderazgos. Dada la escala del derrumbe, es improbable que se trate de una coincidencia. Por eso, supongamos que enfrentamos una crisis política global.
Por fuerte que suene, esto es apenas una parte de la historia. Los fenómenos mencionados constituyen la faceta específicamente política de una crisis más amplia y proteica que presenta otros aspectos –el económico, el ecológico y el social– que, tomados en conjunto, dan por resultado una crisis general. Lejos de ser sectorial, la crisis política no puede entenderse al margen de los bloqueos a los que responde en otras instituciones, aparentemente no políticas. En los Estados Unidos esos bloqueos incluyen la metástasis de las finanzas; la proliferación de “McEmpleos” precarios en el sector de servicios; el incremento imparable de la deuda de los consumidores para permitir la compra de baratijas producidas en otros lugares; el crecimiento conjunto de las emisiones de dióxido de carbono, los climas extremos y el negacionismo de la crisis climática; el encarcelamiento masivo de personas de determinadas categorías raciales y la violencia policial sistémica, además de un estrés en aumento que afecta la vida familiar y comunitaria, debido en parte a la prolongación de la jornada laboral y la disminución de las ayudas sociales. En conjunto, estas fuerzas socavan desde hace algún tiempo nuestro orden social sin producir un terremoto político. Ahora, sin embargo, todo puede suceder. En el extendido rechazo hacia la manera habitual de hacer política, una crisis sistémica objetiva ha encontrado su voz política subjetiva. La faceta política de nuestra crisis general es una crisis de hegemonía.
Donald Trump es el ejemplo modélico de esta crisis de hegemonía. Pero no podremos entender su ascenso si no ponemos en claro las condiciones que lo posibilitaron. Para hacerlo, tendremos que indagar la cosmovisión desplazada por el trumpismo y explorar el proceso que llevó a su desmoronamiento. Las ideas indispensables para alcanzar ese fin provienen de Antonio Gramsci. Hegemonía es la palabra que eligió Gramsci para designar el proceso por el cual una clase dominante hace que su dominación parezca natural, al instalar las premisas de su cosmovisión como el sentido común de la sociedad en su conjunto. Su correlato organizacional es el bloque hegemónico: una coalición de fuerzas sociales dispares reunidas por la clase dominante, por medio de las cuales afirma su liderazgo. Si pretenden recusar ese ordenamiento, las clases dominadas deben construir un nuevo y más persuasivo sentido común, o contrahegemonía, y una nueva y más poderosa alianza política, o bloque contrahegemónico.
Debemos mencionar una idea que se suma a las propuestas por Gramsci. Cada bloque hegemónico encarna una serie de supuestos acerca de lo que es justo y bueno y lo que no lo es. Al menos desde mediados del siglo XX, la hegemonía capitalista se forjó en los Estados Unidos y en Europa mediante la combinación de dos aspectos diferentes del bien y la justicia: uno centrado en la distribución, otro en el reconocimiento. El aspecto distributivo indica cómo la sociedad debería asignar los bienes divisibles, en especial el ingreso. Este aspecto remite a la estructura económica de la sociedad y también, aunque de manera indirecta, a sus divisiones de clases. El aspecto del reconocimiento expresa cómo la sociedad debería atribuir el respeto y la estima, que son las marcas morales de la pertenencia y la integración. Centrado en el orden de estatus de la sociedad, este aspecto remite a sus jerarquías de, precisamente, estatus.
Juntos, la distribución y el reconocimiento constituyen los componentes normativos esenciales con los que se construyen las hegemonías. Si sumamos esta idea a las de Gramsci, podemos decir que Trump y el trumpismo fueron posibles debido a la ruptura de un bloque hegemónico anterior, así como al descrédito de su nexo normativo distintivo entre distribución y reconocimiento. Si diseccionamos la construcción y la ruptura de ese nexo, podremos esclarecer no solo el trumpismo, sino también las perspectivas, después de Trump, de un bloque contrahegemónico capaz de resolver la crisis. Voy a explicarme.
La hegemonía del neoliberalismo progresista
Antes de Trump, el bloque hegemónico que dominaba la política estadounidense era el neoliberalismo progresista. Esta denominación puede parecer un oxímoron, pero se aplicaba a una alianza real y poderosa de dos improbables compañeros de cama: por un lado, las corrientes liberales dominantes de los nuevos movimientos sociales (feminismo, antirracismo, multiculturalismo, ambientalismo y derechos de la comunidad LGBTQ+), y por otro, los sectores más dinámicos, de punta, “simbólicos” y financieros de la economía (Wall Street, Silicon Valley y Hollywood). Esta extraña pareja se mantenía unida gracias a una peculiar combinación de puntos de vista sobre la distribución y el reconocimiento.
El bloque neoliberal progresista conjugaba un programa económico expropiador y plutocrático con una política meritocrática liberal de reconocimiento. El componente distributivo de esta amalgama era neoliberal. Resueltas a emancipar a las fuerzas del mercado de la pesada mano del Estado y la cruz de la política de “impuestos altos y gran gasto público”, las clases que dirigían este bloque aspiraban a liberalizar y globalizar la economía capitalista. Esto era sinónimo de financiarización: eliminar las barreras y protecciones que impedían el libre movimiento de los capitales; desregular la actividad bancaria y la imparable deuda usuraria; desindustrializar; debilitar los sindicatos, y promover el trabajo precario y mal pago. Popularmente asociadas con Ronald Reagan pero implementadas y consolidadas, en lo sustancial, por Bill Clinton, estas políticas deprimieron el nivel de vida de la clase obrera y la clase media a la vez que transferían la riqueza hacia arriba, principalmente al 1%, claro está, pero también a los escalones superiores de las clases profesionales y gerenciales.
