Idilio en Manhattan
Papá te quiere, ésa es la única verdad.
No lo olvides nunca, princesa: ésa es la única verdad en tu vida, en la que hay una gran parte de mentira.
¡Aquel día de locura! Me desperté incluso antes de que amaneciera; parecía saber la terrible felicidad que me aguardaba.
Tenía cinco años; me sentía febril por la emoción; cuando papá vino a recogerme para nuestra «aventura sabatina», como él la llamaba, acababa de empezar a nevar. Mamá y yo estábamos de pie junto a los grandes ventanales del apartamento del piso dieciocho, contemplando Central Park cuando el portero llamó a la puerta. Mamá me susurró al oído:
—Si dijeras que estás enferma, no tendrías que ir con… él.
No podía pronunciar la palabra papá, e incluso las palabras tu padre hacían que su boca se torciera en una mueca. Dije:
—Mamá, ¡no estoy enferma! De verdad.
Así que el portero dejó subir a papá. Mamá me sostuvo con ella junto al ventanal, sus manos, que a veces temblaban, firmes sobre mis hombros y su barbilla sobre la parte superior de mi cabeza de tal modo que habría querido apartarme, pero no me atreví porque no quería herir los sentimientos de mamá ni disgustarla. Así que permanecimos allí contemplando los copos de nieve, mil millones de copos de nieve que caían desde el cielo centelleando como la mica en el tenue sol de principios de diciembre. Yo señalaba y reía; estaba entusiasmada por la nieve, y porque papá viniera a buscarme. Mamá exclamó:
—¡Mira! ¡A que es bonita! Las primeras nieves de la temporada.
La mayor parte de los árboles altos había perdido sus hojas, el viento había hecho volar las que días atrás eran de unos colores tan hermosos y brillantes, y ahora podías ver con claridad cómo los senderos serpenteaban y bajaban en pendiente por el parque; podías ver el flujo del tráfico, los taxis amarillos, los coches, las furgonetas de reparto, los carruajes tirados por caballos, los ciclistas; podías ver a los patinadores en la pista de hielo Wollman, y las jaulas al aire libre del zoo infantil, que ahora estaba cerrado; podías ver el afloramiento de las montañas como rocas en miniatura; podías ver los estanques que relucían como espejos horizontales; el parque todavía estaba verde, y parecía infinito; podías ver hasta el mismo extremo de 110th Street (mamá me dijo el nombre de aquella calle lejana, que nunca había visto de cerca); podías ver la cruz reluciente de la bóveda de la catedral de Saint John the Divine (mamá me dijo el nombre de aquella gran catedral que no había visto nunca de cerca); nuestro nuevo edificio de apartamentos estaba en el número 31 de Central Park South, así que podíamos ver Hudson River a la izquierda, y el East River a la derecha; el sol salía por la derecha, sobre el East River; el sol desaparecía por la izquierda, bajo Hudson River; flotábamos sobre la calle a diecisiete pisos del suelo; flotábamos en el cielo, dijo mamá; aquí estábamos seguras; flotábamos sobre Manhattan, explicó mamá; allí estábamos seguras, dijo mamá, y no sufriríamos daño alguno. Pero mamá decía ahora con su voz triste y enojada:
—Ojalá no tuvieras que ir con… él. No vas a llorar, ¿verdad? No vas a echar mucho de menos a mamá, ¿verdad?
Yo contemplaba fijamente los mil millones de copos de nieve; estaba entusiasmada esperando a que papá llamara al timbre de la puerta principal; me sentía confusa por las preguntas de mamá porque ¿mamá y yo no éramos una misma persona?, ¿así que mamá no sabía?, ¿mamá no sabía ya la respuesta a cualquiera de sus propias preguntas?
—Ojalá no tuvieras que dejarme, cariño, pero son los términos del acuerdo; es la ley.
Aquellas amargas palabras, es la ley, se precipitaban desde los labios de mamá cada sábado por la mañana ¡como algo que hubiera lanzado desde lo alto del apartamento! Esperaba oírlas, y las oía siempre. Y entonces mamá se inclinó hacia mí y me besó; me encantaba el dulce perfume de mamá y su suave y brillante cabello, aun así quería apartarla a un lado; quería correr hacia la puerta, para abrirla en cuanto papá llamara al timbre; quería sorprender a papá, a quien tanto gustaban las sorpresas; quería decirle a mamá: «Quiero a papá más que a ti, ¡suéltame!». Porque mamá era yo, pero papá era alguien muy distinto.
Sonó el timbre. Corrí a abrir la puerta. Mamá permaneció en la sala principal junto al ventanal. Papá me levantó en sus brazos.
—¿Cómo está mi princesa? ¿Cómo está mi cariñito? —y dijo en voz alta y amable para que lo oyera mamá, a quien no podía ver, en la otra habitación—. Vamos al zoo del Bronx, y volveremos puntualmente a las 17.30 tal como acordamos.
