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Año 11 #125 Marzo 2025

Tres artículos de Marguerite

Los siguientes artículos aparecieron en France-Observateur en 1957.

 

LAS FLORES DEL ARGELINO

ES domingo por la mañana, las diez, en el cruce de las calles Jacob y Bonaparte, en el barrio de Saint-Germain-des-Prés, hace diez días. Un joven que viene del mercado de Buci avanza hacia este cruce. Tiene veinte años, viste muy miserablemente, y empuja una carretilla llena de flores: es un joven argelino, que vende flores a escondidas, como vive. Avanza hacia el cruce Jacob-Bonaparte, menos vigilado que el mercado, y se detiene allí, aunque bastante inquieto.

Tiene razón. No hace aún diez minutos que está allí —no ha tenido tiempo de vender ni un solo ramo— cuando dos señores «de civil» se le acercan. Vienen de la calle Bonaparte. Van a la caza. Nariz al viento, husmeando el aire de este hermoso domingo soleado, prometedor de irregularidades, como otras especies, el perdigón, van directo hacia su presa.

¿Papeles?

No tiene papeles de autorización para entregarse al comercio de flores.

Así, pues, uno de los dos señores se acerca a la carretilla, desliza debajo su puño cerrado y —¡eh!, ¡qué fuerte es!— de un solo puñetazo vuelca todo el contenido. El cruce se inunda de las primeras flores de la primavera (argelina).

Ni Eisenstein, ni nadie, están ahí, para captar la imagen de las flores por el suelo, que mira el joven argelino de veinte años, escoltado a uno y otro lado por los representantes del orden francés. Los primeros coches que transitan por allí, y esto no puede impedirse, evitan destrozar las flores, esquivándolas instintivamente mediante un rodeo.

Nadie en la calle, excepto, sí, una mujer, una sola:

—¡Bravo!, señores —exclama—. Ven ustedes, si se hiciera eso cada vez, nos libraríamos pronto de esta chusma. ¡Bravo!

Pero viene del mercado otra mujer, que iba tras ella. Mira, tanto las flores como al joven criminal que las vendía, y a la mujer jubilada, y a los dos señores. Y sin decir palabra, se inclina, recoge unas flores, se acerca al joven argelino, y le paga. Después de ella, llega otra mujer, recoge y paga. Después de ésta, llegan otras cuatro mujeres, se inclinan, recogen y pagan. Quince mujeres. Siempre en silencio. Aquellos señores patalean. Pero ¿qué hacer? Esas flores están en venta y no se puede impedir que se quiera comprarlas.

Apenas han pasado diez minutos. No queda ni una sola flor por el suelo.

Después de esto, los citados señores pudieron llevarse al joven argelino al puesto de policía.

France-Observateur,1957.

 

EL ALUMNO DUFRESNE PODRÍA RENDIR MÁS

DUFRESNE, siete años, mejillas de bebé, pelo al cepillo, pide ir al lavabo por tercera vez. El maestro se lo niega. El momento es serio: hoy se explica el «mecanismo de la adición llevando cifras», prueba del tercer trimestre del curso preparatorio. Cincuenta niños están ahí. El maestro empieza.

En primer lugar, los palitos que se colocan y de los que se retira determinado número. De cincuenta, treinta niños comprenden. Estamos en el estadio de la comprensión a través de la imagen, pura y simple.

El maestro continúa. Deja ahí los palitos y pasa a la pizarra, esto es, a las cifras. Intenta pasar de la comprensión al mecanismo, a la abstracción. De los treinta de la primera parte, diez se quedarán en el camino.

Dufresne no ha mirado la pizarra. Juega con una canica, una sola.

—Pueden hacerlo —dice el maestro—, pueden, cuando se aburran, jugar con una canica, una sola canica, durante una hora.

Tavernier, él ha mirado la pizarra, los brazos cruzados, los ojos fijos, pero no ha visto nada.

—Usted no lo «consigue» nunca —dice el maestro. Tavernier es el peor. Su pereza es enorme, desde el interior, incontrolable.

Fournier, bajito, delgado, adelantado, no muy bueno, lo ha comprendido todo, tanto los palitos como las cifras y se ha quedado palpitando de gozo.

—Fournier —dice el maestro— está en estado de gracia, con más frecuencia de lo que imaginamos, y que dura a veces durante toda la escolaridad. Comprender le divierte. No es que sea más inteligente que Dufresne, pero tiene una escolaridad intachable.

—¿Por qué?

