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Año 10 #109 Noviembre 2023

Cenizas al amanecer

Despertar antes del alba, de eso se trata. Reconocer tus huellas en la arena. Olerlas como a cicatrices, recuperarlas, aún sin la plena conciencia del reencuentro con lo perdido.

¿Cómo saberlo?

Lo primero fue la tersura, la caricia no narrada en ningún manual.

No hay textos del amor que definan la vibración, la intensidad con la que el cuerpo se prepara.

¿Y si algo falla?, deberían preguntarse, aunque no lo hagan. No hoy, no todavía. Pero la pregunta será inevitable. ¿Qué, cuando ella los expulse, los abandone? Saben que cuando suceda será para siempre. Que no habrá perdón ni regreso. La vida desde entonces será un largo exilio, una ausencia de placer. Y aunque nadie se los haya advertido antes, saben que la ausencia de placer es una de las vestiduras de la muerte.

 

Estiró el brazo. Si le preguntaran cuál, no vacilaría en decir que fue el izquierdo.

El ambiente era tibio. Una penumbra oscilante, subacuática, lo mecía por momentos.

Con la mano izquierda exploró sus abismos, hurgó en la música que acantilaba el aire, buscándola, buscándose. Recordará esta primera madrugada cuando revele ser también la última, la del acero abriendo en canal el cadáver del compañero que prometió seguir a su lado para ser él quien le cerrara los ojos.

Si ahora mismo tuviera con quién hablar le preguntaría por qué el futuro se revuelve como el oleaje en las tempestades, por qué lo que podría no suceder se anticipa para aplastarnos el rostro contra la helada piel del amado.

El amor es una emboscada, dijo ella, riendo a sorbos, hiposa, algo mareada, dejándose caer sobre las cobijas que alguien había echado al piso de la habitación. Él se sumergió en su pelo espumoso, abrazó su cintura para encontrarse ambas manos en su vientre, ella tan pequeña, tan bullente y diminuta por momentos, tan inabrazable de a ratos.

Me desearás más allá de tus eyaculaciones, te seguiré ardiendo en la vejiga, en los riñones, en los testículos y me amamantaré sin sosiego del glande de tu pene. Lo quitarás de mi boca para agitarlo como a una antorcha que se pretende apagar para evitar la explosión final, el estallido de placer.

Soy la sombra de tu desesperación, le dijo él. No puedes dejarme sin dejarte, no puedes dejar de licuarme entre tus labios con la pretensión de saciarte. Soy yo porque eres tú, acéptalo y gózame. No te daré otra oportunidad, no habrá otra cita en la habitación de un promiscuo hotel donde resuenan los quejidos y los gritos de parejas cogiendo, ardiendo, fundiéndose con la aterrada pasión de los que intuyen las sombras detrás de las candilejas, los esqueletos de las luces, la asfixia de esa sonata en re menor para lobos aullando en la Selva Negra, la ópera apócrifa de Richard Wagner como un himno de la noche.

Muéreme, si no puedes amarme, entrégame al oficiante de esta mascarada de tules y de rosas, para que escancie la leche de mis pechos sobre tus tetas de murciélago atrapado bajo la nieve. Muérdeme hasta devorarme. Yo haré lo mismo, te arrancaré la carne jugosa y con ella alimentaré a los cerdos del infierno. Ámame si no puedes morirme, zambúllete y nada conmigo en este charco amniótico como si estuviéramos en el mar Caribe al atardecer, sé el primero en hacerme mujer o pídeme, ruégame que sea yo quien te haga a ti mujer. Vístete como yo me visto para poder ser yo quien te desvista luego, quien te arranque la lencería que transparenta tu mórbida femineidad, quien despinte con mi lengua tu máscara de rubor, sombras y carmín con la que te presentaste esta noche al baile, del brazo conmigo, dos espléndidas mujeres entrando en el gran salón como la pareja de la fiesta, la atracción final, el número de cierre de la única función.

Élella gira sobre símismomisma. Se regodea en la complicidad de los espejos del gran salón de baile como antes disfrutó de la promiscuidad en la pieza del hotel. Dos mujeres. Hace un rato, dos hombres bailando, dos mujeres besándose, bocas pintadas, cavernas ominosas, dulces colmenas, ella y él y ellos y elles, baile de consonantes cóncavas y vocales convexas repiqueteando como gotas de una lluvia cargada de presagios, agua desnuda en vertientes y acequias sobre las que los cuerpos boyan sin amarras, barcazas rozando los acantilados de la medianoche.

Nunca estuve con tantos hombres, dice ella, antes de ser él. Ni yo, con tantas mujeres, dice él, antes de ser ella.

Ni estas mujeres han estado nunca tan juntas, tan acariciándose febriles, rabdomantes en la tierra ciega, mujeres que penetrándose buscan ponerse a salvo del último orgasmo, del alarido. Mujeres con corazones entre sus piernas y vaginas en sus pechos, que se abren a la penetración de hombres castrados que bombean y eyaculan sin cesar, inagotables fuentes de leche estéril, sangre florecida, aullidos en el plenilunio.