Y mamá, que era muy digna, no contestó. Papá exclamó:
—¡Adiós! ¡Piensa en nosotros! —que era típico de papá, decir cosas misteriosas para hacerte sonreír y para asombrarte; para confundirte, como si quizá no hubieras oído bien pero no quisieras preguntar. Y mamá nunca preguntaba. Y al bajar en el ascensor, papá me abrazó de nuevo mientras decía lo felices que éramos, los dos solos. Él era el rey y yo la princesita. A veces era la princesa de las hadas. Mamá era la reina de hielo que nunca reía. Papá decía que aquél podría ser el día más feliz de nuestras vidas si éramos valientes. Una luz brillaba en sus ojos; nunca habría un hombre tan apuesto y radiante como papá.
—Al Bronx no, después de todo. Hoy no, creo que no.
Nuestro chófer era un hombre asiático con una elegante gorra de visera, un cuidado uniforme oscuro y guantes. La limusina era de color negro brillante y más amplia que la de la semana pasada y tenía los cristales tintados para poder ver el exterior (aunque resultaba extraño: un crepúsculo espeluznante incluso a pleno sol) y que nadie pudiera ver el interior.
—¡Para que los plebeyos no sepan lo que hacemos! —exclamó papá guiñándome el ojo—. Nada de espías.
Cuando pasábamos delante de los guardias de tráfico, papá les hacía muecas y les sacaba la lengua aunque estaban sólo a pocos metros de distancia; yo reía asustada por si veían a papá y lo arrestaban, pero está claro que no podían verlo:
—¡Somos invisibles, princesa! No te preocupes.
A papá le gustaba que sonriera y riera, que no me preocupara; y que nunca, nunca llorara. Ya había tenido suficientes lágrimas, dijo. Estaba hasta aquí de llantos, dijo recorriendo su cuello con el índice como si fuera la hoja de una navaja. Tenía hijos mayores, adultos a los que yo nunca había conocido; yo era su princesita, su cariñito, la única de sus hijos a la que quería, decía él. Me arrebataba la mano y la besaba, me hacía cosquillas con sus besos hasta que rompía a gritar de la risa.
Ahora papá ya no conducía su propio coche, era la época de los coches de alquiler. Dijo que sus enemigos le habían retirado el carné de conducir para humillarlo. Ya que no podían derrotarlo de ninguna otra forma que importara. Ya que era demasiado fuerte e inteligente para ellos.
Se trataba de una época de repentinos reveses, de cambios de ideas. Yo estaba deseando ir al zoo; ahora no íbamos a ir al zoo, sino que haríamos otra cosa. «Te va a gustar tanto como el zoo.» Otros sábados habíamos recorrido el parque en coche; el parque contenía muchas sorpresas, era infinito; solíamos parar y caminar, correr, jugar en el césped; dábamos de comer a los patos y a las ocas que se bañaban en los estanques; habíamos comido al aire libre en Tavern on the Green; también en el cobertizo para los botes; un ventoso día de marzo, papá me ayudó a hacer volar una cometa (que perdimos; se rompió y se alejó volando hecha trizas); tenía la promesa de ir pronto a patinar a la pista Wollman. Otros sábados nos habíamos dirigido hacia el norte por Riverside Drive hasta el puente de George Washington, y lo habíamos cruzado y habíamos vuelto por él; habíamos conducido hacia el norte hasta el museo Cloisters; hacia el sur hasta el extremo de la isla, como papá la llamaba, «La gran isla maldita, Manhattan». Habíamos cruzado el puente de Manhattan hasta Brooklyn, habíamos cruzado el puente de Brooklyn. Habíamos alzado la vista para contemplar la Estatua de la Libertad. Habíamos hecho un viaje en ferry en aguas movidas y agitadas. Comimos en el último piso del World Trade Center, que era el restaurante favorito de papá —«¡Cenar en las nubes! En el cielo»—. Habíamos ido a Radio City Music Hall, habíamos visto La bella y la bestia en Broadway; habíamos visto el Circo de la Gran Manzana en el Lincoln Center; habíamos visto, el año anterior, el espectáculo de Navidad de Radio City Music Hall. Nuestras «aventuras sabatinas» me dejaban aturdida, mareada; un día me daría cuenta de que eso es lo que significa ebrio, colocado, borracho; estaba borracha de felicidad, con papá.
Pero después de aquello, ninguna otra borrachera siquiera se le acercaba.
—Princesa, hoy vamos a comprar regalos. Eso es lo que vamos a hacer, vamos a «acumular riquezas».
—¿Regalos de Navidad? —pregunté.
—Claro. Regalos de Navidad, cualquier tipo de regalo. Para ti y para mí. Porque somos especiales, ¿sabes? —papá me sonrió, y yo esperé a que me guiñara el ojo, porque a veces (por ejemplo, cuando hablaba por el teléfono del coche) me guiñaba el ojo para indicar que bromeaba; ya que papá bromeaba a menudo; papá era un hombre al que le encantaba reír, como se describía a sí mismo, y no había motivos suficientes para reír, a no ser que se inventara alguno—. Princesa, sabes que somos especiales, ¿verdad? ¿Y vas a recordar toda tu vida que papá te quiere? Es la única verdad.