—Se tiene la impresión, cuando se intenta hablar de ello, de adentrarse en un túnel sin fin que va ampliándose cada vez más —dice el maestro. ¿Por qué esta carrera en cuya meta quedan tan pocos?

Sin entrar del todo aquí en los dédalos de la psicología y la pedagogía infantiles, hemos pedido, de todos modos, al maestro que intente hablarnos de Dufresne y de Fournier (el caso Tavernier escapa demasiado a la ley común) y que nos hable de ellos «al margen» de la clase.

Dufresne tiene padres intelectuales y artistas. El retraso intelectual de los niños se observa mucho más en los medios intelectuales o artísticos que en los medios obreros o de funcionarios.

La responsabilidad de Dufresne es casi nula. En su casa, no sólo no se ocupan de cultivarla, sino que casi puede que favorezcan esto. Dufresne vive de su reputación. Su turbulencia es legendaria. Sus malas notas aún hacer sonreír. A la edad en que los demás contaban cubos, él estaba en los jardines del Luxemburgo. Sin duda tiene las mejillas más gordas que los demás. Es, y quiere ser, un bebé de siete años. Por miedo a que cogiera el sarampión en el parvulario de su barrio, ha aprendido a leer con una institutriz particular o con su mamá. La peor jugada que podían hacer a Dufresne, era meterlo en el colegio. Dufresne odia literalmente la escuela. No experimenta ninguna necesidad de ir. Porque ha demolido el orden hasta ahora perfecto de su universo. En su casa no se aburre nada; acude mucha gente que le ha enseñado un montón de cosas en todos los campos. Siempre reconoce el nombre de Picasso. Ha visto sus cuadros. Le han preguntado quizá qué pensaba de ellos. Ha viajado a distintos países. Ha oído música, quizás ha visto la televisión. Ha leído libros, periódicos. En otras palabras, a los siete años, Dufresne tiene ideas propias, más, casi una especie de cultura que creía, hasta ahora, que podría bastarle. Sus padres han actuado con despreocupación, casi con imprudencia: las ideas de Dufresne, aparentemente originales, no son de él, sino de ellos. Su precocidad es completamente ilusoria. Por supuesto, puede «escapársele» una reflexión juiciosa, que será bien recibida, y que él contará siempre, porque siempre se le permite hablar —pero sus verdaderas ideas han sido ahogadas por las de los que le rodean, casi trágicamente. Mientras se cree que tiene tantas, en realidad tiene menos que otros. Menos que Fournier, cuyo silencio en la mesa es un hervidero de ideas. Dufresne tendrá ideas, desde luego, pero a su tiempo, una vez derribadas éstas, precisamente.

En resumen, no se ha hecho suficientemente el vacío en torno a Dufresne. La libertad que hasta ahora le han dejado era animal. Su libertad de espíritu está alienada. Su inteligencia tiene indicios de adulto. Le han enseñado las cosas, hasta ahora con una adecuación casi amorosa a su carácter, y evitándole en la medida de lo posible, todo esfuerzo.

Del mismo modo, el rigor y la función igualitaria de la clase lo desalientan hasta un punto que los primeros tiempos, le hacían llorar cada noche. ¡Qué dureza! Para rebelarse, se lleva cualquier cosa de su casa, aunque sea una canica. Esta canica es un poco su casa, su mamá. Canica fetiche. Con esta pequeña canica estaré menos solo en este horror.

Fournier, es hijo de un funcionario. En los medios obreros y de funcionarios, el retraso intelectual de los niños se observa mucho menos que en los demás.

