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Año 11 #121 Noviembre 2024

¿Qué relación hay entre capitalismo y salud mental?

Capítulo VIII


Nunca viviréis tranquilos
El semiocapitalismo se basa en la explotación de la energía neuronal. La atención está bajo asedio, tanto en el espacio de producción como en el de consumo. La atención implica una constante inversión de energía nerviosa, y resulta mucho más difícil de gestionar y mucho más imprevisible que el esfuerzo muscular que requieren los trabajadores en la cadena de montaje.
Durante los años de la «economía del Prozac», los trabajadores cognitivos invertían su creatividad en el proceso de producción, con la esperanza de éxito y beneficio que obtendrían como recompensa (pensaban que el trabajo y el capital podían unirse en un mismo proceso de enriquecimiento mutuo). Se estimulaba a los trabajadores para que se consideraran a sí mismos agentes libres, y distintos fenómenos, como la burbuja puntocom, que se apoyaron en la expansión real de los ingresos, generaron grandes expectativas profesionales.
Pero la alianza del semiocapital y el trabajo cognitivo no duraría para siempre.

Explotación neuronal y colapso
En el último año de la década puntocom, cuando se anunció el apocalipsis tecnológico bajo la forma del «efecto 2000», se cernieron grandes nubarrones en los cielos despejados de la autoproclamada «nueva economía». La imaginación social estaba tan cargada de expectativas apocalípticas que el mito del desplome tecnológico global dio paso a una ola de anticipación en todo el mundo. Pese al anunciado apocalipsis conocido como el «efecto 2000», cuando los relojes dieron las doce la noche del nuevo milenio, la ausencia de eventos catastróficos condujo a la psique global al filo del abismo de la imaginación colectiva. Unos meses más tarde, en la primavera del 2000, el estallido de la burbuja de las puntocom dio paso a un colapso ralentizado —del que de alguna manera nunca hemos salido— a pesar de la guerra infinita de Bush y a la pregonada recuperación.
Se había terminado la alianza recombinante del trabajo cognitivo y el capital financiero. El joven ejército de agentes libres, autoexplotadores y prosumidores virtuales se transformó en la horda de trabajadores cognitivos precarios de la modernidad: cognitarianos, el proletariado cognitivo y los esclavos de internet que invierten su energía nerviosa a cambio de un ingreso precario.
La precariedad es la condición general de los semiotrabajadores. La característica fundamental de la precariedad en la esfera social no es la pérdida de regularidad en las relaciones laborales, ya que el trabajo siempre ha sido más o menos precario pese a la regulación de la ley. La transformación fundamental que ha realizado la digitalización del proceso laboral consiste en la fragmentación de la continuidad del trabajo personal, la fractalización y la celularización. El trabajador desaparece en cuanto persona y es reemplazado por fragmentos abstractos de tiempo. El ciberespacio de la producción global puede verse como una vasta extensión de tiempo humano despersonalizado.
En la esfera de la producción industrial, el trabajador de carne y hueso, dotado de una identidad certificada y política, encarnaba el tiempo laboral abstracto. Cuando el jefe necesitaba tiempo humano para la valorización del capital, tenía que contratar a un ser humano, que afrontar la debilidad física, enfermedades y derechos de este ser; el jefe estaba obligado a tener que negociar con los sindicatos y enfrentarse a las demandas políticas del que era portador.
En la era del infotrabajo ya no es necesario invertir en la disponibilidad de una persona durante ocho horas diarias durante toda su vida. Ahora el capital no tiene que contratar a nadie, sino que compra paquetes de tiempo, separados de sus intercambiables y ocasionales portadores. En la economía de internet, la flexibilidad se ha convertido en una forma de fractalización del trabajo.
La fractalización es la fragmentación modular y recombinante de un periodo de actividad. El trabajador deja de existir como persona y se convierte en un mero productor intercambiable de microfragmentos de semiosis recombinante que entran en el continuo flujo de internet.
El capital ya no paga la disponibilidad para que un trabajador pueda ser explotado durante un periodo de tiempo más prolongado; tampoco paga un salario que cubra todo el rango de necesidades económicas del trabajador.