—Sí, papá —respondí. Porque así era, por supuesto.
Debería explicar la forma en que papá hablaba por teléfono, en los asientos traseros de nuestros coches de alquiler.
La precisión de sus palabras, su pronunciación, educada y fría y dura; aunque hablaba con calma, su hermoso rostro se arrugaba como un jarrón quebrado; sus ojos prácticamente entrecerrados sin mirar; de su cuello surgía un tono sonrosado como si estuviera bronceado. Después recordaba dónde estaba, y se acordaba de mí. Y me sonreía, guiñándome el ojo y asintiendo, susurrándome; incluso mientras continuaba su conversación con quienquiera que fuese que estuviera al otro extremo de la línea. Y después de un rato papá decía de forma brusca: «¡Ya está bien!», o «¡Adiós!» sin más, y cortaba la conexión; volvía a colocar el auricular, y la conversación había acabado, sin avisar. Así que disfrutaba al saber que cualquiera de las conversaciones de papá, entabladas con tanta urgencia, llegaban sin embargo a un repentino final con las palabras mágicas «¡Ya está bien!» o «¡Adiós!» y yo esperaba aquellas palabras con la certeza de que entonces papá se volvería hacia mí con una sonrisa.
¡Aquel día de locura! Desayuno en el Plaza, y compras en Trump Tower, y una visita al Museo de Arte Moderno donde papá me llevó a ver un cuadro muy preciado para él, según dijo… Habíamos estado en el café del Plaza con anterioridad, pero en aquella ocasión papá no pudo conseguir la mesa que había solicitado, y había algún otro problema, no me quedó claro de qué se trataba; estaba nerviosa y me reía; papá hizo nuestro pedido al camarero y desapareció (¿para hacer otra llamada telefónica?, ¿para ir al baño?; si preguntabas a papá adónde había ido, él respondía con un guiño de ojos, «Eso sólo yo lo sé, cariño, y tú tendrías que averiguarlo»); me trajeron un gran plato de huevos revueltos y beicon; huevos estilo Benedict para papá; una montaña de tortitas de arándanos con sirope caliente para compartir; acercaron el carrito plateado de pastelillos a nuestra mesa; había minúsculos envases de confitura, gelatina, mermelada de cítricos para que los abriéramos; había gente que nos observaba desde las mesas cercanas; estaba acostumbrada, en compañía de papá, a que los extraños nos miraran; yo aceptaba aquella atención como algo natural, por ser la hija de papá; papá me susurraba: «Dejemos que nos vean bien, princesa». Papá comía rápidamente, con un apetito voraz y una servilleta colocada bajo la barbilla; papá vio que no estaba comiendo mucho y preguntó si había algún problema con mi desayuno; le dije que no tenía apetito; papá preguntó si ella me había hecho comer antes de que él llegase; le respondí que no; le dije que me sentía algo enferma; papá dijo:
—Ésa es una de las tácticas de la reina de hielo… algo enferma.
Así que intenté comer, minúsculos bocados de las tortitas que no estaban empapadas de sirope, y papá apoyó sus codos sobre la mesa y me observó mientras decía:
—Y si éste fuera el último desayuno que vas a tomar con tu padre, ¿entonces qué? ¡Debería darte vergüenza!
Los camareros rondaban cerca con sus deslumbrantes uniformes blancos. El maître era atento, sonriente. Papá recibió una llamada y desapareció durante un rato y al regresar, con el rostro acalorado y distraído, con la corbata aflojada en su cuello, parecía que el desayuno había finalizado; papá esparció deprisa unos billetes de veinte dólares por la mesa, y salimos del café a la carrera mientras todo el mundo sonreía y nos miraba fijamente; dejamos el Plaza por una puerta lateral que daba a la 58th, donde nos esperaba la limusina; el silencioso chófer asiático se hallaba de pie en la acera con la puerta trasera abierta para que papá me metiese dentro antes de subir al vehículo. Fuimos a poco más de una manzana, al elegante Trump Tower en la Quinta Avenida; allí subimos las escaleras mecánicas hasta el piso más alto, donde los ojos de papá brillaban por las lágrimas, todo lo que veía era tan hermoso. ¿He mencionado que mi padre se había afeitado aquella mañana y que olía a colonia de gaulteria?; llevaba unas gafas de sol con los cristales de color ámbar, que yo no había visto hasta entonces; llevaba un traje oscuro cruzado de raya diplomática de Armani y sobre él un abrigo de pelo de camello con unas hombreras que le daban un aspecto más musculoso que el real; llevaba unos zapatos italianos negros y relucientes, con unos tacones que le hacían parecer más alto; le habían peinado de forma que su cabello se ahuecaba como si hubiese sido batido, no aplastado, y no tenía un color blanco apagado como antes sino que ahora lo llevaba teñido de un tono rojizo pálido; ¡qué apuesto era papá! En las boutiques de Trump Tower, papá me compró un abrigo de terciopelo azul oscuro y un gorro de angora azul claro; se deshicieron de mi viejo abrigo, de mis viejos guantes.