Oigo gemir a las estatuas, veo a la Venus de Tiziano lamer los pezones de la Gioconda, retozando las dos como putas renacentistas, y al Adán de Miguel Ángel libar, como abejorro, de los escrotos de los apóstoles y beberse hasta la última gota del semen de Jesús. Todo lo veo y lo vemos mientras bailo y bailamos, lo veo y vemos en un caleidoscopio de colores exultantes y tú ríes.

Que debe ser la cocaína, ríes. Y yo: o mi fe absoluta en el desdén con que el universo se despide de nosotros todos, de todos nosotros dos, mi amor de la primera y última noche, del adiós imperdonable.

Nos abrazamos por fin sin preguntarnos quiénes somos, mis manos moldean en el barro la vasija de tus caderas, mis dedos entran lentos en el refugio de tu vulva, recogen de ella la humedad y de tus párpados borran los sueños que no te atreverás nunca a compartir con tu confesor, el ciego que te sostendrá las tetas con manos ásperas de labriego de oraciones, de innoble campesino sometido a inquisitoriales castigos por haber creído, dicho y proclamado, desde los púlpitos de templos abandonados, que no hay un solo dios. Que tampoco son otros, y con otros nombres, el mismo dios. Que somos nosotros, todas nosotras, todos tú y yo los dioses, yo mujer cuando dejo de ser hombre para que me penetres y acabes en mí, y tú hombre que te quitas la lencería, te despintas, te desdibujas, mueres de amor muriéndonos mientras te amo naciendo a la intemperie, a la quietud y el silencio de la morgue en la que, acabada la noche, nos han encerrado hasta que dejáramos de amarnos, de percibirnos, de tantear las formas —uno en el otro y otra en la una—, de huir por los túneles del fuego hasta alcanzar el aire rubicundo de la erupción en cuya lava nos disolvemos ya sin un grito, nos dejamos de reclamar amor eterno porque sabemos por fin que no hay amor por fuera de la eternidad.

—Solo recuerda, cuando alguien te evoque en tus poemas, que te quise tanto —me dices.

—Y tú aférrate al olvido hasta que alguien cante tus canciones y me recuperes sin saber quién fui, olvida con furia mi nombre, el rostro que no tuve, el cuerpo que atesoraste en nuestra primera y última noche. Aférrate al olvido, cierra los ojos aunque de los ojos solo queden las órbitas vacías, el cuenco estéril de tu sexo, tus pechos marchitos.

Y que a las cenizas del amanecer las barra el viento.



Buenos Aires (Prensa Unida)

MACABRO HALLAZGO EN UN BALDÍO DE LA CIUDAD

 

La experimentación genética, cuyo objetivo manifiesto pretende ser el de mejorar la experiencia vital de los millones de hombres y mujeres que pueblan nuestro planeta, deriva a veces en resultados no previstos.

Un caso relevante ha salido a la luz pública con el hallazgo, en un baldío de esta ciudad, de un embrión humano de por lo menos curiosas características. Se trató en rigor de dos individuos de sexos indiferenciados, pese al avanzado desarrollo intrauterino de los especímenes. Llamó la atención de los forenses que uno de los individuos en gestación presentara una pronunciada protuberancia en su zona lumbo–genital, que remitió a una imagen feminoide en avanzado estado de preñez.

Ante tan inusual morfología embrionaria, y para evitar nuevas manipulaciones de los individuos hallados —con los previsibles debates en torno a la ética de la ciencia moderna—, se procedió a su cremación, a cielo abierto, en el mismo baldío en que fue hallado el embrión. Cabe añadir, como fenómeno aleatorio de esta ya extravagante situación que, al arder la placenta, se engalanó el firmamento con una inusual y copiosa lluvia de estrellas en pleno amanecer.

Apiádate de las precoces y turbias almas ofrendadas a tu gloria, Señor —arengó un sacerdote, testigo casual de la por momentos nauseabunda ceremonia. Y santiguándose e invitando a forenses, personal municipal y curiosos, a guardar un minuto de penitente silencio, cerró así la fúnebre oración:

Y que a las cenizas de estos embriones del infierno las barra el viento.

  • Guillermo Orsi
    Orsi, Guillermo

    Guillermo Orsi (Buenos Aires, 1946) es un novelista y redactor publicitario argentino. Ha escrito varias obras aclamadas de género negro, dos de las cuales han sido traducidas al inglés por Nick Caistor. Entre los premios literarios ganados por Orsi se encuentran el Emecé (1978), el Umbriel de la Semana Negra (2004), el Ciudad de Carmona (2007) y el Premio Dashiell Hammett (2009).

    Bibliografía
    El vagón de los locos, 2000
    Sueños de perro, 2004
    Buscadores de oro, 2007
    Ciudad Santa: En Buenos Aires no hay vida para todos, 2009
    Fantasmas del desierto, 2014