Se paga al trabajador (una máquina dotada de cerebro que puede utilizarse durante fragmentos de tiempo) por sus servicios ocasionales, temporales. El tiempo del trabajo está fragmentado y celularizado. Las células de tiempo se ponen en venta por internet y los negocios pueden adquirir tantas como deseen sin tener que ofrecer protección social alguna al trabajador. El tiempo despersonalizado se ha convertido en el agente real del proceso de valorización; y este tiempo carece de derechos, de organización sindical y de conciencia política. Únicamente puede estar disponible o no disponible (aunque esta última alternativa sigue siendo puramente teórica, ya que el cuerpo físico necesita comprar comida y pagar el alquiler, pese a no ser una persona legalmente reconocida).
El tiempo necesario para producir infocomodidad se vuelve líquido en la máquina digital recombinante. La máquina humana está ahí, pulsante y disponible, como un cerebro esperando a expandirse. La extensión del tiempo está meticulosamente celularizada: las células del tiempo productivo pueden movilizarse en formas puntuales, casuales y fragmentarias. La recombinación de estos fragmentos se realiza automáticamente en la red. El teléfono móvil es la herramienta que posibilita la conexión entre las necesidades del semiocapital y la movilización del trabajo vivo del ciberespacio. El tono de llamada del teléfono móvil convoca a los trabajadores a que reconecten su tiempo abstracto en el flujo reticular.
En esta nueva dimensión laboral, la gente no tiene derecho a proteger o negociar el tiempo del que son formalmente propietarios y que se les expropia eficazmente. Dicho tiempo no les pertenece realmente, porque está separado del circuito de producción virtual recombinante. El tiempo de trabajo está fractalizado, reducido a fragmentos mínimos que pueden ensamblarse de nuevo, y gracias a la fractalización el capital encuentra las condiciones del salario mínimo de forma constante. El trabajo fractalizado se produce de manera puntual, aquí y allá, en ciertos puntos, sin que sea posible poner en marcha un esfuerzo concertado de resistencia.
Solo la proximidad espacial de los cuerpos de los trabajadores y la continuidad de la experiencia del trabajo en equipo permite la posibilidad de un proceso prolongado de solidaridad. Sin dicha proximidad ni dicha continuidad, no se dan las condiciones para que los cuerpos celularizados se combinen formando una comunidad. La integración de actuaciones individuales que dé lugar a un impulso colectivo de importancia necesita de una proximidad continua en el tiempo, una proximidad que el infotrabajo imposibilita.
La actividad cognitiva siempre ha estado presente en todo tipo de producción humana, incluso en la más mecánica. No hay proceso humano de trabajo que no implique un ejercicio de inteligencia. Pero la capacidad cognitiva hoy se ha convertido en el recurso productivo fundamental. En la era del trabajo industrial, la mente estaba al servicio de un automatismo repetitivo, era el director neurológico del esfuerzo muscular. Mientras que el trabajo industrial era esencialmente repetición de actos físicos, el trabajo mental cambia de objeto y procesos de forma continua. Por tanto, la incorporación de la mente en el proceso de la valorización capitalista ha conducido a una verdadera mutación. El organismo consciente y sensible está sometido a una competición cada vez mayor, a una aceleración de estímulos, a un constante esfuerzo de atención. De ahí que el entorno mental, la infoesfera en la que se forma la mente y entra en relación con otras mentes, se haya convertido en un entorno psicopatológico.
Para comprender la infinita gama de espejos del semiocapitalismo, primero hemos de trazar en líneas generales un nuevo campo disciplinario delimitado por tres aspectos: la crítica de la economía política de la inteligencia conectiva; la semiología de los flujos lingüístico-económicos; y la psico-química de la infoesfera, que se centra en el estudio de los efectos psicopatológicos de la explotación mental debida a la aceleración de la infoesfera.
En el mundo conectado, los círculos retroactivos de la teoría general de sistemas se fusionan con la lógica dinámica de la biogenética para formar una visión posthumana de la producción digital. Las mentes y los cuerpos humanos se integran con los circuitos digitales gracias a los interfaces de aceleración y simplificación: está naciendo un modelo de producción bioinfo que produce artefactos semióticos capaces de autorreplicar sistemas vivos. Una vez que se pone totalmente en marcha, el sistema nervioso digital puede ser rápidamente instalado en cualquier forma de organización.