Los neoliberales progresistas no inventaron esta economía política. Ese honor pertenece a la derecha: a sus luminarias intelectuales Friedrich Hayek, Milton Friedman y James Buchanan; a sus políticos visionarios Barry Goldwater y Ronald Reagan, y a sus muy adinerados propiciadores Charles y David Koch, entre otros. Pero la versión “fundamentalista” de derecha del neoliberalismo no podía llegar a ser hegemónica en un país cuyo sentido común aún era producto del pensamiento del New Deal, la “revolución de los derechos” y un gran número de movimientos sociales herederos de la Nueva Izquierda. Para que el proyecto neoliberal triunfara, había que presentarlo en un nuevo envase, darle un atractivo más amplio y vincularlo con aspiraciones emancipatorias no económicas. Una economía política profundamente regresiva podría convertirse en el centro dinámico de un nuevo bloque hegemónico solo si se la adornaba con las galas del progresismo.
Por consiguiente, los “nuevos demócratas” tuvieron que aportar el ingrediente esencial: una política progresista de reconocimiento. Respaldados por fuerzas progresistas de la sociedad civil, difundieron un ethos del reconocimiento superficialmente igualitario y emancipatorio. En el núcleo de ese ethos convivían ideales de “diversidad”, “empoderamiento” de las mujeres, derechos para la comunidad LGBTQ+, posracialismo, multiculturalismo y ambientalismo. Estos ideales se interpretaban de una manera limitada y específica que era plenamente compatible con la transformación de la economía estadounidense conforme a los dictados de Goldman Sachs: la protección del ambiente significaba el comercio de las cuotas de emisiones de carbono. La promoción del acceso a la propiedad de la vivienda equivalía a armar lotes de préstamos de alto riesgo y revenderlos como bonos respaldados por hipotecas. Igualdad era sinónimo de meritocracia.
La reducción de la igualdad a la meritocracia fue especialmente fatídica. El programa neoliberal progresista para alcanzar un orden justo de estatus no apuntaba a abolir la jerarquía social, sino a “diversificarla” mediante el “empoderamiento” de las mujeres, las personas de color y los integrantes de minorías sexuales “talentosos” para que llegaran a la cima. Ese ideal es intrínsecamente específico de una clase y apunta a garantizar que individuos “meritorios” de “grupos subrepresentados” puedan alcanzar posiciones y retribuciones similares a las de los varones blancos heterosexuales de su propia clase. La variante feminista es reveladora pero, por desdicha, no única. Centrada en el “feminismo corporativo” y la “ruptura del techo de cristal”, sus principales beneficiarias solo podían ser quienes ya poseían el capital social, cultural y económico requerido. En cuanto a las demás, ni lograrían subir un escalón desde el sótano.
Por sesgada que fuera, esta política de reconocimiento cautivó a numerosas corrientes de los movimientos sociales progresistas que pasaron a integrar el nuevo bloque hegemónico. Por supuesto, no todos los antirracistas, feministas, multiculturalistas, etc., adhirieron a la causa neoliberal progresista, pero quienes sí lo hicieron, a sabiendas o no, constituyeron el segmento más cuantioso y visible de sus respectivos movimientos, mientras los opositores quedaron confinados en los márgenes. Los progresistas del bloque neoliberal progresista eran sus socios menores, mucho menos poderosos que sus aliados de Wall Street, Hollywood y Silicon Valley. A pesar de todo, otorgaron algo esencial a esa peligrosa relación: carisma, un “nuevo espíritu del capitalismo”. Con un aura de emancipación que lo envolvía todo, el nuevo “espíritu” aportó a la actividad económica neoliberal un entusiasmo único. Asociado al pensamiento progresista y a todo lo liberador, cosmopolita y moralmente avanzado, lo que antes era deprimente se volvió electrizante. Gracias a este ethos, las políticas que propiciaban la redistribución hacia arriba de la riqueza y el ingreso adquirieron una pátina de legitimidad.
Aun así, para poder conquistar la hegemonía el bloque neoliberal progresista emergente tenía que derrotar a dos rivales. Primero debía vencer a los remanentes nada insustanciales de la coalición del New Deal. En una anticipación del “nuevo laborismo” de Tony Blair, el ala clintoniana del Partido Demócrata desarticuló en silencio esa alianza anterior. Para reemplazar al bloque histórico que había conseguido unir a los trabajadores sindicalizados, los inmigrantes, los afroestadounidenses, las clases medias urbanas y algunos sectores del gran capital industrial durante varias décadas, se forjó una nueva alianza de empresarios, banqueros, residentes suburbanos, “trabajadores simbólicos”, nuevos movimientos sociales, latinos [Latinx] y jóvenes, sin perder el apoyo de la comunidad afroestadounidense, que sentía que no tenía ningún otro lugar adonde ir. En la campaña por la nominación presidencial demócrata de 1991-1992, Bill Clinton se alzó con la victoria al hablar de diversidad, multiculturalismo y derechos de las mujeres, aunque luego predicaría con el ejemplo de… Goldman Sachs.
La derrota del neoliberalismo reaccionario
El neoliberalismo progresista también debía vencer a un segundo competidor, con el que compartía más de lo que estaba dispuesto a admitir. En este caso, el antagonista era el neoliberalismo reaccionario. Concentrado principalmente en el Partido Republicano y menos coherente que su rival dominante, este segundo bloque proponía un nexo diferente entre distribución y reconocimiento. Combinaba una política neoliberal similar de distribución con una política de reconocimiento diferente, reaccionaria. Si bien afirmaba promover las pequeñas empresas y fábricas, el verdadero proyecto económico del neoliberalismo reaccionario se centraba en apuntalar las finanzas, la producción militar y las industrias energéticas extractivas para beneficio principal del 1% global. Lo que supuestamente hacía que esto fuera digerible para la base que procuraba reunir era una visión de sesgo excluyente, en pro de un orden justo de estatus: nacionalista étnico, antiinmigrante y procristiano (si no abiertamente racista, patriarcal y homofóbico).