La responsabilidad escolar de Fournier es perfecta. No se le ocurriría que podría no hacer los deberes, ni siquiera los facultativos. Todo el mundo, en casa, tiene un horario. Vigilar los deberes forma parte de él. Cuando está enfermo, su madre acude a la salida del colegio para recoger la lista de sus deberes: incluso si tiene anginas, Fournier hace sus deberes, aprende las lecciones. Fournier no goza de reputación alguna. Su turbulencia, cuando es excesivamente grande, es severamente castigada. Sus malas notas aún más. Su padre no es un lince, pero sabe que la vida no es cómoda y no dispone de dinero ni de tiempo que perder, para educar a sus hijos. Fournier contaba cubos a los tres años. Lleva ya tres años de escolaridad. Conoce la escuela como su casa: el sarampión es la prueba. La escuela es para él, como comer o dormir, una de las fatalidades ineludibles de la existencia. Es exactamente un niño de siete años. Exactamente su edad métrica. Indudablemente, sin saberlo, se aburre un poco en su casa, la vida cotidiana carece de esta elasticidad y de esta fantasía, que hacen que Dufresne se sienta tan desolado al dejarla. Además, no solo «está hecho» para ir a la escuela, sino que le gusta. Si tiene ideas, y si a veces las dice, interesan menos a su auditorio que sus resultados escolares. Lo que hace que el pequeño Fournier esté mucho más solo que Dufresne. Tiene un vacío a su entorno, que puebla como puede, pero que puebla él solo. Lo que sale de la boca de Fournier es de Fournier. Su precocidad en el colegio es real. Goza, en la vida, de una soledad justo lo suficientemente dolorosa como para inventar el remedio: el esfuerzo. Hasta tal punto se ha acostumbrado a ello que ya es una costumbre. Los palitos y el mecanismo de las operaciones le entran a la primera, sin que lo sepa. Comprender le divierte tanto como el esfuerzo. Esta coincidencia hace de Fournier un alumno feliz. Nada entorpece esta felicidad: no lo hace sobre todo la nostalgia del hogar, donde nunca están dando vueltas a su «caso». Debido sin duda a que no tiene unos padres excesivamente inteligentes, Fournier, en igualdad de inteligencia que Dufresne, lo aventajará en la escuela.

El rigor, el desierto igualitario de la clase llenan a Fournier. Esta dureza, ya la conoce. No se lleva canicas. Se divierte, sin saberlo, con los palitos y las cifras del encerado.

—Sólo con la caligrafía —nos dice el maestro—, se sabe ya de qué medio proceden, desde el curso preparatorio. Y todo es su resultado…

Por supuesto, siempre hay excepciones. Pero, sólo hay excepciones. Y creerlo porque sí, sería falso, y no creerlo es enormemente difícil.

Fournier pasará curso. El maestro volverá a empezar para Dufresne, con o sin palitos. Pedirá a Dufresne un esfuerzo considerable: dejar su canica o su pedacito de madera ahí, durante diez minutos. Lo acechará quizá durante semanas, lo seducirá hasta hacerle olvidar su canica, pero no como lo ha hecho su familia hasta ahora; sino al revés, para lograr que se dé cuenta con creces, del atractivo del esfuerzo, y hacer que le corresponda.

France-Observateur,1957

 

«LA PALABRA LILAS CASI TAN ALTA COMO ANCHA…»

Germaine Roussel, 52 años, nacida en Amiens, obrera en una fábrica metalúrgica de la región parisina, vive en Romainville desde hace once años. No sabe leer, ni escribir. Se educó en La Asistencia pública, luego se colocó en casa de unos granjeros de Somme, y terminó obrera en una fábrica, madre de dos niños y sola para criarlos. Nunca tuvo «ocio» para recuperar el tiempo perdido. Hemos intentado vencer nuestra timidez ante Germaine Roussel para lograr que nos describa su universo o, si se quiere, como ella misma lo llama, su enfermedad.

—¿HAY palabras que usted reconoce sin saberlas leer?

—Hay tres. Las palabras de las estaciones de metro que tomo todos los días: Lilas y Chátelet, y mi nombre de soltera: Roussel.

—¿Las reconocería usted entre muchas otras?

—Entre una veintena, creo que las reconocería.

—¿Cómo las ve usted, como dibujos?

—Digamos que sí, como dibujos. La palabra Lilas, es tan alta casi como ancha, es bonita. La palabra Chátelet, es demasiado alargada, me parece menos bonita. Es muy diferente a la vista de la palabra Lilas.

—Cuando se ha encontrado usted intentando aprender a leer, ¿le ha parecido difícil?

—No puede usted hacerse una idea. Es algo terrible.

—¿Por qué principalmente?

—No lo sé muy bien. Quizá porque es tan… pequeño. Perdóneme usted, es natural, tampoco sé expresarme.

—Le resulta muy difícil vivir en París, ¿verdad? ¿Desplazarse?

—Cuando se tiene lengua, se puede ir a Roma.

—¿Cómo se las arregla?

—Hay que preguntar mucho, y pensar. Pero, sabe usted, reconocemos muy deprisa, más deprisa que los demás. Somos como los ciegos, vaya, tenemos rincones donde nos orientamos. Luego se pregunta.

—¿Mucho?