—¡Tírenlos, por favor! —ordenó papá a las dependientas. Me compró un hermoso pañuelo de seda de Hermès para que me lo pusiera al cuello, y un precioso reloj de pulsera de oro blanco con minúsculas esmeraldas, que tuvieron que reducir mucho para que se ajustara a mi muñeca; papá me compró un corazón de oro de recuerdo en una delgada cadena de oro; papá se compró media docena de bonitas corbatas de seda importadas de Italia y un billetero de cabritilla; papá se compró un chaleco de cachemir importado de Escocia; papá compró un paraguas, un maletín, una hermosa maleta importada de Inglaterra, y ordenó que todo ello fuera enviado a una dirección de Nueva Jersey; y otros artículos que papá compró para él y para mí. Papá compró todos aquellos maravillosos regalos en efectivo; en billetes grandes; papá dijo que ya no usaba tarjetas de crédito; dijo que se negaba a ser una pieza en la red de vigilancia del gobierno; no lo atraparían en sus redes; no participaría en sus ridículos juegos. En Trump Tower había un café junto a una cascada y papá tomó allí una copa de vino, aunque prefirió no sentarse a la mesa; dijo que estaba demasiado inquieto para sentarse a la mesa; tenía demasiada prisa. Después bajamos por las escaleras mecánicas hasta la planta baja, donde se despertó una brisa fresca que acarició nuestros rostros acalorados; yo estaba muy entusiasmada con mi bonita ropa nueva, y llevaba mis preciosas joyas; si no fuera porque papá me apretó la mano —«¡Cuidado, princesa!»— habría tropezado al pie de las escaleras mecánicas. Y afuera, en la Quinta Avenida, había demasiada gente, gente alta, apresurada y grosera que no me prestó atención ni siquiera con mi nuevo abrigo de terciopelo y mi sombrero de angora, y me habría caído a la acera de no ser porque papá me apretó la mano para protegerme. Después nos dirigimos —a pie, mientras la limusina nos seguía— al Museo de Arte Moderno, donde también había una multitud y una vez más me faltó el aliento al subir por las escaleras mecánicas, estaba atrapada tras personas infinitas, viendo piernas, las partes traseras de sus abrigos, brazos oscilantes; papá me subió a sus hombros y me llevó así hasta una amplia y despejada sala; una sala de proporciones poco habituales; una habitación no tan concurrida como las otras; había lágrimas en los ojos de papá mientras me llevaba en sus brazos —que temblaban ligeramente— para contemplar un enorme cuadro, varias pinturas, amplios cuadros hermosos en tonos azul soñador de un estanque, y de nenúfares; papá me dijo que aquellos cuadros eran de un gran pintor francés llamado «Mo-né» y que tenían magia; me dijo que aquellos cuadros le hacían entender su propia alma, o lo que su alma debería de haber sido; ya que en cuanto te alejabas de aquella belleza, te perdías entre la muchedumbre; la multitud te devoraba; te acusaban de que era culpa tuya, pero de hecho:
—No te dejan ser bueno, princesa. Cuanto más tienes, más quieren de ti. Te comen vivo. Caníbales.
Cuando salimos del museo, los copos de nieve habían dejado de caer. Ya no había memoria de ellos en las concurridas calles de Manhattan. Un sol radiante y violento brillaba casi verticalmente entre los altos edificios, pero en el resto reinaban las sombras, sin color, frías.