Esa fórmula permitió que los cristianos evangélicos, los blancos sureños, los estadounidenses del campo y los pueblos y los estratos descontentos de la clase obrera blanca coexistieran durante un par de décadas, no sin incomodidad, con los libertarios, los miembros del Tea Party, la Cámara de Comercio y los hermanos Koch, más una pequeña cantidad de banqueros, magnates inmobiliarios y de la energía, capitalistas de riesgo y especuladores de fondos de cobertura. Al margen de los énfasis sectoriales, en las grandes cuestiones de la economía política el neoliberalismo reaccionario no difería de manera sustancial de su rival neoliberal progresista. Es cierto que ambas partes discutían sobre los “impuestos a los ricos” y que los demócratas casi siempre terminaban por ceder. Pero los dos bloques respaldaban el “libre comercio”, los bajos impuestos a las corporaciones, el recorte de los derechos laborales, la primacía del interés del accionista, las remuneraciones excesivas asignadas a los altos ejecutivos jerárquicos y la desregulación financiera. Los dos bloques elegían líderes que buscaban “grandes acuerdos” orientados a limitar derechos y sus diferencias clave giraban en torno al reconocimiento, no a la distribución.
El neoliberalismo progresista también ganó esa batalla, pero tuvo que pagar un precio. Se sacrificaron los centros fabriles en declive, sobre todo el llamado Cinturón del Óxido. Esa región, junto con centros industriales más recientes del Sur, recibió un duro golpe a causa de una tríada de políticas implementadas por Bill Clinton: el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (NAFTA), la incorporación de China a la Organización Mundial del Comercio (justificada en parte como una manera de promover la democracia) y la derogación de la Ley Glass-Steagall, que mitigó las regulaciones impuestas a los bancos. En conjunto, esas políticas y las siguientes hicieron estragos en comunidades hasta entonces sustentadas en la industria manufacturera. En el transcurso de dos décadas de hegemonía neoliberal progresista, ninguno de los dos grandes bloques hizo un esfuerzo serio por apoyarlas. Para los neoliberales, sus economías no eran competitivas y en consecuencia debían afrontar las inevitables “correcciones de mercado”. Para los progresistas, sus culturas estaban estancadas en el pasado y atadas a valores obsoletos que no tardarían en desaparecer en una nueva dispensación cosmopolita. Los neoliberales progresistas no encontraban en ninguno de los dos terrenos –la distribución y el reconocimiento– razón alguna para defender a las comunidades fabriles del Cinturón del Óxido y el Sur.
La brecha hegemónica y la lucha por salvarla
El universo político que Trump cambió de manera drástica era sumamente restrictivo. Se había construido en torno a la oposición entre dos versiones del neoliberalismo, cuya única diferencia mayor radicaba en el eje del reconocimiento. Admitámoslo, era posible elegir entre el multiculturalismo y el nacionalismo étnico. Pero, más allá de esto, era inevitable quedar presa de la financiarización y la desindustrialización. Con un menú limitado al neoliberalismo progresista y el neoliberalismo reaccionario, no había fuerza alguna que se opusiera a la caída de los niveles de vida de las clases obrera y media. Los proyectos antineoliberales eran marginados, cuando no excluidos de la esfera pública.
De este modo, un segmento considerable del electorado estadounidense –víctima de la financiarización y la globalización corporativa– se vio despojado de una casa política natural. Como ninguno de los dos grandes bloques hablaba por ellos, se produjo una brecha en el universo político estadounidense: una zona desocupada, vacía, donde una política antineoliberal y favorable a las familias trabajadoras podría haber arraigado. Habida cuenta del ritmo acelerado de la desindustrialización, la proliferación de “McEmpleos” precarios y mal pagos, el crecimiento de la deuda usuraria y la consecuente caída de los niveles de vida de las dos terceras partes de los estadounidenses ubicados en la parte más baja de la escala, era solo cuestión de tiempo hasta que alguien salvara la brecha.
En 2007 y 2008, algunos supusieron que el momento había llegado. Un mundo aún tambaleante debido a uno de los peores desastres de la historia estadounidense en materia de política exterior se vio obligado a enfrentar la peor crisis financiera desde la Gran Depresión y poco menos que un derrumbe de la economía global. La política “de siempre” cayó a la cuneta. Un afroestadounidense que hablaba de “esperanza” y “cambio” llegó a la presidencia de los Estados Unidos con la promesa de transformar no solo las políticas, sino también la “mentalidad” de la política estadounidense. Barack Obama podría haber aprovechado la oportunidad para generar un movimiento masivo que respaldara el alejamiento del neoliberalismo, aun frente a la oposición del Congreso. En cambio, puso la economía en manos de las mismas fuerzas de Wall Street que habían estado a punto de hacerla naufragar. Al afirmar la “recuperación” (y no la reforma estructural), Obama otorgó onerosos rescates financieros a bancos “demasiado grandes para quebrar”, pero no hizo nada remotamente comparable por sus víctimas: los diez millones de estadounidenses que perdieron sus viviendas debido a ejecuciones hipotecarias durante la crisis. La excepción que confirmó la regla fue su decisión de expandir Medicaid mediante la ley de atención de la salud a precios accesibles, que representó un beneficio material real para parte de la clase obrera estadounidense. A diferencia de las propuestas de un sistema de salud universal solventado con fondos públicos [single payer] o de un sistema de atención pública que compitiera con los privados [public option], a las que Obama renunció antes de que comenzaran las negociaciones sobre la atención de la salud, su estrategia reforzó las divisiones dentro de la clase obrera que a la larga resultarían fatídicas desde un punto de vista político. En suma, la idea central y predominante de su presidencia fue mantener el statu quo neoliberal progresista pese a su declinante popularidad.
En 2011, con Occupy Wall Street, surgió otra oportunidad de salvar la brecha hegemónica. Cansado de esperar una rectificación por parte del sistema político, un sector de la sociedad civil resolvió tomar el toro por las astas y ocupó plazas públicas de todo el país en nombre del “99%”. Con su denuncia de un sistema que saqueaba a la inmensa mayoría para enriquecer al 1% más rico, estos grupos relativamente pequeños de manifestantes jóvenes no tardaron en ganar un amplio respaldo –hasta un 60% del pueblo estadounidense, según algunas encuestas–, sobre todo de sindicatos acorralados, estudiantes endeudados, familias de clase media en apuros y el creciente “precariado”.