La red digital está produciendo una intensificación de infoestímulos transmitidos del cerebro social a los cerebros individuales. Esta aceleración es un factor patógeno que tiene efectos de largo alcance en la sociedad.
Puesto que el capitalismo está conectado al cerebro social, el meme de aceleración psicótico actúa de agente patológico: el organismo es atraído hacia un espasmo hasta que colapsa.

La esclavitud del futuro
La deuda es el grillete al que está encadenado el futuro de la generación del nuevo milenio.
Anya Kamenetz es una joven periodista que ha investigado el fenómeno cada vez más extendido de los estudiantes endeudados para financiar sus estudios universitarios. Su libro Generation Debt, publicado en 2006, es una denuncia de esta plaga común que se cierne sobre el futuro de la mayoría de los estudiantes de Estados Unidos, Reino Unido y otros países que han acelerado la privatización del sistema universitario.
Preocupados y sin dinero. El común denominador de los miembros de esta generación es una sensación de permanente impermanencia. No se puede formar una familia, ni comprometerse con la comunidad, tener un trabajo o un plan de vida cuando no se sabe cómo va a ganarse uno la vida, si va a poder casarse por fin o liberarse de la deuda. Es difícil invertir en uno mismo cuando a nuestro país no le interesa invertir en nosotros. Es difícil tener esperanza en una era de calentamiento global y guerras internacionales.
Kamenetz añade:
El sistema de créditos a los estudiantes resulta muy lucrativo para los prestamistas que reciben miles de millones en beneficios, protegidos, además, contra todo riesgo de manera generosa por subsidios y garantías federales. Para los prestatarios la cuestión es bastante menos positiva, ya que no hay actores dentro de este sistema que no persigan sus propios intereses y que puedan orientarlos. Para decidir sobre este tema, los estudiantes que no tienen un perfil crediticio ni experiencia financiera pueden apoyarse en sus padres, que a su vez pondrán el asunto en las manos de un funcionario de la universidad, quien no tiene por qué revelar su relación con las instituciones comerciales acreedoras. Después de graduarse, muchos de estos estudiantes, que durante cuatro, cinco o seis años no han tenido que pensar en los préstamos contraídos, ni siquiera saben cuánto dinero deben ni a quién. Las encuestas muestran que los universitarios subestiman las cantidades a devolver de sus créditos. Cuanto más cuantiosos estos últimos, más alejadas suelen ser las estimaciones de los estudiantes.
En un artículo dedicado al mismo tema, el sociólogo Andrew Ross escribe:
A diferencia de cualquier otro tipo de deuda, los créditos estudiantiles no están sujetos a impago por quiebra, además de haberse concedido a las agencias de recaudación derechos extraordinarios para exigir los pagos, incluido el derecho a embargar salarios, declaraciones de la renta y la seguridad social. El mercado de los préstamos titularizados conocidos como SLABS (títulos valores respaldados por activos para préstamos estudiantiles) asciende a más de un cuarto del total de un billón de dólares en deudas estudiantiles. Igual que en el escándalo de las «hipotecas basura», los SLABS están asociados a otros tipos de préstamos y son comercializados en mercados secundarios. El poder de los acreedores e inversores es tal, que no es de extrañar que los préstamos estudiantiles se encuentren entre los sectores más lucrativos de la industria financiera. En cuanto a los préstamos federales, se conceden a unos tipos de interés injustificablemente altos, mucho más elevados que los tipos de interés aplicados a los préstamos gubernamentales.
Como explica Maurizio Lazzarato en su libro La fábrica del hombre endeudado, la deuda es una nueva forma de chantaje social, la cadena que obliga a la gente a aceptar cualquier tipo de empleo, por muy precario, mal pagado, dañino o humillante que sea.