A última hora de la tarde, papá y yo habíamos ido de compras a Tiffany & Co., y a Bergdorf Goodman, y a Saks, y a Bloomingdale’s; habíamos comprado cosas bonitas y caras que debían enviarnos a una dirección de Nueva Jersey, «en la orilla más alejada del río Estigia». Una de las compras, en Steuben en la Quinta Avenida, era una escultura de cristal de unos treinta centímetros que podría haber sido una mujer, o un ángel, o un ave de enormes alas; brillaba con la luz hasta parecer casi transparente; papá rió mientras decía:
—¡La reina de hielo! ¡Justo! —así que envió aquel regalo a mamá al 31 de Central Park South. Mientras recorríamos las grandes tiendas centelleantes, papá me cogía de la mano para que no me perdiera; aquellas enormes tiendas, decía papá, eran las catedrales de Estados Unidos; eran los altares y los relicarios y las catacumbas de Estados Unidos; si no podías ser feliz en aquellas tiendas, no había sitio en el que pudieras serlo; no podías ser un verdadero estadounidense. Y papá me contaba historias, algunas de ellas eran cuentos de hadas que me había leído cuando era una niña pequeñita pequeñita, un bebé; cuando papá vivía con mamá y conmigo, los tres en una casa unifamiliar de piedra rojiza con nuestra propia entrada principal y sin portero ni ascensor: en las ventanas de nuestra planta baja había unos barrotes de hierro curvado para que nadie pudiera forzar la entrada; había todo tipo de dispositivos electrónicos para evitar que entraran intrusos; nuestra casa tenía dos árboles en la acera que también estaban protegidos por unos barrotes de hierro curvado; vivíamos en una calle tranquila y estrecha a media manzana de un edificio enorme e importante, el Museo de Arte Metropolitano; cuando papá salía a veces por televisión, y su fotografía aparecía en los diarios; decían que yo no sabía nada de aquello, que era demasiado pequeña para saberlo, pero no era así; lo sabía. Igual que sabía que era extraño que papá pagase todos nuestros regalos con dinero en efectivo de su billetero y de gruesos sobres que llevaba en los bolsillos interiores de su abrigo; era extraño, ya que nadie más pagaba de ese modo; y los demás lo contemplaban fijamente; le miraban como si quisieran grabarlo en su memoria, la energía de su voz y su rostro radiante y su conocimiento de que él y yo, que era su hija, estábamos a años luz de la normalidad gris y aburrida del resto del mundo; nos miraban fijamente, nos envidiaban, aunque sonreían, sonreían siempre, si papá los miraba o si hablaba con ellos. Tal era el poder de papá.
Me sentía aturdida por el agotamiento, febril; no podría decir cuánto tiempo habíamos estado de compras papá y yo durante nuestra «aventura sabatina»; y sin embargo, me encantaba que los extraños nos observaran y comentaran lo guapa que era; y a veces le decían a papá: «Su rostro me resulta familiar, ¿sale usted en televisión?». Pero papá simplemente se echaba a reír y seguía andando, ya que aquel día no había tiempo que perder.
En la calle, en una de las amplias y ventosas avenidas, papá paró un taxi como cualquier otro peatón. ¿Cuándo había despedido la limusina? No lo recordaba.
Fue un viaje lleno de baches y traqueteo. El asiento trasero estaba rasgado. No tenía calefacción. En el espejo retrovisor, un par de ojos negros y líquidos contemplaban a papá con desprecio silencioso. Papá titubeó al pagar la carrera, un billete de cincuenta dólares le resbaló de los dedos.
—Quédese con el cambio, ¡y gracias!
Y sin embargo, sus ojos no nos sonrieron; no eran ojos que se pudieran comprar.
Nos encontrábamos en una minúscula bodega en 47th Street cerca de la Séptima Avenida donde papá pidió una botella de vino para él y un refresco para mí y donde podía llamar por teléfono en un salón privado en la parte de atrás; me quedé dormida, y al despertar papá estaba de pie junto a nuestra mesa, demasiado inquieto para sentarse; su rostro era carnoso y parecía elástico; su cabello había caído y descansaba en mechones húmedos contra su frente; le corrían por las mejillas gotitas de sudor como perlas aceitosas. Sonrió con la boca, mientras decía:
—¡Aquí estás, princesa! Arriba, ¡vamos!
Porque ya era hora de que nos fuéramos, era más que hora. Papá había tenido malas noticias de un ayudante, las noticias que esperaba. Pero me protegió de ellas, por supuesto. Ya que únicamente mucho después —años después— supe que aquella tarde la oficina del fiscal del distrito de Manhattan había emitido una orden de arresto a nombre de papá; lo habían hecho algunas de las personas para las que papá había trabajado hasta unos meses antes. Se le acusaba de que, como fiscal, papá había abusado del poder de su oficina, había pedido y aceptado sobornos, había cometido perjurio en numerosas ocasiones, había dado información falsa sobre ciertas personas que estaban siendo investigadas por la oficina del fiscal del distrito, había chantajeado a otros, había malversado fondos… Ésas eran las acusaciones contra papá, ésas eran las mentiras inventadas por sus enemigos, que habían sentido celos de él durante muchos años y que querían verlo derrotado, destruido. Un día supe que unos detectives de policía de la ciudad de Nueva York habían ido al apartamento de papá (al este de la 92 con la Primera Avenida) para arrestarlo y que por supuesto no lo habían encontrado; se habían dirigido al 31 de Central Park South y por supuesto no lo habían encontrado; mamá les había dicho que papá me había llevado al zoo del Bronx, o en todo caso aquél había sido su plan; mamá les dijo que papá me llevaría de vuelta a casa a las 17.30, o al menos había prometido hacerlo; podrían esperarle en el vestíbulo de la planta baja; les suplicó, les rogó que por favor no lo arrestaran delante de su hija. Y sin embargo, enviaron a la policía al zoo del Bronx para que lo buscaran allí; ¡a la búsqueda de papá en el zoo del Bronx!, cómo se habría reído papá. Y ahora había una alerta en Manhattan ya que papá estaba en busca y captura, pero papá, astutamente, ya había comprado un nuevo abrigo en Saks, una gabardina de London Fog del color de la piedra húmeda, y había dado órdenes de que la tienda entregara su abrigo de pelo de camello en la dirección de Nueva Jersey; papá ya había comprado un sombrero flexible de color gris, y había cambiado sus gafas de sol de lentes color ámbar por gafas más oscuras con una gruesa montura de plástico negro; había comprado un bastón nudoso importado de Australia, y ahora cojeaba al caminar, yo lo contemplaba fijamente, casi no lo reconocía, y papá se rió de mí. En el bar Shamrock de la Novena Avenida con la 39, había contratado a una mujer joven y rubia con el cabello repleto de trenzas africanas para que nos acompañara mientras él hacía otras paradas; la mujer rubia tenía el rostro brillante y resplandeciente como una cartelera; sus ojos ojerosos se posaron en mí.