Sin embargo, en 2012 los efectos políticos de Occupy Wall Street fueron neutralizados y resultaron funcionales a la reelección de Obama, quien tuvo la astucia de adoptar la retórica del movimiento y así cosechó el apoyo de muchos que luego votarían a Trump en 2016. Tras derrotar a Romney y ganar cuatro años más en el poder, el presidente persistió en el camino neoliberal y su recién adquirida conciencia de clase se evaporó de inmediato. Al limitar su búsqueda de “cambio” a la firma de decretos presidenciales, Obama se abstuvo de perseguir a los malversadores de la riqueza y tampoco utilizó su visibilidad para unir al pueblo estadounidense contra Wall Street.
Convencida de que la tormenta había pasado, la clase política no perdió el tiempo y renovó su respaldo al consenso neoliberal, pero fue incapaz de ver en Occupy los primeros ruidos sordos de un terremoto en ciernes. Y el terremoto se produjo en la temporada electoral de 2015-2016, cuando un descontento que desde hacía tiempo se cocía a fuego lento cambió de forma para convertirse en una lisa y llana crisis de autoridad. Los dos grandes bloques políticos se derrumbaron. En el lado republicano, Trump, con una campaña de neto corte populista, derrotó cómodamente (como no deja de recordárnoslo) a sus dieciséis desvalidos rivales en las primarias, incluidos varios elegidos a dedo por los jefes partidarios y los grandes donantes. En el lado demócrata, Bernie Sanders, quien se autocalificaba de socialdemócrata, planteó un desafío sorprendentemente serio a la sucesora ungida de Obama, Hillary Clinton, quien tuvo que desplegar todos los trucos y las influencias del poder partidario para mantenerlo a raya. En ambos bandos se modificaron radicalmente los guiones habituales, dado que un par de intrusos habían ocupado la brecha hegemónica y procedían a salvarla con nuevos memes políticos.
Tanto Sanders como Trump execraban la política neoliberal de distribución, pero había marcadas diferencias entre sus respectivas políticas de reconocimiento. Mientras el primero denunciaba la “economía amañada” con acentos universalistas e igualitarios, el segundo utilizaba la misma frase pero le daba un tinte nacionalista y proteccionista. Redoblando la apuesta con tropos de sesgo excluyente de larga vigencia, Donald Trump transformó los “meros” eufemismos en explosiones a voz en cuello de racismo, misoginia, islamofobia, homofobia, transfobia y sentimientos antiinmigrantes. La base “obrera” que su retórica invocaba era blanca, heterosexual, masculina y cristiana y estaba integrada por trabajadores de la minería, el petróleo, la construcción y la industria pesada. En contraste, la clase obrera cortejada por Sanders era amplia y expansiva y no solo abarcaba a los trabajadores fabriles del Cinturón del Óxido, sino a los del sector público y los servicios, incluyendo a mujeres, inmigrantes y personas de color.
Sin duda, el contraste entre estos dos retratos de la “clase obrera” era en gran medida retórico. Ninguno coincidía estrictamente con la base de votantes de su adalid. Si bien el margen de victoria de Trump provino de los centros fabriles desguazados que se habían inclinado por Obama en 2012 y por Sanders en las primarias demócratas, sus votantes también incluían a los sospechosos de siempre dentro del Partido Republicano, entre ellos libertarios de derecha, empresarios y otros de escasa utilidad para el populismo económico. De manera similar, los votantes más confiables de Sanders eran estadounidenses jóvenes con estudios universitarios. Pero la cuestión no es esa. En tanto proyección retórica de una posible contrahegemonía, la visión expansiva que Sanders tenía de la clase obrera estadounidense era lo que distinguía su estilo de populismo del de Trump.
Esos dos intrusos esbozaron los lineamientos de un nuevo sentido común, cada uno a su manera. A lo sumo, la retórica de campaña de Trump sugería un nuevo bloque protohegemónico al que podríamos denominar “populismo reaccionario”. Este parecía combinar una política hiperreaccionaria de reconocimiento con una política populista de distribución: la construcción del muro en la frontera con México más un gasto a gran escala en infraestructura. El bloque imaginado por Sanders, en contraste, era una clara muestra de “populismo progresista”. Procuraba aliar una política inclusiva de reconocimiento con una política de distribución en favor de las familias trabajadoras: reforma de la justicia penal más Medicare para cada cual; justicia reproductiva más matrícula universitaria gratuita; derechos para las personas LGBTQ+ más división de los grandes bancos.
Gato por liebre
Sin embargo, ninguno de estos escenarios se materializó. La derrota de Sanders frente a Clinton eliminó de la votación la opción populista progresista, para sorpresa de nadie. Pero la posterior victoria de Trump fue inesperada, al menos para algunos. Lejos de gobernar como un populista reaccionario, el nuevo presidente puso en práctica el viejo dicho de “vender gato por liebre” y abandonó de inmediato las políticas distributivas populistas que había prometido en su campaña. Es cierto que canceló el Acuerdo Transpacífico y renegoció el NAFTA, aunque solo de manera superficial. Pero no levantó un dedo para dominar Wall Street. Tampoco llevó adelante ni una sola medida seria para implementar proyectos públicos de infraestructura en gran escala y generadores de empleo. Sus esfuerzos por estimular las manufacturas se limitaron a las exhibiciones simbólicas de verborrea y la eliminación de regulaciones para el carbón, cuyas ganancias han demostrado ser en gran medida ficticias. Y lejos de proponer una reforma impositiva cuyas principales beneficiarias fueran las familias de clase obrera y clase media, adhirió a la trillada versión republicana, concebida para canalizar más dinero hacia el 1% (incluida la familia Trump). Como queda probado con esta última cuestión, las acciones del presidente en el frente distributivo incluyeron una gran dosis de capitalismo de amigos y negocios para usufructo personal. Pero si el propio Trump estuvo por debajo de los ideales de razón económica de Hayek, la designación de otro exmiembro de Goldman Sachs en el Tesoro garantiza la continuidad del neoliberalismo allí donde importa que persista.