Atar a los jóvenes a la cadena de la deuda es una manera de obligarles a aceptar la explotación y de destruir por adelantado su capacidad de organizarse y de rebelarse contra la violencia capitalista. En 2011, el movimiento Occupy lanzó una campaña para denunciar la plaga de los préstamos estudiantiles, pero fracasó en su intento de mantener una acción duradera que organizara la insolvencia y el sabotaje de la deuda. Se trata de un signo preocupante, puesto que si los movimientos sociales no son capaces de hacer desaparecer el sentido de culpabilidad que produce la deuda, si los trabajadores precarios no pueden encontrar los medios para lograr autonomía cultural y política, la ola suicida que ha estado creciendo durante la primera década del siglo XXI irá adquiriendo poco a poco las dimensiones de una marea.
El suicidio es ya la primera causa de muerte entre los jóvenes, lo cual no puede explicarse en términos de moralidad, valores familiares o mediante una retórica hipócrita similar. Para comprender esta forma contemporánea de naufragio ético, necesitamos reflexionar sobre las transformaciones de la actividad y del trabajo, la inclusión del tiempo mental en el terreno competitivo de la productividad; tenemos que entender la mutación psicológica y los efectos del nihilismo financiero en la sensibilidad de los jóvenes.

Brzezinski estaba equivocado
Está claro que el suicidio no es un fenómeno nuevo. Sin embargo, en las dos primeras décadas del siglo XXI ocupa un lugar excepcionalmente importante dentro del comportamiento social contemporáneo. De alguna manera, el suicido se ve cada vez más como la única acción eficaz de los oprimidos, la única que puede acabar con la ansiedad, la depresión y la impotencia.
El suicidio contemporáneo no tiene mucho que ver con el fenómeno estudiado por Émile Durkheim en vísperas del siglo XX y muy poco con el suicidio romántico del XIX.
Durkheim relacionó el suicidio con la anomia, esto es, la confusión moral provocada por la percepción de que uno no encaja en el entorno social. En la sociedad precaria contemporánea, la anomia es una condición totalmente normalizada. En la edad de la globalización, el suicidio se ha convertido en un fenómeno de masas, sobre todo entre los jóvenes. Según la Organización Mundial de la Salud (OMS), el suicidio es hoy la segunda causa de muerte entre estos últimos, después de los accidentes de tráfico, detrás de los cuales a menudo se esconden causas suicidas. Es más, el suicidio ha adquirido un significado agresivo, por su relación con el terrorismo.
El siglo XXI se inauguró con un acto de suicidio monumental. El asesinato masivo cometido por diecinueve jóvenes árabes la mañana del 11 de septiembre de 2001 fue un acto terrorista, pero puede que también fuera principalmente un acto de autodestrucción. Pese a su adoctrinamiento y disciplina, durante la noche que precedió al acto terrorista más increíble de todos los tiempos, esos diecinueves jóvenes habían estado pensando sobre sus propias vidas y sobre su muerte, no solo sobre su gloriosa misión.
Sobre estos hechos escribió Baudrillard:
La condena moral y la sagrada unión contra el terrorismo son iguales a la prodigiosa alegría de haber presenciado la destrucción de esta superpotencia o, mejor dicho, de haber visto su autodestrucción e incluso su espectacular suicidio. Porque ha sido precisamente esta superpotencia la que a través de su poder ha provocado que haya germinado esta violencia mundial y por tanto esta imaginación terrorista que —sin saberlo— habita en nosotros.
La idea es la siguiente: el suicidio masivo del 11 de septiembre ha actuado de virus contagioso y ha conducido a Estados Unidos, el país más poderoso de todos los tiempos, a una acción especular, una respuesta simétrica al suicidio. La reacción de Bush, Cheney, Rumsfeld, sostenida durante años tras la masacre del World Trade Center nos parece hoy, más de una década después, una locura igual de suicida que la de Mohamed Atta y sus cómplices.
Está muy claro que ha sucedido lo que no habríamos podido imaginar: Estados Unidos y Occidente han perdido la guerra en Irak y Afganistán. La muerte de Osama Bin Laden es irrelevante desde un punto de vista estratégico. Durante las revueltas islamistas que siguieron a la publicación de la tristemente celebrada La inocencia de los musulmanes, miles de jóvenes árabes gritaban: «Todos somos Osama».