—¡Qué niñita más dulce y guapa! ¡Y qué abrigo y sombrero más bonitos! —pero sabía que no tenía que hacer preguntas. Caminaba conmigo apretándome la mano en el guante de angora al tiempo que fingía ser mi madre y que yo era su hijita, y papá iba detrás cojeando con su bastón; astutamente unos metros por detrás para que no pareciera (si alguien nos observaba) que papá iba con nosotras; se trataba de un juego, según papá; era un juego que hacía que me sintiera inquieta y nerviosa; yo reía sin poder parar; la mujer rubia me regañó:
—¡Shhh! Tu papá se va a enfadar —y un poco después la mujer rubia había desaparecido.
En Manhattan, por la calle, siempre me pregunto si volveré a verla. «Disculpe —le diría—, ¿se acuerda?, ¿de aquel día, de aquella hora?». Pero han pasado muchos años desde entonces.
¡Tan agotada! Papá me regañó al sacarme del taxi hasta el vestíbulo del hotel Pierre; un hermoso hotel antiguo en el cruce de la Quinta Avenida con la 61, enfrente de Central Park; papá pidió una suite para nosotros en el piso dieciséis; desde el ventanal podía verse el edificio de apartamentos en Central Park South donde vivíamos mamá y yo; pero nada de aquello me resultaba demasiado real; no me parecía real que tuviera una mamá, sólo que tuviera un papá. Y una vez en la suite, papá cerró la puerta con el pestillo y colocó la cadena en su sitio. Había dos televisores y papá los encendió. Encendió los ventiladores de todas las habitaciones. Descolgó los auriculares de los teléfonos. Con una minúscula llave abrió el minibar y vertió en un vaso una pequeña botella de whisky y la bebió rápidamente. Respiraba con dificultad, sus ojos se movían veloces en sus cuencas y sin embargo no fijaban su atención.
—¡Princesa! Levántate, por favor. No disgustes a papá, por favor.
Estaba tumbada en el suelo, haciendo girar la cabeza de lado a lado. Aunque no lloraba. Papá encontró una lata de zumo de manzana azucarado en el minibar y lo vertió en un vaso y añadió algo de otra botellita y me lo dio mientras decía:
—Princesa, es una poción mágica. ¡Bebe! —acerqué mis labios al vaso pero tenía un sabor amargo. Papá dijo—: Princesa, debes obedecer a papá.
Y así lo hice. Una sensación dolorosa y cálida se extendió por mi boca y cuello y comencé a ahogarme y papá presionó la palma de su mano sobre mi boca para acallarme; fue entonces cuando recordé que mucho tiempo atrás cuando era una bebé tonta, papá había presionado la palma de su mano sobre mi boca para acallarme. Ahora me sentía enferma y asustada; estaba ebria de felicidad por todo lo que habíamos hecho aquel día, papá y yo; ya que nunca hasta entonces había tenido tantos regalos; nunca había entendido lo especial que era; y después, cuando me preguntaron si sentí miedo de papá, dije, ¡no!, ¡no había tenido miedo!, ¡ni por un segundo! Quiero a papá, decía, y papá me quiere. Papá se hallaba sentado en el borde de la enorme cama, bebiendo; la cabeza agachada casi hasta las rodillas. Murmuraba para sí como si estuviera solo:
—¡Cabrones! No me habéis dejado ser bueno. Y ahora queréis comerme el corazón. Pero a mí no.
Más tarde me desperté por un fuerte sonido que provenía del televisor. En realidad eran unos golpes en la puerta. Y voces masculinas que gritaban: «¡Policía! Abra, señor», diciendo el nombre de papá como nunca lo había oído. Y papá estaba de pie, y papá me rodeaba con su brazo. Papá estaba ansioso y furioso y tenía una pistola en la mano —sabía que era una pistola, había visto fotografías de pistolas; ésta era negra azulada y brillante y tenía el cañón corto— y la blandía como si los hombres al otro lado de la puerta pudieran verle; había una película de sudor en su rostro que reflejaba la luz, como los lados de los diamantes; nunca había visto a papá tan furioso, gritaba a los policías:
—Tengo a mi hijita aquí, a mi hija, tengo una pistola.