Tras abandonar la política populista de distribución, Trump procedió a doblar la apuesta en la política reaccionaria de reconocimiento, intensificada al máximo y cada vez más despiadada. Su lista de provocaciones y acciones en respaldo de odiosas jerarquías de estatus es larga y escalofriante: la prohibición de viajar en sus diversas versiones, todas apuntadas a países de mayoría musulmana, mal disimuladas al añadirse más tarde Venezuela; el recorte drástico de los derechos civiles en el Departamento de Justicia (que desistió de los decretos de acuerdo extrajudicial) y en el Departamento de Trabajo (que dejó de controlar a los contratistas federales en lo referido a la discriminación); su negativa a patrocinar casos judiciales concernientes a derechos de personas LGBTQ+; su reducción de la cobertura de seguro obligatoria para la anticoncepción; su disminución de las protecciones establecidas por el Título IX de las Enmiendas de Educación de 1972, ley contra la discriminación, para mujeres y niñas, mediante recortes en la dotación del personal encargado de velar por su cumplimiento, y sus pronunciamientos públicos en favor de un accionar policial más duro con los sospechosos, del desprecio manifestado por el “Sheriff Joe” Arpaio por el estado de derecho, y de la “buena gente” del grupo de supremacistas blancos que actuaron fuera de todo control en Charlottesville. El resultado no es un mero conservadurismo republicano campechano, sino una política hiperreaccionaria de reconocimiento.
Las políticas del Trump presidente divergen por completo de las promesas de campaña del Trump candidato. No solo desapareció su populismo económico: su designación de chivos expiatorios es cada vez más despiadada. En síntesis, lo que sus partidarios votaron no es lo que obtuvieron. El corolario no es un populismo reaccionario, sino un neoliberalismo hiperreaccionario.
Sin embargo, el neoliberalismo hiperreaccionario de Trump no constituye un nuevo bloque hegemónico. Al contrario: es caótico, inestable y frágil. Esto se debe en parte a la peculiar psicología personal del portaestandarte y en parte a su codependencia disfuncional con la dirigencia del Partido Republicano, que ha intentado sin éxito reafirmar su control y ahora espera el momento oportuno mientras busca una estrategia de salida. No podemos saber exactamente cómo evolucionará esta situación, pero sería necio descartar la posibilidad de que el Partido Republicano se divida. De uno u otro modo, el neoliberalismo hiperreaccionario no ofrece perspectivas de hegemonía sólida.
Pero existe un problema más profundo. Al descartar la cara económica populista de su campaña, Trump, con su neoliberalismo hiperreaccionario, procura restablecer esa brecha hegemónica que contribuyó a hacer estallar en 2016, con la salvedad de que esa variante neoliberal ya no puede suturarla. Ahora que el gato populista saltó de la caja, es dudoso que el segmento obrero de las bases de Trump se contente con comer (falso) reconocimiento y nada más.
En el otro lado, entretanto, “la resistencia” se organiza. Pero la oposición está fracturada, incluidos los clintonistas intransigentes, los sanderistas comprometidos y muchas personas que podrían inclinarse por unos o por otros. Para complicar aún más el paisaje, existe una multitud de grupos advenedizos cuyas posturas militantes atrajeron a grandes aportantes a pesar (o a causa) de la vaguedad de sus concepciones programáticas.
Es especialmente perturbador el resurgimiento de una vieja tendencia de la izquierda a enfrentar la raza contra la clase. Algunos resistentes proponen reorientar la política del Partido Demócrata en torno a la oposición a la supremacía blanca y concentrar todos los esfuerzos en conquistar el apoyo de votantes negros y latinos. Otros defienden una estrategia centrada en la clase y apuntada a recuperar a las comunidades obreras blancas que votaron a Trump. Los dos puntos de vista son problemáticos porque tratan la cuestión de la clase y la raza como si fuera inherentemente antitética: un juego de suma cero. En realidad, estos ejes de la injusticia pueden atacarse en forma paralela, como corresponde. Ninguno de los dos podrá ser superado mientras el otro prospere.
En el contexto actual, sin embargo, las propuestas de pasar a un segundo plano las preocupaciones de clase plantean un riesgo especial: es probable que coincidan con los esfuerzos del ala de Clinton por restaurar el statu quo bajo un nuevo disfraz. De suceder así, el resultado será una nueva versión del neoliberalismo progresista que combine el neoliberalismo en el frente distributivo con una política antirracista militante de reconocimiento. Esta perspectiva debería preocupar a las fuerzas anti-Trump. Hará que muchos aliados potenciales salgan en estampida en el sentido opuesto, convaliden el relato de Trump y lo respalden. Y unirá fuerzas con él para la supresión de cualquier alternativa al neoliberalismo, con lo cual se reinstaurará la brecha hegemónica. Pero lo que acabo de decir de Trump es igualmente válido en este caso: el gato populista saltó de la caja y no se escabullirá en silencio. Restablecer el neoliberalismo progresista, sobre cualquier base, equivale a recrear –mejor dicho, a exacerbar– las condiciones mismas que hicieron surgir a Trump. Y eso significa preparar el terreno para futuros Trump, cada vez más despiadados y peligrosos.
Fenómenos mórbidos y perspectivas contrahegemónicas
Por todas estas razones, ni un neoliberalismo progresista revitalizado ni un neoliberalismo hiperreaccionario “trumposo” [trumped-up] son buenos candidatos a la hegemonía política en el futuro cercano. Los lazos que unían a cada uno de esos bloques se han debilitado gravemente. Además, ninguno de los dos está en condiciones de configurar un nuevo sentido común. Ninguno puede ofrecer un panorama autorizado de la realidad social, un relato con el que una amplia gama de actores sociales puedan identificarse. De igual importancia, ni una ni otra variante del neoliberalismo puede resolver con éxito los bloqueos objetivos del sistema que subyacen a nuestra crisis hegemónica. Dado que las dos comparten la cama con las finanzas globales, ninguna puede poner en tela de juicio la financiarización, la desindustrialización o la globalización corporativa. Ninguna puede corregir los niveles de vida en plena caída, la deuda en constante aumento, el cambio climático, los “déficits de cuidados” o el estrés intolerable que aqueja a la vida comunitaria. (Re)instalar a uno u otro de esos bloques en el poder es garantizar no solo la continuación, sino la intensificación de la crisis actual.
