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Año 9 #102 Abril 2023

El sportman

De chico, hueso, había aprendido no solo la palabra juro, sino a llevarse los dedos a los labios y hacer la cruz.

Al principio no sabía bien por qué lo hacía. Sospechaba que era algo que debía callar. Y muchas veces calló sin saber siquiera qué era aquello tan grave que no se podía decir.

Lo había aprendido de su abuela española, enlutada desde antes que él naciera. Fue la primera que se lo pidió: «Jura». Entonces Hueso se llevó los dedos a los labios y juró.

Pero para la madre de su madre, no había juramento que alcanzara, porque otro día le dijo: «Jura por tu madre». Y él vaciló, porque a su madre la quería y sabía que si rompía el juramento, a ella en medio de una tormenta la podía partir un rayo.

Entonces, él cumplía su palabra y cerraba su boca cada vez más, hasta volverse casi mudo. Es posible que fuera un niño idiotizado.

Finalmente, antes de morir, su abuela lo condenó casi al mutismo porque le contó una cosa y le dijo:

«Jura por Dios que nunca se lo vas a contar a nadie». Y juró. Pero Dios no se podía morir porque ya estaba muerto. Y él también se podía morir si contaba lo que su abuela española le había dicho.

Fue creciendo con ese maleficio. Con la desdicha de no poder comprobar que podía ser de otra manera, ya que olvidaba lo que había jurado y entonces no podía desdecirse. No podía tener la experiencia de saber qué pasaba si rompía uno de los muchos juramentos que venía haciendo y olvidando. Por lo tanto, lo invadía el desasosiego de que, quizás, sin saber, había roto un juramento. Con lo cual, mejor era ir callando cada vez más.

Por esos años tomó la comunión y rezó. Juró por Dios todo poderoso señor del cielo y de la tierra. Pero si era así, no había lugar dónde esconderse. Por eso, Hueso no quería que le contaran ningún secreto.

No sabemos si se confesó. Tampoco, si alguna vez rompió algún juramento en el confesionario.

Los chicos en el barrio juraban todo el día. «Te juro y rejuro», sin que les pasara nada. Él los admiraba. Cuando cursaba el primer año de la Secundaria se puso de novio con una compañera. Se llamaba Carola, un nombre raro para el barrio y para la época. La chica, a cada rato, le pedía que él le jurara su amor. Ella se lo juraba todo el tiempo.

Cuando un día, sin saber bien por qué, ella se fue, Hueso leyó en un diccionario lo que significaba la palabra perjurar. Carola era una perjura. Pero él, durante el tiempo que duró el amor, a esa edad es todo tan efímero y a la vez parece eterno, le creyó. Siempre pensaba que le gustaría volver a encontrarla. La vida a veces te da esa revancha.

Muchos años atrás, cuando todavía era un muchacho, casi un niño, una noche empezó la cosa con los hermanos Deganis. Le pidieron que los acompañara al Sportman.

El Sportman eran dos canchas de futbol. Una al lado de la otra. Si es que se le podía llamar así a dos extensiones de tierra con pasto raleado que solo eran canchas porque tenían arcos. Ni siquiera pintados. Si la noche era oscura, y si no se conocía el terreno, hasta podría llevárselos por delante.

Y Hueso fue hasta ahí. Los Deganis lo esperaban, Uno de los hermanos llevaba una bolsa.

Le exigieron que jurase que no lo contaría y él, temblando de miedo, pero arrastrado por la curiosidad, en medio del Sportman, lo juró.

El más chico de los Deganis sacó de adentro un gato atado. No se movía. Estaba muerto. El otro sacó una pala y le dijo a Hueso: «Cavá».

Y fue el primer pozo que Hueso cavó en su vida. Porque más tarde siguió, cuando entró a trabajar como sepulturero. Quizás, porque ante los muertos podía jurar en paz.

Iluminado por la luz de la linterna, el gato era más negro que la noche del Sportman.

Era un animal mediano, pero cuando lo tiraron al pozo hizo un ruido que parecía que pesaba 16 toneladas, que era el nombre de una de las canciones que les gustaba cantar.

Lo cubrieron de tierra. Cuando terminaron el trabajo le dijeron a Hueso: «¿Sabés por qué lo hicimos?».