El proyecto de Bin Laden de restaurar el Califato, posiblemente el más reaccionario de la historia, está forjándose actualmente de una manera extraña en el monstruoso desarrollo de un concepto escalofriante: la creación del Estado Islámico de Irak y el Levante bajo del liderazgo de Abu Bakr al-Baghdadi. Lo anterior está convirtiendo en una realidad política y militar la delirante promesa de Bin Laden. La guerra infinita que lanzó George Bush tras los atentados del 11 de septiembre ha mutado en la furia sin fin de los militares americanos, en particular, y de los políticos occidentales, en general.
Desde Indonesia hasta Marruecos —aunque ha adoptado distintas formas— está ganando fuerza la imposición de la sharia, mientras que la llamada primavera árabe ha cambiado paradójicamente de democracia a islamismo.
Las observaciones de Zbigniew Brzezinski de 1998 sobre que Norteamérica había armado a los «enardecidos» talibanes en la década de los setenta eran ciertas solo a corto plazo. Apoyar a un pequeño grupo de terroristas de una parte montañosa e inaccesible del mundo no es un precio alto que pagar respecto al enorme beneficio de Occidente y la noción norteamericana de democracia: la destrucción del imperio soviético, el enemigo por excelencia.
A corto plazo, desde el punto de vista del orden simétrico del mundo del siglo XX, la derrota de la Unión Soviética fue mucho más importante que el impacto que ha tenido armar a un reducido grupo de fanáticos fundamentalistas que se oponían a la modernidad y a la democracia.
Pero la historia juzga de forma muy severa las visiones a corto plazo. El siglo XXI se está desarrollando en un paisaje totalmente diferente al imaginado por los arquitectos de la guerra fría. Según hemos aprendido de la modernidad, ahora sabemos que Brzezinski estaba equivocado. La Unión Soviética era un paquidermo destinado a una lenta decadencia y disolución, y es cierto que la guerra de Afganistán desempeñó un papel decididamente importante en su colapso. Pero el imperio soviético estaba condenado a fracasar de todas maneras.
En una carta enviada por Yuri Andrópov a Leonid Brézhnev en 1977, el antiguo secretario de la KGB señaló que el deficiente progreso en el desarrollo de la ciencia informática suponía una amenaza mortal para la supervivencia de la Unión Soviética frente a la competencia de Occidente. Tenía razón. Olvidémonos de Afganistán. La Unión Soviética no habría podido sobrevivir en la era de internet.
Si examinamos los efectos de la propagación del fanatismo religioso y del odio contra Occidente entre la creciente población musulmana (la única comunidad en el mundo en que no han disminuido los nacimientos) y el desempleo cada vez más elevado entre la generación más joven de los países musulmanes, las observaciones de Brzezinski podrían incluso tildarse de miopes.

Asesinos al azar
Barack Obama reconoció, en mayo de 2013, los efectos fatídicos de los ataques con drones. En uno habían muerto cuatro ciudadanos estadounidenses, aunque defendió de manera rotunda la legitimidad de dichos ataques:
América no lanza ataques para castigar a civiles, sino que actuamos contra los terroristas que suponen una amenaza continua e inminente para los norteamericanos. Actuamos porque no hay ninguna otra nación capaz de hacer frente a esta amenaza de manera eficaz. Y antes de lanzar un ataque, tenemos la certeza casi absoluta de que no morirán civiles, ni resultarán heridos: ese es nuestro mayor objetivo.
Al elegir los términos «certeza casi absoluta», Obama reconocía de manera implícita la imposibilidad de evitar muertes accidentales en los ataques con drones en regiones inaccesibles de países extranjeros.
Los ataques con drones comenzaron en 2004 bajo la presidencia de George W. Bush y han aumentado significativamente durante el mandato de Barack Obama. Algunos medios de comunicación hablan de cientos de ataques con drones norteamericanos en países como Paquistán y Yemen utilizando el término «guerra de drones». La estimación de muertes por ataques drones desde 2004 hasta 2013 apunta cifras de entre 2000 y 3000; las estadísticas sobre civiles fallecidos varían de forma sustancial. La certeza (o cuasi certeza) es en cualquier caso las numerosísimas muertes de mujeres y niños.