¿Qué podemos esperar, entonces, en el corto plazo? A falta de una hegemonía segura, enfrentamos un interregno inestable y la continuidad de la crisis política. En esta situación, las palabras de Gramsci adquieren un tono de verdad revelada: “Lo viejo está muriendo y lo nuevo no puede nacer; en este interregno se producen los más diversos fenómenos mórbidos”.
A menos, desde luego, que haya un candidato viable para una contrahegemonía. El más probable de esos candidatos es una u otra forma de populismo. ¿Podría el populismo ser todavía una opción posible, si no de manera inmediata, en un plazo más largo? A favor de esta posibilidad habla el hecho de que, entre los partidarios de Sanders y los de Trump, una masa crítica de votantes estadounidenses rechazó la política neoliberal de distribución en 2015-2016. La pregunta candente es si esa masa puede fundirse para constituir un nuevo bloque contrahegemónico. Para que esto suceda, los partidarios obreros de Trump y Sanders tendrían que pensarse como aliados: víctimas en diferente situación de una misma “economía amañada” cuya transformación puedan intentar juntos.
El populismo reaccionario, aun sin Trump, no es una base probable para esta alianza. Su política de reconocimiento, jerárquica y partidaria de la exclusión, constituye un factor infalible de rechazo para grandes segmentos de las clases trabajadoras y medias de los Estados Unidos, en especial las familias que dependen de salarios percibidos en los servicios, la agricultura, el trabajo doméstico y el sector público, cuyas filas incluyen enormes cantidades de mujeres, inmigrantes y personas de color. Solo una política inclusiva de reconocimiento tendrá una probabilidad razonable de inducir a esas fuerzas sociales indispensables a aliarse con otros sectores de las clases trabajadoras y medias, incluidas las comunidades históricamente asociadas a las manufacturas, la minería y la construcción.
De este modo, el populismo progresista resulta el candidato más probable para crear un nuevo bloque contrahegemónico. Al combinar la redistribución igualitaria con el reconocimiento no jerárquico, esta opción tiene al menos una oportunidad razonable de unir a toda la clase obrera. Más aún: podría posicionar a esta clase, entendida en términos amplios, como la fuerza dirigente de una alianza que también incluya a segmentos sustanciales de la juventud, la clase media y las capas profesionales y gerenciales.
Al mismo tiempo, la situación actual presenta muchos factores contrarios a la posibilidad, en un lapso más o menos breve, de una alianza entre los populistas progresistas y los estratos de clase obrera que votaron a Trump en la última elección. Entre los obstáculos se destacan las divisiones cada vez más profundas y hasta los odios que, si bien se cocían a fuego lento desde tiempo atrás, alcanzaron un límite extremo con Trump, quien sin el menor reparo, como señala con agudeza David Brooks, “tiene olfato para detectar las heridas en el cuerpo político y día tras día mete un atizador al rojo vivo en todas y cada una para dejarlas siempre abiertas”. El resultado es un ambiente tóxico que parece convalidar la idea, sostenida por algunos progresistas, de que todos los votantes de Trump son “deplorables”: racistas, misóginos y homofóbicos incurables. También gana fuerza la idea contraria, respaldada por muchos populistas reaccionarios: que todos los progresistas son moralizadores incorregibles y elitistas engreídos que los miran con condescendencia mientras sorben su café italiano y juntan dólares a paladas.
Una estrategia de separación
Las perspectivas del populismo progresista en los Estados Unidos dependen de combatir con éxito esas dos ideas. Lo que se necesita es una estrategia de separación con vistas a precipitar dos grandes divisiones. En primer lugar, hay que incitar a mujeres, inmigrantes y personas de color menos privilegiadas a apartarse de las feministas adaptadas al mercado, los antirracistas meritocráticos y el movimiento LGBTQ+ convencional, cómplices de la diversidad corporativa y del capitalismo verde o “ecocapitalismo” que se apropiaron de sus inquietudes para modificarlas de modo que resultaran compatibles con el neoliberalismo. Esa es la meta de una iniciativa feminista reciente que procura reemplazar el feminismo de élite por un “feminismo para el 99%”. Otros movimientos emancipatorios deberían copiar esa estrategia.
En segundo lugar, es imprescindible convencer a las comunidades trabajadoras sureñas, rurales y del Cinturón del Óxido de la necesidad de apartarse de sus actuales aliados criptoneoliberales. El truco consiste en persuadirlas de que las fuerzas que promueven el militarismo, la xenofobia y el nacionalismo étnico no pueden y no van a proporcionarles los prerrequisitos materiales esenciales para una vida digna, mientras que un bloque populista progresista sí está en condiciones de hacerlo. De ese modo, sería factible deslindar entre los votantes de Trump que pueden y deben ser sensibles a ese llamamiento, y los racistas declarados y los nacionalistas étnicos de la derecha alternativa que no lo son. Decir que los primeros superan por un amplio margen a los segundos no implica negar que los movimientos populistas reaccionarios se basan en una retórica capciosa y han envalentonado a grupos antes marginales de genuinos supremacistas blancos. Pero sí refuta la apresurada conclusión de que la abrumadora mayoría de los votantes populistas reaccionarios están cerrados para siempre a cualquier convocatoria en nombre de una clase obrera abarcadora como la que propone Bernie Sanders. Ese punto de vista no solo es errado en lo empírico, sino por completo contraproducente y propenso a convertirse en una profecía autocumplida.
Quiero ser clara. No sugiero que un bloque populista progresista deba silenciar las acuciantes inquietudes en torno al racismo, el sexismo, la homofobia, la islamofobia y la transfobia. Al contrario, el combate contra estos males debe ocupar un lugar central en un bloque populista progresista. Pero es contraproducente abordarlos con una condescendencia moralizadora, a la manera del neoliberalismo progresista. Este enfoque supone una visión superficial e inadecuada de esas injusticias, que exagera groseramente la idea de que el problema reside en la mentalidad de la gente y soslaya la profundidad de las fuerzas estructurales e institucionales subyacentes.