Pero aporreaban la puerta; la estaban forzando; papá disparó al aire y me llevó a otra habitación a oscuras en la que la televisión seguía encendida a todo volumen; papá me empujó hacia el suelo, respirando de manera entrecortada; los dos sobre la moqueta, fatigadamente. Estaba demasiado asustada para llorar; y comencé a orinarme encima; en la otra habitación, los policías gritaban a papá que entregara su arma, que no hiriera a nadie y que entregara su arma y que se fuera con ellos; y papá sollozaba entre gritos:
—La usaré, no tengo miedo; no voy a ir a prisión, ¡no puedo!, ¡no puedo! Tengo aquí a mi hija, ¿lo entienden? —y los policías estaban al otro lado de la puerta pero no se dejaban ver y decían a papá que no querían que hiriera a su hija, claro que no quería herir a su hija; no quería herirse a sí mismo ni a nadie; debía entregar su arma ahora, e irse con los agentes sin dar problemas; hablaría con su abogado; estaría bien; y papá maldecía y papá lloraba y papá gateaba por la moqueta intentando abrazarme y sostener la pistola; estábamos agazapados en la esquina más oscura de la habitación, junto al calefactor; el ventilador palpitaba; papá me abrazaba y lloraba, su aliento cálido en mi rostro; intenté deshacerme del abrazo de papá, pero era demasiado fuerte y gritaba: «¡Princesa! ¡Princesita!» diciendo que yo sabía que me quería, ¿verdad? La poción mágica me había dado sueño y había hecho que me encontrara mal, me costaba mantenerme despierta. Para entonces me había orinado encima, tenía las piernas húmedas e irritadas. Un hombre hablaba a papá en voz alta y clara como las voces de la televisión y papá escuchaba o parecía hacerlo y a veces papá respondía, a veces no; cuánto tiempo pasamos así, cuántas horas, no lo sabía; no hasta años después, cuando supe que fue una hora y doce minutos, pero entonces no tenía ni idea, no siempre estuve despierta. Las voces seguían sin parar; voces de hombre; una de ellas decía una y otra vez:
—Señor, entregue su arma, por favor. Tírela donde podamos verla, por favor —y papá se limpió el rostro con la manga de la camisa, el rostro de papá estaba bañado por las lágrimas como si lo hubiesen colocado demasiado cerca del fuego y ahora se estuviese derritiendo, y sin embargo la voz dijo, con calma, tan fuerte que parecía venir de todas partes al mismo tiempo:
—Señor, usted no es un hombre que vaya a lastimar a una niña, sabemos cómo es, es un buen hombre, no es un hombre que vaya a herir a nadie —y de repente papá dijo:
—¡Sí! Así es —y papá me besó en la mejilla y dijo—: ¡Adiós, princesa! —en voz alta y alegre; y me apartó de él, y papá se metió el cañón de la pistola en la boca. Y apretó el gatillo.
Así acabó. Siempre acaba. Aunque no me digas que la felicidad no existe. Existe, está ahí. Sólo tienes que encontrarla, y conservarla, si puedes. No es duradera, pero está ahí.
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Joyce Carol Oates
Joyce Carol Oates (Lockport, New York, 1938) es una novelista, cuentista, autora teatral, editora y crítica estadounidense. Desde 1978 es profesora de escritura creativa en la Universidad de Princeton (Nueva Jersey). También ha firmado con los pseudónimos de Rosamond Smith y Lauren Kelly.
Oates nació creció en el campo, en una granja, asistiendo a la misma pequeña escuela que lo había hecho su madre. Empezó a escribir con una máquina de escribir regalo de su abuela, a los catorce años. Pronto se destacó en los estudios y trabajó en el periódico de su instituto, el Williamsville High School obteniendo una beca para la Universidad de Syracuse. Allí, a los diecinueve años, ganó su primer galardón literario en un concurso patrocinado por la revista Mademoiselle. Tras graduarse en 1960, obtuvo un posgrado en la Universidad de Wisconsin-Madison, en 1961.
Enseñó en la Universidad de Detroit y logró publicar su primera novela, With Shuddering Fall. Su novela them (sic) recibió el National Book Award en 1970. En ese momento Oates empezó a enseñar en la Universidad de Windsor (Windsor, Ontario, Canadá), donde permaneció hasta 1978. Desde entonces ha publicado un promedio de dos libros por año, la mayoría novelas. Sus temas son variados: la pobreza rural, los abusos sexuales, las tensiones de clase, el afán de poder, la niñez y la adolescencia femeninas, y el terror sobrenatural. La violencia es una constante en su obra, hasta el punto que la movió a escribir el ensayo: Why Is Your Writing So Violent? Es muy apreciado su ensayo sobre el deporte del boxeo, On Boxing.