Según la Oficina de Periodismo de Investigación, murieron entre 400 y 800 civiles, de los cuales 100 eran niños. La Oficina también reveló que, desde que Obama llegó a la Presidencia, han sido asesinados al menos 50 civiles asistiendo a heridos de un ataque anterior, y han sido víctimas de ataques deliberados más de 20 civiles en funerales y entierros.
Woolwich es un barrio del sur de Londres donde el miércoles 22 de mayo de 2013, un joven atacó a un soldado británico con diversos cuchillos, entre ellos uno de carnicero. Tras matar al soldado, el agresor intentó decapitarlo. Una muchedumbre se acercó para increparle. El asesino no intentó escapar, y le pidió a una mujer que sacara fotos de él y de su víctima. En el material recabado por ITV News, el asesino salía blandiendo el cuchillo de carnicero ensangrentado mientras hacía declaraciones políticas.
«¿Creéis que son los políticos los que van a morir?», gritó. «No: morirá la gente normal como vosotros y vuestros hijos. Deshaceos de los políticos. Decidles que ordenen a las tropas que vuelvan a casa, y así podréis vivir en paz». Luego añadió: «Siento que las mujeres hayan tenido que presenciar esto, pero en nuestra tierra nuestras mujeres son testigos de lo mismo. Nunca viviréis tranquilos. Echad a vuestro gobierno, no les importáis».
El nombre del asesino es Michael Adebolajo, un estudiante británico de origen nigeriano. Nació en Lambeth, en diciembre de 1984, y creció en Romford. Iba a la escuela en autobús, jugaba al fútbol y tenía, al parecer, muchos amigos. Su familia era cristiana practicante y feligreses de la iglesia del barrio. Las consecuencias duraderas de la guerra infinita son precisamente estas: jóvenes que se crían odiando al enemigo. Pero ¿quién es el enemigo? Otro joven que va por la calle y lleva una camiseta con un lema patriótico. Asesinos al azar, gente corriente de un suburbio cualquiera, un día cualquiera. Gente normal que espera el autobús. Nunca viviréis tranquilos.

«Suicidio por la policía»
El Navy Yard es tan antiguo como Estados Unidos. Adquirido en 1799, durante un siglo fue el astillero más grande del país. Con el tiempo perdió importancia y fue reconvertido en un centro de diseño y mantenimiento de flota y armas de la Armada norteamericana.
Pero el lunes 16 de septiembre de 2013, también fue la escena de un crimen, y del caos.
«Aún no conocemos todos los hechos. Pero sabemos que han disparado a varias personas y que algunas han muerto», dijo el presidente Obama la tarde de ese lunes. «Se trata de otro tiroteo masivo. Y hoy ha ocurrido en una instalación militar de la capital de nuestra nación». Obama lo tildó de «acto cobarde» cuyo objetivo eran los militares y civiles al servicio de su país.
«Conocen los peligros de servir en el extranjero —dijo—, pero hoy han tenido que sufrir una violencia inimaginable, que no esperábamos ver en nuestro país».
Tras unas pocas horas de confusión (algunos policías dijeron que dos o tres hombres habían disparado al azar en el Navy Yard), el tiroteo terminó cuando Aaron Alexis, un veterano de treinta y cuatro años, fue disparado e identificado como el asesino.
Alexis había recibido dos medallas rutinarias por sus servicios en la Armada: una por sus servicios de defensa nacional y otra por su participación en la guerra global contra el terrorismo, ambas concedidas a los miembros de las fuerzas armadas que sirven durante un estado de emergencia.
El padre de Alexis le dijo a la policía que su hijo sufría ataques de ira asociados con el síndrome de estrés postraumático y que había participado en los rescates tras los ataques al World Trade Center el 11 de septiembre de 2001. El perfil de LinkedIn de Alexis detallaba su paso por la Universidad Aeronáutica de Embry-Riddle y su trabajo como técnico de red en SinglePoint Technologies. Según sus amigos, era un tipo simpático que practicaba el budismo, pero que se quejaba de la falta de dinero y trabajo, y le gustaba llevar su pistola en la cintura.