La cuestión adquiere una claridad y una importancia meridianas en el caso de la raza. En los Estados Unidos de hoy, la injusticia racial no se refleja en actitudes despectivas o malos comportamientos, aunque sin duda existen. El punto crucial es el impacto racialmente específico de la desindustrialización y la financiarización durante la hegemonía neoliberal progresista, tal como se refracta a través de prolongadas historias de opresión sistémica. En este período los estadounidenses negros y “morenos” [brown] durante mucho tiempo imposibilitados para tomar créditos, confinados en viviendas segregadas y de mala calidad y con remuneraciones demasiado exiguas para acumular ahorros fueron blanco sistemático de los dadores de préstamos de alto riesgo y, por consiguiente, padecieron los índices más altos de ejecuciones hipotecarias en el país. También en este período, las ciudades y barriadas de minorías durante largo tiempo y en forma sistemática privadas de recursos públicos fueron castigadas por cierres de plantas en centros fabriles en decadencia. Sus pérdidas no solo se calculaban en puestos de trabajo, sino también en fondos tributarios, que las privaban de dinero para escuelas, hospitales y mantenimiento de infraestructura básica, lo cual provocó desastres como la crisis del agua en Flint (Míchigan) y, en un contexto diferente, la destrucción en 2005 de Lower Ninth Ward, barrio de Nueva Orleans, a raíz del huracán Katrina. Para terminar, los hombres negros sometidos a sentencias diferenciales, un riguroso encarcelamiento, trabajos forzados y violencia socialmente tolerada –incluso a manos de la policía– fueron durante este período reclutados a la fuerza y en forma masiva para desempeñarse en un “complejo carcelario industrial”, siempre atestado debido tanto a la “guerra contra las drogas”, cuyo blanco principal era la posesión de crack, como a índices desproporcionadamente altos de desempleo entre las minorías: todo gracias a los “logros” legislativos bipartidarios orquestados en gran medida por Bill Clinton. ¿Hace falta agregar que, por inspiradora que haya sido, la presencia de un afroestadounidense en la Casa Blanca no logró hacer mella en estas tendencias?
Pero ¿realmente podría haber sucedido de otro modo? Los fenómenos mencionados muestran la profundidad del arraigo del racismo en la sociedad capitalista contemporánea y ponen en evidencia la incapacidad de la moralización neoliberal progresista para abordarlo. También revelan que las bases estructurales del racismo están relacionadas tanto con la clase y la economía política como con el estatus y el (falso) reconocimiento. E igual de importante: ponen en claro que las fuerzas destructoras de las oportunidades de vida de las personas de color son parte integral del mismo bloque dinámico que las que destruyen las oportunidades de vida de los blancos, aunque difieran en algunos detalles. El efecto, en definitiva, es sacar a la luz el impermeable entrelazamiento de raza y clase en el capitalismo financiarizado contemporáneo.
Un bloque populista progresista deberá hacer de esas percepciones su estrella guía. Tendrá que renunciar a la presión neoliberal progresista sobre las actitudes personales y concentrar sus esfuerzos en las bases estructurales e institucionales de la sociedad contemporánea. Es de especial importancia que ponga de relieve las raíces compartidas de las injusticias raciales y de estatus en el capitalismo financiarizado. Al entender ese sistema como una única totalidad social integrada, deberá vincular los males sufridos por mujeres, inmigrantes, personas de color y personas LGBTQ+ con aquellos vivenciados por los sectores de la clase obrera que hoy en día tienden hacia el populismo de derecha. De esta manera, sentará las bases de una poderosa nueva coalición integrada por todos los que fueron traicionados por Trump y sus equivalentes, no solo los inmigrantes, las feministas y las personas de color opositores a su neoliberalismo hiperreaccionario, sino también los sectores de clase obrera blanca que hasta ahora lo han apoyado. Si consigue reunir a grandes segmentos de toda la clase obrera, el triunfo de esta estrategia es posible. A diferencia de las demás opciones consideradas, el populismo progresista tiene el potencial, al menos en principio, de convertirse en un bloque contrahegemónico relativamente estable en el futuro.
Pero lo que inclina la balanza en favor del populismo progresista no es solo su potencial viabilidad subjetiva. A diferencia de sus probables rivales, cuenta con la ventaja adicional de ser capaz, también al menos en principio, de abordar el aspecto real y objetivo de nuestra crisis. Permítanme explicarme.
Como señalé al comienzo, la crisis hegemónica que hemos diseccionado aquí es una faceta de un complejo más amplio de crisis, que abarca varios otros perfiles: el ecológico, el económico y el social. También es la contrapartida subjetiva de una crisis objetiva del sistema, a la que constituye una respuesta y de la cual no puede separársela. En última instancia, estos dos lados de la crisis –uno subjetivo, otro objetivo– se sostienen o caen juntos. Ninguna respuesta subjetiva, por convincente que parezca, puede asegurar una contrahegemonía duradera a menos que ofrezca la perspectiva de una solución real a los problemas objetivos subyacentes.
El lado objetivo de la crisis no es la mera multiplicidad de disfunciones independientes entre sí. Lejos de formar una pluralidad dispersa, sus varios perfiles están interconectados y tienen un origen común. El objeto subyacente de nuestra crisis general, lo que alberga sus múltiples inestabilidades, es la forma actual del capitalismo: globalizador, neoliberal y financiarizado. Como cualquier forma de capitalismo, esta no es un mero sistema económico, sino algo más amplio: un orden social institucionalizado. Como tal, abarca una serie de condiciones anteriores no económicas indispensables para una economía capitalista: actividades no asalariadas de reproducción social que garantizan la oferta de mano de obra asalariada para la producción económica; un aparato organizado de poder público (corpus legal, policía, organismos reguladores y capacidades directivas) que suministra el orden, la previsibilidad y la infraestructura necesarios para una acumulación sostenida y, por último, una organización relativamente sustentable de nuestra interacción metabólica con el resto de la naturaleza que asegure las provisiones esenciales de energía y materia prima para la producción de mercancías, para no mencionar un planeta habitable que pueda contener la vida.