Obra (a la que no se puede acusar de exigua):
Novelas:
- With Shuddering Fall (1964)
- Un jardín de placeres terrenales (A Garden of Earthly Delights, 1967)
- Gente adinerada (Expensive People, 1968).
- Ellos (them, 1969)
- Wonderland (1971)
- Do with Me What You Will (1973)
- The Assassins: A Book of Hours (1975)
- Childwold (1976)
- Son of the Morning (1978)
- Cybele (1979)
- Unholy Loves (1979)
- Bellefleur (Bellefleur, 1980)
- Ángel de luz (Angel of Light, 1981)
- Las hermanas Zinn (A Bloodsmoor Romance, 1982)
- Mysteries of Winterthurn (1984)
- Solsticio (Solstice, 1985)
- Marya (Marya: A Life, 1986)
- You Must Remember This (1987)
- Lives of the Twins (1987), titulada Kindred Passions en Reino Unido (como Rosamond Smith).
- American Appetites (1989)
- Soul/Mate (1989) (como Rosamond Smith)
- Because It Is Bitter, and Because It Is My Heart (1990)
- Nemesis (1990) (como Rosamond Smith)
- Snake Eyes (1992) (como Rosamond Smith)
- Puro fuego: Confesiones de una banda de chicas (Foxfire: Confessions of a Girl Gang, 1993)
- What I Lived For (1994)
- You Can't Catch Me (1995) (como Rosamond Smith)
- Qué fue de los Mulvaney (We Were the Mulvaneys, 1996)
- Double Delight (1997) (como Rosamond Smith)
- Man Crazy (1997)
- My Heart Laid Bare (1998)
- Starr Bright Will Be With you Soon (1999) (como Rosamond Smith)
- Broke Heart Blues (1999)
- Blonde (Blonde, 2000)
- The Barrens (2001) (como Rosamond Smith)
- A media luz (Middle Age: A Romance, 2001)
- I'll Take You There (2002)
- The Tattooed Girl (2003)
- Take Me, Take Me With You (2003) (como Lauren Kelly)
- Niágara (The Falls, 2004)
- The Stolen Heart (2005) (como Lauren Kelly)
- Mamá (Missing Mom, 2005)
- Blood Mask (2006) (como Lauren Kelly)
- Black Girl/White Girl (2006)
- La hija del sepulturero (The Gravedigger's Daughter, 2007)
- Hermana mía, mi amor (My Sister, My Love, 2008)
- Ave del paraíso (Little Bird of Heaven, 2009)
- Mujer de barro (Mudwoman, 2012)
- Daddy Love (2013)
- The Accursed (2013)
- Carthage (Carthage, 2014)
- The Sacrifice (2015)
- Jack of Spades (2015)
Teatro:
- The Triumph of the Spider Monkey (1976)
- I Lock My Door Upon Myself (1990)
- The Rise of Life on Earth (1991)
- Agua negra (Black Water, 1992)
- Zombi (Zombie, 1995)
- El primer amor (First Love: A Gothic Tale, 1996)
- Bestias (Beasts, 2002)
- Violación: una historia de amor (Rape: A Love Story, 2003)
- Una hermosa doncella (A Fair Maiden, 2010)
- Patricide (2012)
- The Rescuer (2012)
- Evil Eye: Four Novellas of Love Gone Wrong (2013)
Ensayos:
- The Edge of Impossibility: Tragic Forms in Literature (1972)
- The Hostile Sun: The Poetry of D.H. Lawrence (1973)
- New Heaven, New Earth: The Visionary Experience in Literature (1974)
- Contraries: Essays (1981)
- The Profane Art: Essays & Reviews (1983)
- Del boxeo (On Boxing, 1987)
- (Woman) Writer: Occasions and Opportunities (1988)
- George Bellows: American Artist (1995)
- Where I've Been, And Where I'm Going: Essays, Reviews, and Prose (1999)
- The Faith of A Writer: Life, Craft, Art (2003), artículos y entrevistas.
- Uncensored: Views & (Re) views (2005), ensayos de literatura
- The Journal of Joyce Carol Oates: 1973-1982 (2007)
- In Rough Country: Essays and Reviews (2010)
- Memorias de una viuda (A Widow's Story: A Memoir, 2011)
Libros para jóvenes:
- Como bola de nieve (Big Mouth & Ugly Girl, 2002)
- Pequeñas Avalanchas y La vida después del colegio y otras historias (Small Avalanches and Other Stories, 2003)
- Monstruo de ojos verdes (Freaky Green Eyes, 2003)
- Sexy (Sexy, 2005)
- After the Wreck, I Picked Myself Up, Spread My Wings, and Flew Away (2006)
- Two or Three Things I Forgot to Tell You (2012)
Libros para niños:
- Come Meet Muffin! (1998)
- Where Is Little Reynard? (2003)
- Naughty Chérie! (2008)