Hueso movió la cabeza. Primero para la derecha, después para la izquierda. Porque realmente no sabía.

—Pensá —le exigieron.

—Para vengarse del dueño del gato —respondió sin saber cómo se le había ocurrido esa idea.

—No —dijo el menor de los Deganis.

—Pero jurá que si por el barrio ves otro gato como este, nos avisas.

—Sí, les aviso —dijo Hueso y esta vez lo reafirmó con su cabeza y con su boca delgada. En sus dedos finos, el juramento negro parecía, por el resplandor de sus huesos, un juramento blanco.

—¿Sabes por qué?

—No, no lo sé.

Entonces el mayor de los Deganis, le dijo mientras encendía un cigarrillo:

—Porque es negro.

—No entiendo —alcanzó a decir Hueso, con más timidez que miedo.

—Entendé. Traen mala suerte, nos trajo mala suerte a nuestra casa. Desde hace mucho tiempo. Si querés, un día te contamos.

Hueso no se animó a decir ni que sí ni que no. Solo sabía que lo había jurado. Y que había juramentos negros y juramentos blancos.

Y desde ese día, cada vez que por el barrio veía un gato negro, se lo contaba a los Deganis. Solo eso, nunca mató uno. Solo cavó y ayudó a enterrarlos.

Siempre sospechó que los hermanos Deganis estaban un poco locos.

El Sportman se llenó de gatos negros muertos. Un campo imantado que escondía toda la mala suerte no solo del barrio, sino del mundo.

Pero una vez un gato resucitó en la bolsa. Estaba vivo, empezó a los arañazos y maullidos. En medio de la oscuridad fue impresionante ver sus ojos amarillentos iluminando la noche.

Algo pasó en la vida de Hueso, porque dejó de jurar por los Deganis sino que le juró al gato que nunca más les obedecería. Aunque el gato fuese negro y renegro, aunque le trajera toda la mala suerte del mundo.

Y les dejó de hablar, y les perdió el miedo a los hermanos Deganis. Desde entonces pensó que quizás era mejor no jurarle ni a los animales ni a las personas, sino a las imágenes. Pero, con el tiempo, las imágenes sacras se volvieron más temibles porque lo miraban y no le respondían.

Su vida fue transcurriendo de esa manera, hasta se salvó de la conscripción por ser tan delgado que su cuerpo parecía una radiografía. Entonces no juró la bandera.

Una noche, los Deganis lo esperaron emboscados. Le pusieron una bolsa en la cabeza y lo ataron. Como a un gato, lo llevaron al Sportman.

Le sacaron la bolsa y lo raparon. Le pintaron «buchón» en la frente.

Lo acusaron de que él los había denunciado a la policía por robar las ruedas de auxilio de los autos.

Como siempre, Hueso permaneció callado. Como una tumba.

Es posible que se haya llevado los dedos en cruz a los labios para hacer un juramento negro. Juró dos veces. Primero, por el menor de los Deganis. Después, por el mayor.

Tenía todo el tiempo del mundo para vengarse.

  • Luis Gusmán
    Gusmán, Luis

    Luis Gusmán (Buenos Aires, 1944) es novelista, ensayista y psicoanalista. Estuvo vinculado a las revistas literarias Literal, Sitio y Conjetural.

    Obra:

    Novela:

    • El frasquito (1973)
    • Brillos (1975)
    • Cuerpo velado (1978)
    • En el corazón de junio (Premio Boris Vian, 1983)
    • La muerte prometida (1986)
    • La rueda de Virgilio (1989)
    • Lo más oscuro del río (1990)
    • La música de franky (1993, 2016)
    • Villa (1996)
    • Tennessee (1997)
    • De dobles y bastardos (2000)
    • Ni muerto has perdido tu nombre (2002)
    • El peletero (2007)
    • Los muertos no mienten (2010)
    • La casa del Dios oculto (2012)
    • Hasta que te conocí (2015)

    Ensayo

    • La ficción calculada (1998)
    • Hotel Edén (1999)
    • Epitafios (2005, 2018)
    • La pregunta freudiana (2011)
    • Kafkas (2015)
    • La ficción calculada 2 (2015)
    • Barthes, un sujeto incierto (2015)
    • La literatura amotinada (2018)
    • Esas inútiles moscas (2018)
    • La valija de Frankenstein (2018)