El capitalismo financiarizado representa una manera históricamente específica de organizar la relación de una economía capitalista con esas condiciones anteriores indispensables. Es una forma profundamente depredadora e inestable de organización social en que la acumulación de capital está libre de las restricciones (políticas, ecológicas, sociales, morales) que a la vez son necesarias para sostenerla a lo largo del tiempo. Una vez abolidos esos frenos, la economía del capitalismo consume sus propias condiciones de posibilidad. Es como un tigre que engulle sus patas traseras. Mientras la vida social queda cada vez más subsumida bajo el imperio de la economía, la búsqueda sin trabas de la ganancia desestabiliza esas formas de reproducción social, sustentabilidad ecológica y poder público de las cuales depende. Visto de esta manera, el capitalismo financiarizado es una formación social intrínsecamente propensa a la crisis. La compleja crisis actual es la expresión cada vez más aguda de su tendencia innata a desestabilizarse.
Esa es la cara objetiva de la crisis: la contrapartida estructural al desmoronamiento hegemónico aquí analizado. Hoy, en consecuencia, ambos polos de la crisis –uno objetivo, otro subjetivo– están en pleno auge. Se sostienen o caen juntos. La resolución de la crisis objetiva exige una gran transformación estructural del capitalismo financiarizado: una nueva relación de la economía con el sistema político, de la producción con la reproducción, de la sociedad humana con la naturaleza no humana. El neoliberalismo, bajo cualquiera de sus disfraces, no es la solución, sino el problema.
En sí, el cambio por el que abogamos solo puede provenir de otra parte, de un proyecto que sea como mínimo antineoliberal, si no anticapitalista. Ese proyecto solo podrá convertirse en una fuerza histórica cuando encarne en un bloque contrahegemónico. Por distante que hoy nos parezca esa perspectiva, nuestra mejor oportunidad de alcanzar una resolución subjetiva y objetiva es el populismo progresista. Pero acaso este tampoco sea un punto final estable. El populismo progresista podría ser transicional: una estación de paso en el camino hacia alguna nueva forma poscapitalista de sociedad.
Sea cual fuere nuestra incertidumbre respecto del punto final, hay algo claro: si no vamos en busca de esta opción, prolongaremos el interregno presente. Lo cual equivale a condenar a trabajadores de todas las convicciones y todos los colores a un estrés creciente y una salud menguante, a un aumento imparable de la deuda y el trabajo excesivo, al apartheid de clase y la inseguridad social. Significa sumergir a esos trabajadores, también, en una expansión cada vez más amplia de fenómenos mórbidos: odios nacidos del resentimiento y expresados en la designación de chivos expiatorios, estallidos de violencia seguidos por episodios de represión, un mundo feroz de competencia despiadada donde las solidaridades se contraen hasta casi desaparecer. Para evitar ese destino, debemos romper definitivamente tanto con la economía neoliberal como con las diversas políticas de reconocimiento que la respaldan: debemos desprendernos no solo del nacionalismo étnico de sesgo excluyente, sino también del individualismo meritocrático liberal. Solo si unimos una política de distribución sólidamente igualitaria con una política de reconocimiento inclusiva y sensible a la clase podremos construir un bloque contrahegemónico capaz de conducirnos, más allá de la actual crisis, a un mundo mejor.

  • Nancy Fraser
    Fraser, Nancy

    Nancy Fraser (Baltimore, EEUU, 1947) es profesora de filosofía y política en la Nueva Escuela de Investigación Social (EEUU). Recibió su doctorado en filosofía en la CUNY Graduate Center (EEUU) en 1980. Trabaja en teoría social y política, teoría feminista y pensamiento contemporáneo francés y alemán. Ampliamente conocida por su crítica de las políticas de identidad y su trabajo filosófico sobre el concepto de justicia, Fraser también es una crítica acérrima del feminismo liberal contemporáneo y su abandono de los temas de justicia social. Es presidenta de la División Oriental de la American Philosophical Association.

    Principales publicaciones

    • Unruly Practices: Power, Discourse, and Gender in Contemporary Social Theory (1989)
    • Revaluing French Feminism: Critical Essays on Difference, Agency, and Culture (coeditado con Sandra Bartky, 1992)
    • Feminist Contentions: A Philosophical Exchange (con Seyla Benhabxvjjytib, Judith Butler, Drucilla Cornwall, 1994)
    • Justice Interruptus: Critical Reflections on the "Postsocialist" Condition (1997)
    • The Radical Imagination: Between Redistribution and Recognition (2003)
    • Redistribution or Recognition? A Political-Philosophical Exchange (escrito con Axel Honneth, 2003)
    • Reflexiones en torno a Polanyi y la actual crisis capitalista. Papeles de relaciones ecosociales y cambio global 118: 13-28. 2012.
    • Fraser, Nancy (2013). Fortunes of feminism: from state-managed capitalism to neoliberal crisis. Brooklyn, New York: Verso Books.
    • Fraser, Nancy; et al (author); Nash, Kate (editor) (2014). Transnationalizing the Public Sphere. Cambridge, UK Malden, Massachusetts: Polity Press.
    • Fraser, Nancy;  Boltanski, Luc ; Corcuff, Philippe (2014). Domination et émancipation, pour un renouveau de la critique sociale (en francés). Lyon: Presses Universitaires de
      Lyon.
    • Butler, Judith y Fraser, Nancy (2017) ¿Reconocimiento o redistribución? Un debate entre marxismo y feminismo. Madrid, Traficantes de Sueños.
    • Fraser, Nancy (2019) ¡Contrahegemonía ya! Por un populismo progresista que enfrente al neoliberalismo. Siglo XXI Editores.
    • Arruzza, Cinzia; Bhattacharya, Tithi y Fraser, Nancy (2019) Feminismo para el 99%. Un manifiesto. Rara Avis Editorial. 
    • Fraser, Nancy (2019). The Old is Dying and the New Cannot be Born. Verso Books. 
    • Fraser, Nancy (2022). Cannibal Capitalism. Verso Books.