Parece ser que Alexis padecía una dolencia psíquica. Unas semanas antes de viajar a Navy Yard en Washington D. C. para abrir fuego sobre los trabajadores de allí, había informado a la policía de la persecución de la que se sentía víctima. Les dijo que oía voces que le «mandaban vibraciones por todo el cuerpo» y que querían herirle. Los oficiales que anotaron las quejas de Alexis escribieron en su informe que había declarado «que los sujetos estaban usando una especie de microondas» para mandarle vibraciones que desde el techo llegaban a su cuerpo y no le dejaban dormir.
En 2004, Alexis había disparado varios tiros a los neumáticos posteriores de un vehículo propiedad de un trabajador de la construcción que estaba trabajando en la zona. En esa ocasión, Alexis le dijo a la policía que había sufrido una especie de enajenación causada por la ira, y que pensó que el trabajador se había «burlado» de él y le había «faltado al respeto». Pese a lo anterior, le dejaron quedarse con sus armas.
Según Matt Kennard en «How the “War on Terror” Came Home», publicado en el diario británico Guardian, la historia de este joven no es un incidente aislado, sino una de las muchas consecuencias de la guerra contra el terror que mantuvo la Administración Bush durante la primera década de este siglo. Matt Kennard escribe:
La epidemia de estrés postraumático es uno de los numerosos problemas de salud mental que padecen los militares de Estados Unidos, quienes están pagando las consecuencias de una década de guerra y ocupación. Otra de las cuestiones es que durante la guerra contra el terror, los militares relajaron los criterios de selección como solución a la crisis de reclutamiento de mediados de la década pasada. Más de 100 000 norteamericanos que contaban con un historial penal —entre ellos violadores y asesinos— se beneficiaron de esta «exención moral», permitiendo pasar por alto el pasado oscuro de muchos aspirantes a soldado.
Kennard continúa:
El estrés postraumático afecta a más del 30 por 100 de los veteranos y, aunque se hayan dedicado esfuerzos para solucionarlo, falta atención psicológica para tratar esta dolencia. Los veteranos traumatizados representan un gran peligro no tanto para otras personas, sino para ellos mismos: se estima que se suicidan 22 de ellos a diario.
Algunos cometen «suicidio por la policía».
El hecho es que no resulta fácil matarse. Es triste hacerlo estando solo, en tu habitación, apretando el gatillo. Más atractivo resulta para un cierto tipo de mentalidad matar al azar, de forma que tarde o temprano llegue la policía y «te suicide» pegándote un tiro.
Cuando leía sobre el tiroteo de Navy Yard, sobre la historia de Alexis —su dolor psíquico, sus crisis de paranoia, arrebatos violentos y lo que de manera previsible se dijo después de todo ello—, uno llega a la escalofriante conclusión de que a menudo (aunque está claro que no siempre) el asesinato masivo es una forma de suicidio a través de otros.

  • Franco «Bifo» Berardi
    Berardi, Franco «Bifo»

    Franco «Bifo» Berardi, fundador de la mítica Radio Alice en 1976 y uno de los miembros más destacados de la Autonomia italiana, es filósofo y psiconauta, investigador y activista de los medios de comunicación. Entre sus libros publicados en castellano, donde aborda cuestiones tales como las transformaciones del trabajo y los procesos de comunicación bajo el capitalismo avanzado, destacan

    • La fábrica de la infelicidad: nuevas formas de trabajo y movimiento global (2003)
    • Máquina imaginativa no homologada (2004)
    • El sabio, el mercader, el guerrero: del rechazo del trabajo al surgimiento del cognitariado (2007)
    • Generación Post-Alfa. Patologías e imaginarios en el semiocapitalismo (2007)
    • La sublevación (2013)
    • Félix. Narración del encuentro con el pensamiento de Guattari, cartografía visionaria del tiempo que viene (2013)
    • Después del futuro. Desde el futurismo al cyberpunk. El agotamiento de la modernidad (2014).
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