—Diez veces más o menos para hacer un viaje a París, cuando dejo Romainville. Están los nombres de los metros, y uno se equivoca, hay que volver atrás, volver a preguntar, luego el nombre de las calles, de las tiendas, los números.

—¿Los números?

—Sí, yo no sé leerlos. Los sé contar muy bien en mi cabeza para mi paga y mis compras, pero no los sé leer.

—¿Nunca dice usted que no sabe leer?

—Nunca. Siempre digo lo mismo, que he olvidado las gafas.

—¿Alguna vez se ve obligada a decirlo?

—Alguna vez sí, para las firmas, en la fábrica, en el Ayuntamiento. Pero fíjese usted, siempre me pongo colorada, cuando tengo que decirlo. Si usted estuviera en mi caso como otros, lo comprendería.

—¿Y para su trabajo?

—En el contrato, no lo digo. Cada vez pruebo suerte. En general funciona, excepto cuando hay las fichas de horas que hay que rellenar todas las tardes. Aparte de eso, finjo.

—¿En todas partes?

—En todas partes, en el trabajo, en las tiendas, finjo mirar las básculas, las etiquetas. También tengo miedo de que me roben, de que me engañen, desconfío siempre.

—¿Le crea dificultades incluso en su trabajo?

—No, trabajo bien. Me veo obligada a prestar atención más que los demás. Reflexiono, presto mucha atención. Va bien.

—¿Para las compras de su casa?

—Sé todos los colores de todas las marcas de productos que utilizo. Cuando quiero cambiar de marca, una compañera me acompaña. Luego, me acuerdo de los colores de la nueva marca. Tenemos mucha memoria, nosotros.

—¿Cuáles son sus distracciones, el cine?

—No. El cine, no lo comprendo. Va demasiado deprisa, no comprendo cómo hablan. Y, sobre todo, hay demasiadas escrituras que bajan. La gente lee letras. Luego, ya están emocionados o contentos, mientras que yo no entiendo nada. Voy al teatro.

—¿Por qué al teatro?

—Da tiempo a escuchar. Las personas dicen todo lo que hacen. No hay nada escrito. Hablan lentamente. Comprendo un poco.

—¿A parte de esto?

—Me gusta el campo, los deportes para ver. No soy más tonta que otra, pero al no saber leer, se es como un niño.

—¿Le molesta la gente que habla por la radio, por ejemplo?

—Sí, lo mismo que en el cine. La gente utiliza palabras que están en los libros. Si no estoy acostumbrada a esta gente ni a estas palabras, luego hay que explicarme lo que dicen con mis palabras.

—¿Olvida usted alguna vez que no sabe leer?

—No, pienso en ello siempre tan pronto como estoy fuera. Es cansado, hacer perder tiempo. Con tal de que no se note, esto es lo que uno piensa todo el tiempo. Se tiene miedo siempre.

—¿Cómo?

—No sabría cómo contárselo. Me parece que esto debe verse, no es posible.

France-Observateur,1957.

  • Marguerite Duras
    Duras, Marguerite

    Marguerite Duras (Gia Dinh, Vietnam, 1914-París, 1995) fue una notable escritora francesa. Las experiencias que vivió junto a su madre en Indochina, donde residió hasta 1932, le inspiraron la novela Un dique contra el Pacífico, con la que se dio a conocer en 1950, tras publicar varias novelas de escaso éxito. En París participó en la Resistencia, por lo que fue deportada a Alemania.

    Una vez terminada la contienda, inició su intensa actividad en los campos del periodismo, la novela, el teatro y el cine, y escribió y dirigió varias películas y obras teatrales. Encuadrada inicialmente en los moldes del neorrealismo de posguerra (Los caballitos de Tarquinia, 1953) y afín al movimiento existencialista, se acercó después a los postulados del «nouveau roman», aunque sus novelas no se limitan nunca al mero experimentalismo, sino que dejan traslucir un aliento intensamente personal y vivido, como sucede en Moderato cantabile.

    Escribió el guión de la célebre película Hiroshima, mon amour (1958), dirigida por Alain Resnais con gran éxito. En 1969 publicó Destruir, dice y dos años después El amor (1971), que anticipa en ciertos aspectos su obra más celebrada, El amante (1984), ganadora, entre otros, del Premio Goncourt.

    Al año siguiente apareció el relato con fondo autobiográfico El dolor, que fue escrito en 1945, y en 1990 su última novela, La lluvia de verano. La agitada vida de Marguerite Duras rivaliza y se combina con su obra hasta el punto de ser ambas difícilmente comprensibles por separado.

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